En obras recientes Andrés Oppenheimer (¡Sálvese quien pueda!, Debate, 2018) y Yuval Noah Harari (21 lecciones para el siglo XXI, Debate, 2018) nos advierten de los estragos de la automatización y de la robótica en el trabajo.
Y los alarmismos no parecieran tan exagerados. Si en el 2050 nuestras prácticas laborales habrán cambiado radicalmente y las máquinas nos van a reemplazar en la gran mayoría de los trabajos, es como para estar preocupados.
El ser humano depende del trabajo para su subsistencia. El trabajo brinda, además, realización (si te dedicas a tu vocación), mejora tu autoimagen (no vives a costa de nadie), te empodera (pagas tus propios gastos) e incluso ordena tu vida (nada peor que un ocio permanente y no deseado).
En consecuencia, de ser ciertas las previsiones más pesimistas sobre el fin de numerosos puestos de trabajo (algunos calculan que más del 60% de las personas estarán cesantes), enfrentaremos dos escenarios muy diferentes: o las personas podrán disfrutar del ocio para descansar, meditar, filosofar y ver las puestas de sol; o terminarán en una nueva esclavitud, en una nueva servidumbre, desechados como mercancía inservible y desactualizada al caer en la pobreza extrema por falta de ingresos. El futuro será utópico o distópico.
Con menos pesimismo, los robots y la IA renovarán la forma de trabajar y muchos deberán reconvertirse, lo cual casi siempre es un proceso traumático y con numerosos costos sociales.
Y este devenir no está determinado aún, ambas opciones son válidas y este futuro está todavía por construirse y por eso esta columna se titula ¿política o servidumbre?
En los países más ricos el debate está instalado y se está sugiriendo desde cobrar más impuestos a las empresas de alta tecnología, para dar bienestar a las personas en su nuevo estatus de “inservible para trabajar”, hasta la consagración de una Renta Básica Universal que permita la subsistencia digna de todos. Por Renta Básica Universal nos referimos a “un ingreso conferido por una comunidad política a todos sus miembros, sobre una base individual, sin control de recursos ni exigencia de contrapartida” (Philippe van Parijs y Yannick Vanderborght, La renta básica, Ariel, 2015).
Este debate se fundamenta en varias razones.
Primero, por motivaciones éticas. No es digno que gracias a los avances de las nuevas tecnologías las personas terminen en la exclusión social. Es cierto que para la ideología neoliberal en hegemonía hablar de ética es como pasado de moda y para algunos demuestra exceso de candidez, pero la verdad es que esta razón es vital si queremos que la vida de todos sea más plena.
Segundo, por razones de justicia, ya que los avances tecnológicos han sido auspiciados directa o indirectamente por el Estado (Mariana Mazzucato, El valor de las cosas, Taurus, 2018). En otras palabras, los avances de Silicon Valley no son producto de unos pocos genios que con autogestión inventaron tal o cual tecnología, sino de las empresas de armamentos financiadas directamente con impuestos de todos los norteamericanos, incluidos los más humildes. Lo mismo en Europa, Corea del Sur, Japón, etc.
Tercero, por razones de gobernabilidad, una sociedad con miseria y servidumbre es altamente inestable, como se mostrada en la película Elysium (Neill Blomkamp, USA, 2013), lo que claramente no pareciera ser un ideal para nadie.
Cuarto, por razones económicas, en una sociedad capitalista de mercado se necesitan consumidores, es decir, trabajadores. Pero si todos estamos cesantes, ¿quién cumplirá ese rol? ¿Los robots comprarán en el Mall? Quizás la robótica presente la oportunidad de disminuir el consumo a nivel planetario, siempre y cuando los nuevos cesantes tengan sus necesidades básicas satisfechas, por ejemplo, a través de una Renta Básica Universal.
Si en un futuro no tan lejano la mayoría de los trabajos serán efectuados por IA o robots, es la oportunidad de mejorar la calidad de vida de las personas con un sistema de Renta Básica Universal, que permita dedicar las energías humanas a actividades vocacionales, contemplativas, de voluntariado, etc. De hecho, cuando se ha implementado una renta básica en forma experimental, por ejemplo, en Canadá (el Mincome de la década de los setenta en una localidad de Manitoba) o en Estados Unidos (a fines de los sesenta en localidades de Nueva Jersey, Pensilvania, Iowa, Carolina del Norte, Indiana, Seattle y Denver), los beneficiados en vez de trabajar menos mejoraron su condición laboral, es decir, desde una óptica capitalista la renta básica ha sido un éxito en esos experimentos, ayudando a los más pobres a surgir y a trabajar mejor (Rutger Bregman, Utopía para realistas, Salamandra, 2017).
Si no hay trabajo por culpa de los robots, la Renta Básica Universal puede a lo menos facilitar una vida digna y que las personas obren sobre la base de su autonomía y vocación personal. Si, por otro lado, muchos trabajadores deberán reconvertirse, la renta básica puede ayudar a que este no sea un proceso tan traumático.
Sin embargo, para el punto de esta columna puede ser ilustrativo lo que ocurrió, finalmente, con esos exitosos experimentos en Canadá y en Estados Unidos. En efecto, en este último país, la prosperidad generada a la población (sobre todo a los más pobres) con la Renta Básica Universal fue de tal magnitud (mejores trabajos, mejor rendimiento escolar, mejor salud, etc.), que existía acuerdo transversal (de republicanos a demócratas) para implementarla a nivel federal. Incluso, en 1968, 1.200 economistas (entre ellos, Galbraith, Watts, Tobin, Samuelson y Lampman) enviaron una carta al Congreso para que fuera aprobada (Bregman, Utopía para realistas).
Frente a esta evidencia el presidente Nixon presentó un proyecto de ley que, finalmente, no fue aprobado por la oposición de los demócratas que deseaban una renta básica mayor. Por ello, se presentó un segundo proyecto más ambicioso, que estuvo a punto de ser aprobado en 1978. Desafortunadamente, llamó la atención de los congresistas norteamericanos un solo dato negativo: un aumento del 50% en los divorcios en los lugares del experimento. Con esto, nos relata Rutger Bregman, todo lo positivo quedó desplazado, es decir, con una Renta Básica Universal las mujeres eran más libres, podían divorciarse y vivir en forma independiente, y esto no podía permitirse. El proyecto fue archivado y ya nadie más habló del tema. A todo esto, como en una comedia del absurdo, había habido un error en las estadísticas y los divorcios no habían aumentado… (Bregman, Utopía para realistas).
En otras palabras, una medida espectacular para incrementar la libertad de las personas, probada por años en ciertas localidades, quedó archivada por fallos de la política, ya sea por misoginia, insensatez o mala fe, o todas las anteriores.
No dejemos que lo mismo ocurra con los robots y la IA.
Lo que necesitamos, en definitiva, es más política, un debate inclusivo que permita a todos participar y beneficiarse de los adelantos de la ciencia y de la tecnología. La opción por una nueva servidumbre no es una obligatoria o inevitable. No se trata de una decisión técnica que deba ser tomada por especialistas o por los supuestamente más preparados, por el contrario, cada persona está capacitada para decidir sobre su destino y sobre cómo la sociedad debe utilizar los avances tecnológicos, por tanto, en la hora tecnológica la democracia es aún más relevante.
En este momento constituyente en nuestro país, el debate debe incluir cómo afrontar democráticamente los avances tecnológicos que puedan generar mayor cesantía.
Contrariamente a muchos vaticinios tecnócratas, en el siglo XXI la política, la ética y la filosofía deberán fortalecerse antes que sea demasiado tarde.