Estimado Ministro de Educación,
Estimado Ministro de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación:
Hace unas semanas, se hizo pública una noticia relativa a los despidos que ocurrieron en el colegio Alianza Francesa. Unos meses antes, durante julio de 2020, el John Deway College cerró, dejando a cientos de alumnos y alumnas momentáneamente sin colegio. Como toda empresa, los colegios pueden sufrir problemas económicos y cerrar o proceder a despidos. Es, de hecho, el riesgo de toda empresa privada. Sin embargo, cerrar un colegio no es exactamente lo mismo que cerrar una empresa. Un colegio es un enfoque educativo, que conlleva tradiciones, valores, métodos. De alguna manera, cuando se cierra o se fragiliza un colegio, es todo el sistema educativo (público y privado) el que está expuesto a la misma posibilidad de derrumbe, porque lo que se interrumpe entonces es la viabilidad de un modelo educativo, de la filosofía que los sustenta, y porque los que asumen el costo de estas interrupciones son niños y niñas, jóvenes, que traen consigo proyecciones.
Algo similar pasa en el ámbito de la investigación universitaria. Los criterios de evaluación de los programas no contemplan trayectorias, solamente productividad, aspectos formales (en general numéricos, cuantitativos) sobre las líneas de investigación y la posible inserción laboral de los y las estudiantes. Esto lleva a situaciones aberrantes, como profesores junior sin trayectoria pero con productividad guiando tesis de doctorado; profesores seniors con trayectoria y publicaciones pero que no se ajustan, a veces por muy poco, a los criterios de las agencias que miden la productividad y que, por lo mismo, terminan dejando los claustros de los programas evaluados e incluso la planta académica.
Esto afecta a los individuos y también la función del profesor que, ahora, no se comprende más en función de su fin propio sino en función de necesidades externas y siempre cambiantes. En un contexto como este, toda persona vulnerable o un poco más lenta (sujeta a una enfermedad, o de una cierta edad, o con familia, por ejemplo) podría ser excluida del sistema por el solo hecho de tener condiciones de vida distintas. Pero esto afecta también a los programas de estudio y las instituciones. Si los claustros van cambiando de año a año (o cada cinco años), los programas no se sostienen y las tesis no pueden ser guiadas con la continuidad que requieren. En otras palabras, los criterios para determinar la supuesta calidad de los programas los termina destruyendo.
¿Qué lección sacar de estos dos fenómenos distintos?
Tienen un punto en común: el sistema no se sostiene en el tiempo. La supuesta búsqueda de “calidad” produce un desarraigo que obliga a las instituciones a medirse respecto a un fin presente, siempre cambiante, sin ningún anclaje en una historia y, por ende, sin futuro. Estos criterios se establecen a veces a costa de un proyecto educativo y de los requisitos implicados en la investigación y la transmisión de conocimientos.
¿Se puede hacer algo que no implique un rechazo completo a este sistema, que tiene más que ver con las necesidades vinculadas a la globalización que con decisiones propias de los ministerios? Pues lo más grave, quizás, no es que este sistema no sea funcional a sí mismo, sino que aquellos que lo hacen funcionar muchas veces no lo valorizan. Revela una impotencia casi completa de la política ante un sistema en búsqueda constante de legitimidad.
La fragilización del sistema educativo (y social en general), a la que nos expone la pandemia, es la oportunidad de pensar pequeños ajustes al mismo y a las políticas relativas a la investigación, más allá de la oposición mercado/Estado, la cual mantiene estancada toda posibilidad de cambios (porque la primera ignora la política y la segunda ignora la globalización). Tanto en el ámbito privado como en el ámbito público, el sistema educativo necesita criterios comunes y políticas que le permitan sostenerse en el tiempo y poder reflexionar críticamente sobre sí mismo. Pues la única posibilidad de recobrar agencia política es unirse y proponer nuevas visiones de conjunto.
En el ámbito educativo básico y medio, es urgente pensar en formas de comunicación y colaboración entre los colegios (privados y públicos) y en nuevas fuentes de financiamiento. Esto permitiría no solo prevenir colapsos por razones económicas, sino también construir una sociedad más abierta y evitar que los colegios terminen formando comunidades cerradas. No existe el pluralismo si este no suscita interacción y mundos comunes.
En el ámbito universitario, si bien no podemos prescindir totalmente del criterio cuantitativo, podemos pensar en formas de institucionalidad que garanticen el respeto de la función profesoral, el incentivo y el reconocimiento de trayectorias y de la colaboración interinstitucional. Se han hecho al respecto múltiples propuestas que permiten repensar nuestra institucionalidad, sin cederla del todo a la burocracia y a lógicas competitivas brutales, y sin disminuir la importancia de la productividad y de la necesidad de tener instrumentos de evaluación (véanse, por ejemplo, las “Cinco proposiciones para reinventar la libertad académica”, publicadas en El Mostrador el 4 de enero de 2019). Pues lo que distingue burocracia e institución es que la primera regula un sistema carente de sentido, cuando la segunda busca objetivar el sentido de nuestros sistemas, sentido que, por supuesto, no está dado y que hemos de construir y volver a pensar.
Si no se hace algo ahora, si la fragilidad a la cual nos expone la pandemia nos limita solo a proponer soluciones para el presente y no para el futuro, si pensamos con los mismos criterios que han llevado a esta fragilización, es decir, en términos meramente cuantitativos y no de mundo común, si no tratamos de pensar un futuro con (y no contra) lo sucedido durante este año tan difícil e insólito, si no pensamos que la fragilidad, el tiempo lento, incluso el dolor, el duelo y la soledad que nos han afectado, individualmente y como sociedad, son también lo que nos hacen seres que piensan, crean y proponen, si la exigencia de productividad implica que la vulnerabilidad nos invalida profesionalmente, si pensamos solamente cómo homologar la tecnología que usarán los distintos colegios sin tomar en cuenta lo que cada alumno y estudiante puede haber vivido durante este tiempo de casi completa desconexión (en algunos casos), si solo pensamos en cómo recuperar lo perdido y no en lo que podría hacer posible que cada uno aporte desde la situación diferente que le ha tocado vivir, si Fondecyt y la CNA no realizan encuestas para conocer la situación de los investigadores y las investigadoras en vez de solo invalidarlos por no cumplir o ponerlos a competir, en unos años más estaremos completamente impotentes para enfrentar los desafíos que implican nuestros sistemas, porque habremos permitido que se deshumanicen del todo.