Como en toda crisis sistémica, Chile debe redefinir su estrategia de desarrollo. El crecimiento económico, esencial en toda sociedad moderna, no es sostenible en el largo plazo en contextos con altos niveles de desigualdad e inequidad.
El desgarrador grito de un niño en una residencia a cargo de los cuidados de niños, niñas y adolescentes (NNA) en la comuna de Providencia, que conocimos hace unas semanas, es una de las expresiones cotidianas, muchas veces soterradas, del estallido social de nuestro país. Un estallido cuya raíz es la marginalidad en la que aún viven miles de chilenas y chilenos.
Esa marginalidad la comprenden los NNA de hogares de menores; los habitantes de poblaciones tomadas por el narcotráfico y la delincuencia; las personas que no tienen acceso a una vivienda digna; los ciudadanos sin acceso a agua potable; los trabajadores que reciben un sueldo insuficiente; todos simplemente excluidos por un modelo que ya no da para más.
Como en toda crisis sistémica, Chile debe redefinir su estrategia de desarrollo. El crecimiento económico, esencial en toda sociedad moderna, no es sostenible en el largo plazo en contextos con altos niveles de desigualdad e inequidad. Si el modelo económico de un país que aspira a ser desarrollado no dispone de mecanismos y reglas del juego que posibiliten que la dignidad humana sea el mínimo común para toda la población, más temprano que tarde, el sistema dará muestras de agotamiento.
No se trata de desconocer los avances que ha tenido el país durante los últimos 30 años. La disminución de la pobreza de un 40 % a un 8 % es un dato irrefutable. El modelo de desarrollo definido postdictadura estuvo acorde con los tiempos que se vivían y nos permitió posicionarnos, hasta hoy, como un ejemplo a nivel regional. Sin embargo, mientras Chile se constituyó como el país más abierto del mundo en materia comercial –con buenos resultados en términos de crecimiento–, el Estado no avanzó con la misma velocidad en sectores primordiales del desarrollo social. Dicho de otra manera, a pesar de los esfuerzos realizados, hemos quedado al debe en áreas tan esenciales como pensiones, salud, vivienda, educación, derechos laborales, por mencionar algunas.
Pero hoy estamos ante una gran oportunidad. Chile está viviendo un proceso constituyente histórico que sentará las bases institucionales para los próximos 30-40 años. Claro está, la nueva Constitución no definirá per se las políticas públicas necesarias para avanzar hacia un Estado social garante de derechos. Ello demandará un trabajo colectivo, liderado desde el Estado, que cuente con la participación de la sociedad civil; del sector privado; de las regiones; de las mayorías y de las minorías; y de todos quienes estén comprometidos con que la dignidad sea el mínimo común para relacionarnos.
El gobierno que suceda a la actual administración tendrá la gran responsabilidad de iniciar una “Revolución de la Dignidad”. Una revolución que debe garantizar a la población el bienestar y la calidad de vida que goza un ciudadano de un país OCDE. Si no estamos dispuestos a avanzar en este propósito, nuestra pertenencia a dicha organización pierde consistencia.
La anhelada paz social que todas y todos deseamos no puede disociarse de la violencia cotidiana que viven miles de compatriotas. El condenable episodio vivido por un niñx es, sin duda, parte constitutivo de esa violencia. También lo es, que un adultx mayor reciba 150 mil pesos de pensión, habiendo trabajado toda su vida. Igualmente lo es que existan 969 campamentos en Chile y que haya aumentado en un 70 % el número de familias que viven en ellos.
Para hacer la Revolución de la Dignidad, como sociedad tenemos el deber de hacernos cargo de cada una de estas deudas con nuestra gente. Con determinación, debemos avanzar hacia un nuevo pacto social, donde la dignidad sea el principio básico universal que defina al nuevo Chile.