Tanto o más importante que la nueva ley de migraciones que acaba de promulgar el presidente Piñera es su contenido y el discurso que lo acompaña. El contexto en que se sitúa es la inscripción de Chile como país de destino regional en el mapa migratorio latinoamericano, iniciada a finales de los 90 del siglo pasado y acelerada en la última década. Hoy los extranjeros alcanzan a casi un millón y medio de personas de los cuales casi 500 mil corresponden a venezolanos, seguido de peruanos, haitianos y colombianos. Las crisis económicas, el autoritarismo, la inflación y la falta de garantías políticas e institucionales en distintos países de la región han provocado la migración sudamericana a Chile y, en el caso venezolano, la mayor diáspora que registra el continente en la historia reciente. A ello se suma una política errática y discrecional del gobierno en materia de visados hacia Venezuela que pasó de la invitación que hizo el Presidente Piñera al pueblo venezolano en Cúcuta (febrero de 2019), a la creación de la visa de responsabilidad democrática y posterior imposición de visa consular para quienes intentaban llegar a Chile. Luego vino la pandemia del COVID-19 y el impacto en el continente con la pérdida de empleos, especialmente de personas migrantes en distintos países de la región. Todo ello ha producido una de las peores crisis humanitarias que nos haya tocado ver en los pueblos de Colchane y Huara y en Iquique.
En este contexto interesa el contenido de la nueva ley porque viene a reemplazar la obsoleta Ley de Extranjería de 1975 hecha durante la dictadura militar y que, a pesar de algunos acomodos, no respondía a la realidad del país en materia migratoria. La nueva ley no considera la realidad del Cono Sur donde en una situación normal, sin pandemia, existen diversos movimientos fronterizos -algunos ancestrales- que permiten satisfacer necesidades de abastecimiento, salud, ocio, trabajo y comercio de la población local. No sólo eso, sino que además viene a rigidizar la posibilidad de cambiar de estatus migratorio, criminalizando a las personas que, una vez en Chile, quieren quedarse a vivir y a trabajar. Ello porque cambia la manera en que se gestionan los permisos de residencia los que se deben tramitar en los consulados de Chile en el extranjero, para lo cual habrá que hacerlo antes de emprender el viaje o en su defecto obliga a retornar al país de origen. Esto no tiene ningún sentido para cientos de personas indocumentadas que invirtieron todos sus recursos, especialmente de Venezuela, en travesías largas y penosas. Si bien establece un proceso de regularización extraordinaria, esto será sólo para quienes ingresaron a Chile hasta el 18 de marzo de 2020, justo antes del cierre de las fronteras y la crisis económica producida por la pandemia del COVID.
La nueva ley además entrega amplias facultades a la PDI para devolver a las personas que ingresan por pasos no habilitados en el acto, lo cual es una grave vulneración a los derechos humanos de las personas migrantes porque no habrá posibilidad de exponer su situación particular, ni menos la posibilidad de acceder a asesoría o defensa de un abogado u organismo experto en el tema. Y peor aún, ignora que muchas veces las personas son víctimas de tráfico de migrantes o trata de personas, y que una devolución puede poner en riesgo su vida e invisibilizar el delito. Al mismo tiempo desconoce la ley sobre procedimiento de refugio vigente en Chile e ignora las convenciones internacionales sobre derechos humanos que Chile ha ratificado y que se encuentran vigentes. Así la nueva ley de migraciones generará más irregularidad porque no se hace cargo de la realidad de miles de personas que viven en Chile indocumentadas, sin darles la posibilidad de acceder a un permiso de residencia. De hecho, la producción científica indica que las leyes restrictivas, las barreras y los muros no detienen los flujos migratorios, como ha quedado ampliamente demostrado en las caravanas centroamericanas hacia Estados Unidos, sino que los hace más peligrosos y trágicos.
Al contenido de la ley se agrega un discurso basado en la criminalización y estigmatización de quienes llegaron en el contexto de pandemia huyendo de la pobreza y la violencia en momentos de fronteras cerradas haciendo todavía más dramática la travesía. Esta forma de transmitir la normativa -diseñada desde la militarización, la sanción y la expulsión- promueve la xenofobia y reproduce el racismo institucional. Así sólo se agudiza la crisis humanitaria que viven cientos de extranjeros, muchos de ellos en situación de calle, al asociarlos con el crimen organizado, la trata de personas y el narcotráfico como vimos en el acto de promulgación.
Las leyes y los discursos en materia migratoria casi siempre son el reflejo de las sociedades receptoras, de modo que ad portas de un proceso constituyente, sólo nos queda la esperanza de revertir esta situación. Profundizar los valores democráticos y el reconocimiento del otro como igual es la base de una sociedad justa y equitativa, pero ésta debe ser tanto para residentes como para recién llegados.