Entré a este debate porque supe que alguien citaba mi libro, Desarrollo y Desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política (Centro Barros Arana, 2017; LOM, 2018), en apoyo de una tesis que considero equivocada. No resistí el deseo de opinar. Quizá fue vanidad. O, en una lectura más amable, compromiso docente. Pasé diez años realizando ese trabajo y al identificar un error no pude dejar de señalarlo. Pensándolo bien, quizá fue soberbia (que, como la vanidad, abunda en el ambiente académico). Posteriormente Paniagua escribió una respuesta a mi columna, lo que motiva esta, mi segunda y última intervención.
Paniagua insiste en que, como la desigualdad tiene sus raíces en el pasado lejano, la historia posterior y en particular el modelo social, económico y político impuesto en dictadura no es relevante para explicar la situación actual. Considero eso un error, y en todo caso mi libro no apoya esa tesis. Se puede afirmar, como allí hago, que la historia lejana importa y la cercana también. Porque si la desigualdad está anclada en un fenómeno de larga data como el poder excesivo de las élites, es porque desde entonces hasta hoy, como diría un expresidente argentino, “sucedieron cosas”.
Algunas mantuvieron y reforzaron ese poder, como la expropiación que sufrieron los pueblos originarios y el posterior reparto de grandes extensiones tierras en La Araucanía; o las privatizaciones, que facilitaron el saqueo que propinaron los grupos económicos al Estado chileno durante la dictadura, tal como documentó María Olivia Mönckeberg. Pero, también, procesos de cambio que quedaron truncos, como la reforma agraria de los años sesenta y setenta, violentamente abortado y revertido por la dictadura.
Sucede que, más allá de sus virtudes, el abordaje de Acemoglu y Robinson, en que Paniagua basa su punto de vista, tiene problemas serios. En particular la forma en que trata la relación entre el largo plazo y el devenir posterior, lo que Gareth Austin ha llamado la “compresión de la historia”, un error que Paniagua repite. También el trato simplista de los procesos históricos, tendencia que Branko Milanovic (quizá el principal especialista sobre desigualdad) ha caracterizado como una combinación de Wikipedia con regresiones.
Enfatizar el rol de la larga duración no implica desconocer los factores de mediano plazo o coyunturales. De lo que se trata, es de ver cómo se articulan. Y por ahora, no tenemos razones para cambiar el diagnóstico consensuado por la literatura que ha estudiado el problema. Que la situación actual es consecuencia directa del modelo económico-institucional implantado en dictadura (no en 1990), el que ha mercantilizado en forma extrema las diferentes dimensiones de la vida de chilenos y chilenas, desde la cuna hasta la tumba.
Está luego la cuestión sobre la relación entre esa desigualdad y el malestar que derivó en estallido, primero, y en proceso constituyente, después. Sobre esto, Paniagua sostiene que mi análisis “carece de profundidad argumentativa”. Tiene razón. Más aún, se queda corto. En mi columna ni siquiera hay análisis. Como expliqué, dado que ese tema había sido objeto de publicaciones anteriores, no lo abordé. Me limité a expresar mi conclusión mediante una analogía que considero ajustada al problema. Quizá debí formular y desarrollar mi argumento. Lo hago ahora, aunque también en forma somera por razones de espacio. Invito, a quien se interese por el mismo, a leer las notas a las que me referí entonces y que pueden encontrarse fácilmente en la web.
De la lectura de sus columnas, a veces me queda la impresión de que Paniagua cree que los demás están cegados por la ideología, a diferencia de él, que solo apela a la evidencia. Pero si la mayor parte de los análisis del estallido, elaborados por especialistas de distintas disciplinas, tanto en Chile como en el resto del mundo, apuntaron a la desigualdad como una de sus causas, fue porque hay buenas razones y abundante evidencia empírica para hacerlo. Quienes esto piensan, no están –o estamos– más influidos por nuestras perspectivas ideológicas que quienes, como Paniagua –o Carlos Peña, a quien cita con aprobación–, sostienen lo contrario.
Es cierto que no existe estudio alguno que demuestre que el malestar y el estallido fueron causados por la desigualdad. Tampoco los hay que demuestren lo contrario, que serían los relevantes, en la medida que la ciencia avanza mediante la falsación. De hecho, quizá nunca los haya, porque establecer vínculos causales en procesos sociales complejos e irrepetibles es extremadamente difícil.
El problema es que la desigualdad no es condición necesaria ni suficiente para que ocurra un estallido. Por eso, Paniagua se equivoca cuando sostiene que, si ella fuera la causante, deberíamos ver estallidos en aquellos países que tienen una distribución tan mala como Chile. Su error radica, me parece, en una concepción equivocada de la causación. Que un fenómeno no sea condición necesaria ni suficiente de otro no quiere decir que no lo provoque. Hay personas ebrias que conducen su automóvil y llegan a su destino sanos y salvos, y otras que no han tomado alcohol y tienen accidentes; pero si un ebrio al volante atropella a un transeúnte, tanto nosotros como el juez que trate el caso, consideraremos que su ebriedad tuvo algo que ver con el asunto. Ese es, también, el caso de la relación entre la obesidad y un ataque al corazón. Hay personas obesas que disfrutan de una salud cardíaca excelente, y hay quien sufre un paro cardíaco sin tener sobrepeso. Pero si un médico se entera que su paciente, que pesa 140 quilos, ha tenido un infarto, seguramente pensará que la obesidad tuvo algo que ver. Y haría bien en hacerlo, incluso si antes pesaba 170 quilos y venía bajando de peso. Porque ha sido el mantener una desigualdad elevada por mucho tiempo lo que provocó –junto a otros factores– que la sociedad chilena acumulara malestar hasta explotar. Igual que ocurre con la presión arterial; son fenómenos que corroen lentamente, hasta que, a veces, llega el día en que estallan.
Las consecuencias de una desigualdad elevada para la cohesión social, la estabilidad política y el crecimiento económico, constituyen problemas clásicos de las ciencias sociales. La literatura sobre ellos abunda y se ha multiplicado en las últimas dos décadas, especialmente después de 2008. Por lo que sabemos, las sociedades con elevada desigualdad funcionan mal en diversos ámbitos. Una mala distribución del ingreso es muchas veces –aunque no necesariamente– un obstáculo para el crecimiento económico y un corrosivo de la calidad institucional, factor que preocupa tanto a Paniagua como a mí. Por todo ello, suele alimentar un malestar social que puede derivar en estallido. Si ello ocurrirá o no, o cuándo, no lo podemos prever. Pero es difícil negarlo cuando ha ocurrido
La desigualdad aliena a las élites dirigentes y les torna ciegas, muchas veces, a las dinámicas fundamentales de la sociedad en la que viven. Dicha ceguera puede hacer que un ministro, que solo ha conocido privilegios, eche leña al fuego al decirle a sus compatriotas que deben levantarse más temprano para tomar el Metro e ir a trabajar. O a otro, reconocer que sus planes para combatir la pandemia fracasaron porque ignoraba las condiciones en que se vive fuera del sector oriente de Santiago.
Paniagua insiste en que no puede estar detrás del estallido porque se ha venido reduciendo. Como ya mencioné, el problema está en el nivel, no la tendencia de leve y lenta mejoría. Como ha mostrado el PNUD, en la Tabla 3 de su informe “Índices e indicadores de desarrollo humano. Actualización estadística de 2018”, en al año anterior al estallido, Chile se encontraba entre los veinte países más desiguales de una muestra de 150. Que en ese grupo estuviera acompañado por otros latinoamericanos, como Brasil o Colombia, no creo que suponga ningún consuelo.
Algo en lo que Paniagua y yo coincidimos es en la precariedad en que se encuentra la clase media chilena. El tema es que esta es consecuencia, entre otros factores, de una distribución que la castiga especialmente, empobreciéndola. Ello por una razón muy simple: dado cualquier nivel de ingreso, una mayor concentración en la cúspide supone menos para el resto.
Este fenómeno se documenta en el cuadro 1, donde muestro los resultados de un ejercicio presentado en el gráfico 37 de mi libro. Aunque ya tiene algunos años, la imagen general que brinda permanece vigente. Allí se observa que, si bien en 2011 el ingreso medio en Chile era un 12% mayor al de Uruguay, al tratarse de un país más desigual, el 60% de chilenos de sectores medios (deciles 3 a 8) vivían con ingresos inferiores a sus pares uruguayos. Porque la mayor riqueza del país se concentra enteramente en la cúspide. Peor aún, con un menor ingreso, debían –y aún deben– endeudarse para pagar por servicios que, como la educación universitaria, en Uruguay y otras partes se sufragan mediante impuestos. Y dejemos algo claro: mi país está lejos de constituir una utopía igualitaria. De hecho, como el resto del continente, presenta una desigualdad elevada en términos internacionales, solo que no tan extrema como Chile.
Según surge de sus columnas, Paniagua está preocupado por su país y teme que el proceso constituyente cambie cosas que él cree que funcionan bien, dejando intactas las que piensa que habría que cambiar, afectando con ello al crecimiento económico de largo plazo. También cree que el conocimiento experto tiene cosas para aportar en este proceso. Le preocupa la ignorancia. Yo comparto todas estas preocupaciones (incluida la del crecimiento sin el cual, dicho sea de paso, reducir la desigualdad se hace mucho más difícil). Pero además tengo otra, que no sé si él comparte: me preocupa la ignorancia de las élites.
La verdad es que la ignorancia y ceguera de empresarios, políticos y tecnócratas, es mucho más peligrosa que la del resto de la población. Hace más de medio siglo, Aníbal Pinto señalaba que las élites chilenas se distinguían de las latinoamericanas por su capacidad para percibir la necesidad de adaptarse y hacerlo cuando era necesario cambiar. Pero, si alguna vez tuvieron esa lucidez, el proceso de las últimas décadas muestra que la han perdido.
Durante años, desde la academia, organismos internacionales y medios periodísticos –como este y otros–, se ha venido insistiendo en que la desigualdad era un problema. Que el abuso era un problema. Que el maltrato era un problema. Que las magras pensiones eran un problema. Que la desigualdad en el acceso a la salud era un problema. Que el agotamiento de los recursos naturales y la destrucción del medio ambiente eran un problema. Que la Constitución vigente, ilegítima por su origen, era un problema. Que los mecanismos corruptos que han permitido a las élites económicas influir en el diseño de políticas –y hasta en la legislación– eran un problema. Que continuar con un estilo de crecimiento económico que se sustenta en todo eso era un problema. Que, a la larga, el hundimiento del barco también afectaría a los que viajan en primera clase.
Era un diagnóstico que no les convenía y se negaron a escucharlo. Creían que Chile iba bien, porque ellos iban bien. Mientras tanto, se enriquecían gracias a los mecanismos que agobian a la mayoría de sus compatriotas. Pero no se puede tapar el sol con la mano, aunque esté llena de billetes.
Se trata de un problema histórico clásico: las revoluciones ocurren, entre otras cosas, porque quienes integran la clase dominante se resisten a introducir cambios cuando consideran –muchas veces con razón– que reducirán sus privilegios. Y para convencerse de que tienen razón, solo oyen a quienes dicen lo que quieren escuchar. Lo extraordinario es que, con todo lo que ha pasado, muchos mantengan esa actitud.
Nada garantiza que el proceso constituyente conduzca a un país mejor que el actual. Las coyunturas críticas tienen eso: sus resultados son impredecibles. La ceguera e ignorancia de las élites, su incapacidad para comprender alguno de los problemas fundamentales del país en que viven –como los efectos de la desigualdad–, alimenta esa incertidumbre. El hecho de que Cecilia Morel, quien fue capaz de reconocer que debían “disminuir sus privilegios y compartir con los demás”, sea más perspicaz que Carlos Peña, es un dato poco alentador.