Una de las tareas más importantes de la Convención Constitucional es definir cómo se distribuirá el poder político. El presidencialismo chileno nuevamente será puesto en el banquillo de los acusados y sobre él se cargarán todos los males de la sociedad chilena. Sin embargo, esta forma de plantear la discusión me parece injusta y desequilibrada. Injusta, por no reconocer el aprendizaje político que ha tenido nuestro régimen político; y, desequilibrada, porque asume otras formas de gobierno ajenas a nuestra historia sin hacerse cargo de los problemas que arrastran otros sistemas, como el semipresidencial o parlamentario. Por esta razón, sugiero más bien abordar este debate bajo un enfoque que ponga atención en la (des)concentración de poder.
Siguiendo a Alexis de Tocqueville, en su clásico texto La Democracia en América (1835), una de las principales amenazas de las sociedades democráticas es la concentración de poder. Su problema no era con el presidencialismo propiamente tal, ya que la “autoridad legislativa” también puede ser una amenaza, tal como lo advierten en “El Federalista”, sugiriendo un sistema de frenos y contrapesos. El problema de fondo de las democracias sería levantar un poder único y central que dirija a todos los ciudadanos.
Según Tocqueville, en las sociedades democráticas se engrandece un deseo de igualdad, el que originaría un rechazo natural a todo tipo de organizaciones políticas intermedias, las cuales eran propias del Antiguo Régimen. Así, pues, toda interferencia entre el ciudadano y el poder central sería visto con sospecha, porque representa un signo de distinción. El riesgo estaría en que las sociedades, en su anhelo por la igualdad, no dejarían ningún poder intermedio en pie capaz de contraponerse al poder central, quedando sujetas finalmente a su absoluto arbitrio.
Esta importante advertencia de la concentración de poder debe ser actualizada e incorporada al debate actual en el que estamos obligados a repensar nuestro orden constitucional. De acuerdo con Gerring et al. (2018), la concentración de poder tiene su polo máximo cuando un individuo o grupo son los tomadores de decisión, mientras la dispersión se logra cuando existe mayor número de actores con veto y limitaciones al ejercicio del poder. Pensar la cuestión de esta forma obliga a ver el problema en una dimensión horizontal, la que se refiere a la dispersión y concentración en el mismo nivel político (por ejemplo, Ejecutivo/Legislativo); y otra, vertical, que se centra en diseños institucionales asociados a los federalismos y los procesos de descentralización política, fiscal y administrativa.
Ahora, partamos por examinar, superficialmente, la dimensión horizontal del sistema político chileno. A la tradicional división de poderes, se han sumado otros que contrapesan o restringen las facultades del Presidente. Pensemos en la Contraloría General de la República, el Banco Central (BC), el Tribunal Constitucional (TC) y se podría incorporar el Consejo para la Transparencia (CPLT). Hasta este nivel se observa una buena desconcentración, muchos actores con veto, muy lejos de las “democracias delegativas” definidas por O’Donnell (1994), en que la rendición de cuentas horizontal es casi inexistente o considerada nociva por el líder de turno.
Pero las instituciones pueden ser una simple cáscara o “insignificantes” (Brink et al., 2019). De ahí la importancia de la autonomía y de los recursos que tengan para ejercer el rol para el que fueron mandatadas. Por ejemplo, la Contraloría desde su fundación (1927) ha disfrutado de buena salud institucional, adquiriendo incluso rango constitucional (1943), tiene un poder fiscalizador y, como misión, el resguardo del principio de legalidad. Trabajo muy silencioso, pero fundamental para controlar las amenazas de un poder presidencial avasallante. Historia muy distinta ha tenido el TC y tal vez su principal cuestionamiento el día hoy es precisamente la falta de autonomía en su conformación, pero su misión es clave para evitar la concentración de poder, ya que dirime los posibles conflictos entre los poderes más amenazantes del orden político: el Ejecutivo y Legislativo. Ante la amenaza de la centralización de poder, la Convención debería pensar cómo reforzar esta importante institución.
Las diferentes trayectorias de la Contraloría y el TC sirven para pensar respecto al BC y CPLT en el orden constitucional, organismos con otra misión, pero que desconcentran o constriñen el poder. El BC ha demostrado ser una institución eficiente, al contribuir a una política económica estable. No obstante, no siempre fue así. Por el contrario, desde su fundación (1925), constantemente debió enfrentar las arremetidas del poder presidencial y el Congreso, a través de su intervención en los directorios o con legislación que cercenaba constantemente sus facultades u objetivos (Carrasco, 2009). En consecuencia, el nivel de autonomía es clave para que sean actores de veto reales y no instituciones insignificantes.
En la dimensión vertical el escenario es completamente distinto. El otorgamiento de facultades políticas, administrativas y fiscales a los gobiernos subnacionales ha tenido avances, pero han sido muy tímidos a nivel municipal y de gobierno regional. Desde el retorno a la democracia se perfeccionaron los mecanismos de elección de nuestras autoridades municipales y gobiernos regionales (GORE). Se han otorgado algunas facultades administrativas y se ha dispuesto el manejo de algunos recursos a través Fondo Común Municipal o Fondo Nacional de Desarrollo Regional. Recién se ha celebrado en el país la elección del “gobernador”, una autoridad regional aprobada con mucha dificultad y con limitados poderes. Egon Montecinos (2020) nos ha dado luces de las limitaciones y eventuales problemas del nuevo paisaje político regional.
En el nivel vertical se percibe una tarea pendiente, la cual debemos pensar muy bien, porque no tenemos mucha experiencia en esto. No se trata de caer en el buenismo de pensar que toda descentralización es buena por sí misma, hay claramente amenazas porque la concentración de poder también se puede dar a nivel regional o local, estableciéndose lógicas de cooperación o conflicto (Dosek y Varetto, 2020). En la actualidad, sugiere Emilio Moya (2017), ya es posible observar en zonas de baja estatalidad relaciones de tipo clientelar y de corrupción a nivel de gobiernos locales. En consecuencia, la inexistencia de instituciones de rendición de cuentas, que desconcentren o restrinjan el poder a nivel local, debe estar a la vista cuando se examine el tema de la descentralización.
En definitiva, la (des)concentración de poder puede ser un enfoque más interesante para pensar nuestro nuevo orden constitucional, más que explorar o vitrinear otras formas de régimenes políticos (por ejemplo, semipresidencialismo o parlamentarismo). Los cambios de régimen político tienen un alto costo, al desechar toda una experiencia histórica acumulada, además sin ninguna garantía de éxito.
Con todo, más vale examinar los niveles de (des)concentración de poder que hoy existen en nuestro régimen político y ahí recién evaluar dónde hacer las reformas. Los pendientes claramente están más bien a nivel vertical que horizontal.