La Humanidad vive un momento dramático, como consecuencia del coronavirus. El Covid-19 ha provocado una crisis sanitaria de proporciones y un desastre económico sin parangón. Millones de personas contagiadas y fallecidas. El planeta frenó en seco, con innumerables empresas cerradas, fronteras interrumpidas, asalariados cesantes, informales sin ingresos y minorías étnicas estigmatizadas. Sólo algunos países, que tomaron medidas tempranas y una estrategia de corte de la cadena de contagio, han podido sostener una relativa recuperación.
Vivimos una preocupante incertidumbre, porque se desconoce cuánto durará la clausura de actividades, la ausencia de ingresos, el desempleo y todavía estamos a la espera de una vacuna o medicamento eficaz. Todos sufren la incertidumbre. Aquellos que cuentan con patrimonio, pero mucho más las familias que se han quedado sin ingresos.
Aunque se logre una vacuna efectiva contra el Covid-19, la economía a escala planetaria cambiará a un sistema menos interconectado, entre otras cosas, debido a la alta probabilidad de nuevas pandemias y la consiguiente debilidad alimentaria, sanitaria y de los sistemas productivos nacionales que se han hecho evidentes durante este año. Como consecuencia de ello se han hecho presente preocupantes políticas proteccionistas, con restricciones al movimiento de personas, servicios, tecnología y bienes.
En realidad, acciones proteccionistas ya se habían producido con la guerra comercial desatada por Trump contra China y ahora, con la pandemia, se acentuarán. La economía a escala planetaria, con segmentación de los procesos productivos, cambiará a un sistema menos interconectado. No es que la globalización se revierta. Pero se modificará, adquirirá nuevas formas.
Así las cosas, existen evidencias que, al término del virus, seguirán existiendo restricciones al comercio, lo que será manifiesto en los sectores farmacéutico, equipos médicos, comunicaciones, inteligencia artificial y en alimentos, los cuales serán considerados materia de seguridad nacional.
En consecuencia, el cierre de fronteras para acceder a manufacturas de alta relevancia obligará a Chile a modificar su modelo productivo, fundado en la producción y exportación de recursos naturales. En medio de graves situaciones humanitarias, no existen garantías que se respeten los compromisos de libre comercio contenidos en los TLC. Por tanto, nuestro país, como en la crisis de los años treinta, deberá enfrentar restricciones comerciales que lo obligarán a impulsar industrias de transformación.
Sin embargo, modificar el modelo productivo no es tarea fácil, porque el gran empresariado, nacional y extranjero se aferra, con dientes y muelas, a esa ganancia fácil que le ha permitido la producción y exportación de recursos naturales. Ello, al mismo tiempo, le ha otorgado un inmenso poder fáctico en el país, que incluso se ha manifestado en el financiamiento ilegal de políticos, de la derecha y la Concertación, para proteger sus intereses.
Empresarios como Luksic, Angelini, Matte y Ponce Lerou, a la cabeza de sus corporaciones, se han enriquecido en los sectores económicos de recursos naturales: minería, pesca y sector forestal. Se agregan a ellos Paulmann, Saieh, Solari, Cueto y Penta, también poderosos, pero con actividades de comercio y servicios. Unos y otros han extendido sus tentáculos hacia las AFP, energía, banca, el retail, supermercados, farmacias, colegios y universidades privadas y, también, controlan los principales medios de comunicación (lo que sería una anomalía en cualquier país desarrollado, por la amenaza que representa para el flujo de información que pueda afectar los intereses de sus dueños).
Por primera vez en la historia de Chile los grandes grupos económicos locales aparecen en la revista Forbes como parte de los más ricos del mundo, y en una cantidad que supera el número de súper millonarios en economías más grandes que la chilena, como Bélgica o Polonia.
Sin embargo, el gran empresariado chileno ha sido incapaz de impulsar un proyecto nacional de desarrollo autónomo. Ha sido funcional a una división internacional del trabajo, que le ha asignado la tarea de exportar alimentos y minerales para el consumo e industria de los países desarrollados y también para la impresionante industrialización y urbanización china.
Resulta lamentable que nuestra clase política y sus economistas hayan aceptado, con complacencia, y a diferencia de China, esa condición económica subordinada que la globalización le ha asignado a nuestro país. Es el dogma errado e internalizado por la elite de que la mejor política industrial es la que no se hace, pues los incentivos de mercado focalizan la producción en sectores donde existen ventajas comparativas. Es el dogma del crecimiento que se olvida del desarrollo.
El modelo productivo en curso ha sido un gran negocio para la minoría y ha incrementado la brecha de ingresos y riqueza con la mayoría de los trabajadores y pequeños y medianos empresarios. Para cambiar esta situación, Chile requiere, entre otras cosas, un nuevo impulso a la productividad, estancada por más de una década, con lo que podrán aumentar las ganancias de las PYMES y los bajos salarios que hoy recibe la mayoría de los trabajadores.
Según la CEPAL, el 1% de la población concentra el 22,6% del total de ingresos del país, mientras ese mismo 1% es dueño del 26,5% del total de los activos productivos y financieros (CEPAL, Panorama Social para América Latina 2019). En cambio, según la OCDE, en Francia y España, el 1% más rico acumula el 10 % de los ingresos totales, vale decir menos de la mitad que en Chile.
Por otra parte, la mitad de los trabajadores chilenos obtiene salarios menores a 401 mil pesos y el promedio de las pensiones autofinanciadas es de 283 mil pesos mensuales. Como mostró Branko Milanovic, en Chile conviven Mongolia y Alemania. El ingreso del 5% más pobre en Chile es similar al del 5% más pobre en Mongolia, mientras que el 2% más rico de Chile tiene ingresos equivalentes a los del 2% de mayor ingreso de Alemania. Al mismo tiempo, el 98% de las empresas son pequeñas y medianas y, sin embargo, estas representan sólo el 15% de las ventas, según datos de SOFOFA.
Existe una brecha económica abismal entre los grandes empresarios y los trabajadores y las Pymes (muchas de las cuales son, en realidad, trabajadores por cuenta propia). En consecuencia, esa brecha es la que debe reducirse con una decidida política de desarrollo que reoriente la actividad productiva de los grandes empresarios y que, al mismo tiempo, potencie la productividad de las Pymes y trabajadores. Y esa política de desarrollo debe colocar el énfasis en la industrialización y en el aumento de la complejidad de la matriz productiva chilena.
Sin embargo, las grandes empresas nacionales no tienen incentivos para innovar y arriesgarse en nuevas actividades complejas, ya que se encuentran cómodas capturando rentas de recursos naturales y con estructuras de mercado concentradas y poco competitivas, las que el Estado chileno ha regalado en el caso de las primeras y tolerado en el caso de las segundas. El camino es difícil.
Así, el problema central radica en la incapacidad y falta de incentivos del gran empresariado para impulsar un proyecto nacional de desarrollo. Este es el asunto difícil de resolver. Porque a lo largo de décadas el gran empresariado se ha desnacionalizado; y, ahora, mucho más que en los años sesenta se encuentra estrechamente ligado al capital transnacional, con el que sus intereses se encuentran alineados.
En consecuencia, la propuesta e implementación de una política industrial desarrollista exige políticos y economistas independientes del gran capital nacional e internacional. Es el momento que la política y un Estado renovado entren a intervenir con fuerza para impulsar el desarrollo. Hoy día hay condiciones favorables: el 80% ciudadano ya se ha pronunciado contra el régimen de injusticias en el plebiscito por una nueva Constitución, lo que abre el camino para modificar la actual correlación de fuerzas, hoy hegemonizada por la elite económico-financiera.
En adelante, la alianza social para cambiar el país en favor del desarrollo debe ser entre el Estado, los trabajadores, las organizaciones ciudadanas y los pequeños y medianos empresarios, de tal forma de consolidar una gran mayoría, sin duda imprescindible, para realizar cambios sostenibles en el tiempo.
Además del aumento del proteccionismo en curso, ese 80% ciudadano y una nueva propuesta constitucional son condiciones habilitantes para modificar el modelo productivo chileno e iniciar el camino al desarrollo. Pero ello obligará a “disciplinar” al gran empresariado o, dicho de otra forma, a modificar activamente los incentivos a los que responden. Porque son ellos los que controlan el capital y ese capital es preciso reorientarlo hacia actividades de transformación, hacia sectores más complejos y en favor de una inserción en escalones más altos de cadenas regionales y globales de valor.
Eso será posible, en primer lugar, eliminando el Estado subsidiario de la nueva Constitución. Así se podrán impulsar políticas públicas que orienten a los inversionistas hacia industrias de transformación, y terminen con el incentivo existente a la explotación de recursos naturales sin procesar, mediante el justo cobro de royalties y así capturar la totalidad de sus rentas, lo que hasta ahora el Estado chileno prácticamente ha olvidado.
En segundo lugar, el Estado deberá colocar en su centro a los pequeños y medianos empresarios, con efectivas políticas públicas crediticias, apoyo tecnológico y fomento exportador. Para ello es indispensable la creación de un banco de desarrollo (que podría ser el mismo BancoEstado con un nuevo mandato), que se encargue de entregar el financiamiento de largo plazo que las actividades innovadoras y riesgosas requieren y el financiamiento a las PYMES a tasas competitivas con aquellas a las que accede la gran empresa a través de sus propios bancos comerciales.
En tercer lugar, el Estado tiene el compromiso ineludible de aumentar sustancialmente su inversión en ciencia, tecnología y educación, único camino para incorporar la inteligencia a los procesos industriales modernos.
En cuarto lugar, el Estado deberá habilitar la negociación ramal de los trabajadores, y debe convertirse en un decidido impulsor del fortalecimiento del sindicalismo, de tal forma de tender a equilibrar la asimétrica relación existente entre capital y trabajo.
En quinto lugar, allí donde sea posible, se deberá privilegiar entendimientos industriales con países de nuestra región para facilitar la inserción de empresas chilenas en cadenas regionales de valor (donde la brecha tecnológica o de conocimiento es menor que respecto de las cadenas globales), así como avanzar en integración para poder negociar en mejores condiciones con los gigantes que dominan la economía mundial.
Paralelamente, será necesario explorar acuerdos ad-hoc para inversiones de países como China e India (países destacados en sus avances tecnológicos y educacionales) en industrias estratégicas, como por ejemplo la del litio o la farmacéutica, de tal forma de establecer requisitos de transferencia tecnológica para que al cabo de un tiempo breve existan capacidades locales para continuar aumentando la productividad y complejizando la producción.
Una propuesta de esta naturaleza permitirá que el Estado, junto a los trabajadores y a pequeños y medianos empresarios, haga contrapesos al gran capital el que, en general y lamentablemente, no innova y se conforma con un jugoso rentismo.
No hay excusas y ha llegado la hora de cambiar. Es imprescindible “disciplinar” al gran capital, para hacerlo converger con un plan nacional de desarrollo. Habrá que terminar, entonces, con largas décadas de políticas en favor del gran empresariado, aunque disfrazadas de neutralidad. Es lo que ha frenado el desarrollo, al abandonar la tarea de dirigir los incentivos hacia sectores innovadores y/o más complejos, creyendo ciegamente que las ventajas comparativas son estáticas.