Realizar una aproximación a la Constitución desde una perspectiva feminista, en tanto teoría crítica, implica analizar desde la sospecha las distintas concepciones y categorías constitucionales. Conlleva también cuestionar sus premisas, poniendo atención en las consecuencias para la construcción de la ciudadanía y la definición de las relaciones de poder entre hombres y mujeres y, en general, entre grupos privilegiados y aquellos históricamente excluidos y oprimidos.
Desde una perspectiva feminista se ha cuestionado la pretendida neutralidad de las constituciones, en el sentido de que se refieren a todas las personas, manteniéndose imparciales en relación con la construcción del género. Se ha planteado que la pretendida neutralidad de los textos constitucionales no ha permitido hacer frente a la asimetría de poder entre hombres y mujeres, sino por el contrario, ha perpetuado la exclusión de las mujeres del espacio público, situándolas como ciudadanas de segunda clase. Ello se explica, pues el modelo de lo humano se ha construido desde la experiencia, necesidades e intereses masculinos, ignorando la realidad de la otra mitad de la humanidad.
Asimismo, se ha planteado que el confinamiento de las mujeres al espacio privado y la resistencia a reconocerlas como sujeto político han actuado como condición necesaria para el mantenimiento de la hegemonía de los hombres en el espacio público.
Si analizamos la Constitución de 1980 desde una perspectiva de género, concluiremos que se caracterizaba por el uso de un lenguaje androcéntrico y por invisibilizar completamente a las mujeres a lo largo de su articulado. Recién en 1999, mediante la reforma constitucional que establece la igualdad jurídica entre hombres y mujeres, se incorporó nominalmente a las mujeres en el texto constitucional.
Esta reforma sustituyó la voz “hombres”, en el artículo 1º de la Constitución, por “personas”, e incorporó al final del primer párrafo del artículo 19, Nº 2, la oración “hombres y mujeres son iguales ante la ley”.
En su momento se atribuyó un potencial transformador a esta reforma, sin embargo, resultó insuficiente y no constituyó un verdadero aporte para avanzar en la eliminación de la discriminación, opresión y exclusión histórica de las mujeres en nuestro país. Ello, pues únicamente se consagró la igualdad formal entre hombres y mujeres, sin incorporar mención alguna a la relevancia del logro de la igualdad sustantiva, que permitiera poner el acento en la necesidad corregir las desigualdades y lograr la redistribución de los recursos y del poder entre hombres y mujeres.
El carácter androcéntrico de la Carta Fundamental resulta evidente al constatar que no aborda siquiera tangencialmente las principales experiencias y/o problemáticas que enfrentan las mujeres, como la violencia de género, la subrepresentación en todos los espacios de poder y toma de decisión, la desproporcionada carga de trabajo doméstico y de cuidado, la negación del derecho a decidir sobre su propio cuerpo, la discriminación en el acceso (y permanencia) al empleo remunerado (además de las condiciones generalizadas de precariedad e inestabilidad), la brecha salarial, los obstáculos que enfrentan en el acceso a la justicia, entre otras.
Abandonar este modelo androcéntrico e incorporar a las mujeres como sujeto implica introducir provisiones con perspectiva de género a lo largo de todo el texto constitucional. No basta con robustecer el catálogo de derechos, como usualmente se propone, sino que también debe perseguirse alterar la estructura del poder que se aloja en ella. Se deben efectuar reformas políticas que permitan desconcentrar el poder, sentando las bases para una democracia paritaria. Esta tarea no debe acotarse solo a la regulación de los derechos políticos, sino que debe extenderse a toda parte orgánica e incidir en la regulación de las principales instituciones políticas de la República.
La incorporación de la perspectiva de género en el texto constitucional debiese conducirnos a incluir disposiciones que apunten a la superación de los obstáculos estructurales que enfrentan las mujeres, como la dicotomía público/privado y la división sexual del trabajo. Así, por ejemplo, tal como hoy se releva la importancia de la familia como núcleo fundamental de la sociedad, se debería incorporar un pronunciamiento sobre el valor y el carácter indispensable del trabajo doméstico no remunerado y de cuidado para la vida en comunidad. A la par, debería consagrarse un principio de corresponsabilidad social en esta materia, que redistribuya las cargas del trabajo doméstico y de cuidado entre hombres, mujeres y el Estado, lo cual debe tener un correlato, por cierto, en el catálogo de derechos fundamentales a la hora de consagrar el derecho al trabajo y a la previsión social.