Es evidente que los más graves y urgentes problemas de nuestro tiempo no se pueden enfrentar con medidas a escala nacional. La actual pandemia mundial es solo la manifestación extrema de esta constatación, que nos hace sentir en carne propia, y cada día de cuarentena, que las causas y soluciones a nuestra situación exceden a lo que se pueda hacer dentro de nuestras fronteras. Los ejemplos se extienden a múltiples campos: desde el calentamiento global, las medidas humanitarias ligadas a los flujos migratorios, la cohesión social ante las crisis financieras, los problemas de seguridad informática, la amenaza del terrorismo, y en general al mantenimiento de la paz y el respeto a los Derechos Humanos. La forma como se han tratado de enfrentar estos y muchos otros asuntos, colocando al Estado nacional a cargo de las respuestas fundamentales, no logra estar a la altura de los desafíos, y mantener este paradigma solo augura un fracaso fatal y colectivo.
Por esta razón las propuestas actuales apuntan a las articulaciones multilaterales internacionales, en perspectiva cosmopolita. Y algunos anuncios recientes muestran que este debate avanza a pasos acelerados.
La secretaria del Tesoro de EE.UU., Janet L. Yellen, propuso en abril pasado crear un impuesto global sobre las rentas generadas por las multinacionales. Se trataría de establecer un impuesto mínimo global único con una tasa del 21%, que buscaría limitar la competencia fiscal internacional para que las multinacionales no puedan beneficiarse de paraísos fiscales y territorios de baja tributación. Esta propuesta es compartida en lo sustancial por la Unión Europea, que desde hace años intenta una armonización fiscal dentro de sus países miembros. En la misma línea, Washington ha planteado abiertamente la exención temporal del acuerdo TRIPS, liberando las patentes de las vacunas contra el COVID-19 para que la propiedad intelectual no sea un obstáculo para su acceso equitativo y universal.
Los ejemplos de medidas o acuerdos similares abundan en la actualidad. Todo indica que se está gestando un momento propicio para un enfoque cosmopolita ante los problemas que tradicionalmente hemos enfrentado dentro de los límites nacionales, retomando los debates olvidados de la UNCTAD, que ya en los años setenta, en el edificio que hoy ocupa el GAM, propuso una Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados, que prefigura lo mismo que hoy propone Joe Biden.
En este clima de opinión, cabe situar la última publicación de la filósofa Adela Cortina, titulada “Ética cosmopolita, una apuesta por la cordura en tiempos de pandemia”. Este aporte, de una de las filósofas más destacadas de la actualidad, fundamenta y contextualiza una tradición que posee larga historia, y poca comprensión de su centralidad filosófica. El cosmopolitismo es la afirmación simple y directa de la unicidad y universalidad de la especie humana, frente a los particularismos, tribalismos, nacionalismos xenófobos, y ante la inhumanidad como propuesta política de los Bolsonaro, Trump, Orban o Duque. La tradición cosmopolitita apuesta por una ciudadanía sin fronteras ni discriminaciones.
Los primeros que la teorizaron fueron los estoicos, que se declararon abiertamente “ciudadanos del mundo” (kosmopolitês), significado que luego fue adquiriendo varios sentidos en la historia. Para el humanismo de raíz cristiana supuso un sentido moral, como defensa de la dignidad humana y valor supremo, que considera al ser humano como fin en sí mismo.
Desde la ilustración kantiana esta afirmación adquirió una acepción jurídica, en referencia a la necesidad de un sistema universal de derechos humanos que se pueda consagrar en algo parecido a una Constitución Universal. Desde 1948, la Declaración Universal de los DDHH ha buscado cumplir este papel, pero de forma inacabada e incompleta, en la medida en que no ha conseguido culminar con un sistema regido por tribunales con amplia jurisdicción internacional, aunque se han generado avances sustantivos por medio de convenciones y convenios internacionales que tienen rango constitucional.
Y en un tercer sentido, se fue generando un cosmopolitismo político, que apunta a la necesidad de órganos de gobierno cosmopolita e instituciones internacionales con capacidad de coacción, donde Naciones Unidas tiene el rol de abrir camino hacia una gobernanza democrática, a escala planetaria.
La resistencia a este proceso ha sido la obcecada defensa de una idea de la soberanía absoluta de los Estados, que cada vez se ha mostrado más inoperante de acuerdo con las realidades que la sociedad demanda. El temor de los nacionalistas, de distinto signo, apunta a la creación de una república universal, en la cual desaparezcan las entidades estatales bajo lógicas colonialistas. Para los tradicionalistas y conservadores, el miedo apela a un cosmopolitismo cultural que diluya las singularidades religiosas, las costumbres y los talentes específicos de los pueblos. También se confunde este proceso con la “globalización realmente existente”, que lejos de articular un derecho cosmopolita, lo que hace es desarticular los marcos regulatorios globales de cara al mercado autorregulado como norma suprema.
La justa crítica a la globalización neoliberal no siempre ha permitido ver que es posible y necesaria una mundialización de los derechos y las libertades, bajo un marco político igualitario y democrático.
Pensar el cosmopolitismo como propuesta política es fundamental, ya que aferrarse a salvar la propia parcela nacional, a costa de olvidar el resto del mundo, es simplemente absurdo. Tan inútil como pretender una vacunación masiva en el propio país, mientras en los estados vecinos la pandemia siga masificándose y generando nuevas cepas y variantes. O evadir el dilema del gobierno de internet, olvidando nuestra total dependencia de esa red, sin la cual sería imposible mantener la productividad y los intercambios en este momento. O negar el carácter apremiante del cambio climático, que no reconoce límites geográficos, ni conoce de aduanas ni jurisdicciones estatales.
La propuesta de Adela Cortina apunta a un “cosmopolitismo arraigado”, donde la persona sea primeramente ciudadana de su comunidad, pero a la vez consiga sentirse ciudadana universal. Esta relación presupone un ejercicio ético, ya que las relaciones entre los países son abiertamente asimétricas y se debe trabajar por crear condiciones para unas relaciones internacionales más justas. Pero en lo central, apunta a reconocer la absoluta interdependencia entre los Estados y, sobre todo, entre quienes habitamos este único y singular planeta azul, fuera del cual no podríamos pervivir ni siquiera un instante.