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La bancada mestiza: por fin podríamos «ser» y autogobernarnos Opinión

La bancada mestiza: por fin podríamos «ser» y autogobernarnos

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Ziley Mora
Por : Ziley Mora Etnógrafo, educador, filósofo, escritor y consultor. Por más de tres décadas se ha dedicado a difundir las joyas de la alta cultura y filosofía mapuche, recolectadas a través de kimches, arrieros, lonkos y machis. Es autor de más de una veintena de libros vinculados a la cosmovisión, tradición oral, prácticas y espiritualidad de los antiguos mapuches del sur, entre ellos “Yerpún, el Libro Sagrado de la tierra del sur” y el diccionario “Zungun, palabras que brotan de la tierra”. Actualmente se dedica a la enseñanza de la Ontoescritura, un método autobiográfico para la transformación personal, inspirado en las prácticas terapéuticas de la machi.
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Aparte de asociarlo con los estereotipos de  pobreza y  violencia, ¿qué lleva al chileno medio –sobre todo si tiene algún pequeño recurso material- a sentirse superior o al menos a no identificarse con el pueblo originario? La respuesta es simple: la ignorancia de su condición mestiza. Esta viene de la manipulación que ha hecho la elite centralista detentora del poder por siglos. Sumémosle que el chileno nunca tuvo una definición identitaria propia, y las élites se construyeron a sí mismas en el poder, planteándose como una especie de casta más cercana a lo europeo. Lo grave que ese desconocimiento o esa negación ha tenido repercusiones profundas en cómo se ha construido el país en todo nivel, como en la enseñanza que se da a los niños al respecto. Sin la enseñanza del idioma mapuche o aymara en las escuelas visto como signo de barbarie, los poderes del Estado cultivaron el divorcio  del pueblo mestizo con su raíz, el abandono de la ética natural humana, el trastorno del equilibrio de la ecología de la mente, que de a poco -no sin previo aviso- se traspasó al paisaje,  de a poco se fue yendo del pueblo chileno cada vez más citadino. El alma popular dejó se cuidada y ya  no se alimentó más  con el silencioso viento del espíritu de una tradición propia. Nosotros, lo “patipelaos”, en doscientos once años, ni siquiera tuvimos el consuelo de una cosmovisión propia que pudiera refugiarnos de los dolores de la vida. Ya antes de llegar al “Nuevo Mundo”, la Iglesia Católica había sucumbido por su ambigüedad y sus compromisos con los poderes globales. Porque también –al descalificar de cuajo y dogmáticamente las visiones espirituales de la cosmovisión mapuche- aspiraba a “religión de Estado”, al manejo del poder temporal, político, material y de este mundo. Hacía algunos siglos que ya lo había conseguido en Europa. Y lo hacía no para corregir los males ni imponer la justicia profética (adelantar el Reino de Dios en la ciudad de la tierra), sino para pecar y perdonar el pecado, para empatar con la civilización, contemporizar y capitular una y otra vez con “los reyes injustos”. Desechando de cuajo la teología de la liberación, la Iglesia en Chile y en Latinoamérica, no quiso “bajar a los crucificados de la cruz”, tampoco quiso dejarse invadir por el Espíritu Santo renovador, atenta a los signos de los tiempos para convertirse en “el cielo y la tierra nuevos”, ese refugio concreto que tanto necesitaban los pobres de este mundo.

Lo cierto es que el 95 % de los chilenos somos mestizos. De Pedro de Valdivia a la fecha, cada uno de nosotros tiene en sus genes alrededor de 65.336 personas que vivieron antes que nosotros. Y entre esos, mayoritariamente ancestros mapuche, pewenche, williche, diaguita, aymara, kunza, afrodescendientes, etc. El mestizaje, al decir de Gabriel Salazar, no tuvo espacio propio en este territorio. Los españoles los negaron y los mapuche los rechazaron. El grueso de la “rotada”, quedamos a la buena de Dios, sin raíces, sin historia, sin derechos. Es el momento, en esta Constitución, que comencemos a reconocer el doble tributo del que se nos privó. Somos los chicos desamparados de la sociedad. Personas sin sombras. En el pasado despreciados y explotados. Pero, sobrevivimos.

Históricamente, el pueblo mestizo sin tierras y apenas alfabetizado, nunca fue visto ni menos reconocido o asumido. Y menos su tejido y fondo cultural, ese que en la colonia tenían los «huachos», esos que festejaban la «Cruz de Mayo» con una gran minga y jugando el ancestral linao o el palin. Se prohibieron sus fiestas (kawin) y sus deportes nativos: promovían el desorden. Y así es que Chile pronto se volvió más gris siendo el único país de América Latina sin carnavales. Nadie trabajó para la primera necesidad de ellos: la necesidad espiritual de identidad. Simplemente se les arrebató su substancia singular, porque para el gobernante criollo —que tampoco aceptaba su propia morenidad— solo importaba el aguante de sus hombros, de sus brazos y de sus caderas: gentuza necesaria para la mera servidumbre y para el trabajo duro de la mina, la fábrica o el arreglo de la calzada. No le quedó otra opción que someterse a sus patrones, al inquilinaje; o al bandidaje, aspecto muy documentado por historiadores como el mismo Salazar y Pinto. Nuestros destinos se definieron cuando Chile determinó ser  europeo, de espaldas a la sabiduría indígena, mirándola por sobre el hombro, ridiculizándola en «folclore pintoresco», no queriendo ver en ella la gran reserva de dignidad que venía cultivando sobre este suelo la tradición autóctona. En algún momento de la primera Constitución de Portales (1833), redactada por el bando aristocrático-conservador que anuló toda idea liberal, se estableció la negación total del componente indígena chileno. Se negó la matria aborigen y sólo se aceptó la patria española. Y luego las leyes y otras constituciones terminaron de invisibilizarlo hasta nuestros días.

Desde la época de la encomienda, se gesta la unión de la productivista y soberbia mente europea y el forzado brazo nativo para crear una nueva amalgama de “raza”: el pueblo chileno mestizo. El desarrollo del mestizaje fue rápido. El soldado español y luego el hacendado, se ayuntaba con cuanta mujer pikunche, williche o mapuche encontraba a mano. No fue distinto entre los mapuche. Este solicitaba a la mujer española o mestiza con gran avidez, tras los malones conducían a las cautivas a su territorio y engendraban en ellas cuántos hijos podían. Sólo las devolvían voluntariamente cuando eran estériles, o bien, después de la maternidad…

La crisis de gobernabilidad y la incapacidad institucional de procesar los conflictos que hace dos años hizo reventar la ira ciudadana acumulada,  ha llevado a Chile a una encrucijada mayor en sus 211 años de historia como nación. Su aspiración a ser el “jardín del Edén” material del nuevo mundo, lo ha conducido más bien al “jardín de los senderos que se bifurcan”. Un sendero se hizo insostenible: la imposibilidad de crear la civilización del egoísmo del capital. Antes (1973), ya se había verificado la imposibilidad del otro sendero, el de la civilización marxista, el colectivismo ateo-racionalista. Con todo, a ambas las une un grosero materialismo, consumidor y depredador de las riquezas del ecosistema. Porque en definitiva, se trata de una suerte de “religiones minerales, sin dioses ni Dios, de un planeta de plomo, en el vértice del Kali Yuga, la época más obscura de la tierra”, diagnosticaba, adelantándose, hace 40 años un lúcido visionario. Desenmascarado el modelo bipolar de “adoración del becerro de oro”, Chile se enfrenta ahora revertir la historiasubvertirla y lanzarla en otra dirección; sanar la civilización enferma, si es que desea evitar un desenlace fatídico y fatal. Pero a diferencia de lo que ocurrió con el vandalismo del metro, lo que nos brinda la nueva Constitución no es la alternativa de destruir, sino la de deconstruir, que es muy distinto. Es la posibilidad de echar las bases de un buen vivir acorde con el ecosistema primigenio que nos heredó el destino, nuestra pródiga naturaleza. Deconstruir es abrir el aparecer, permitir que el ser real de nosotros los mestizos chilenos, aparezcamos presente, visibilizarnos. Por consiguiente, deconstruir no es ni destrucción ni menos negación; es por el contrario, construcción de un aparecer que por siglos estaba oculto mañosamente marginado del bien público. Y en la nueva Constitución ese gesto de afirmación, ese “sí” originario, es “restaurar el don de nuestra identidad mestiza”, como tan bien lo definiera nuestra constituyente penquista Amaya Alvez, mestiza ella también como todos.

¿Cómo recuperarnos del terremoto de la confianza y la sospecha mortal que sufren las instituciones, nuestros líderes, los gobiernos, parlamentos, jueces,  iglesias, etc.? Para rearmar las premisas de una nueva cultura y estructura el espíritu de una nueva Constitución, ¿de dónde sacar la fuerza y la inspiración, los consejos y el saber? Respondemos que de abajo, volviendo a la raíz, volviendo al antiguo kümun (“sabiduría”) de esta mapu, la reserva de sentido original de esta tierra. Vale decir, se trata de reaprender con la sabiduría del az mapu mapuche, de la “costumbre de la tierra”, de ese código eco-moral y social del territorio madre que por milenios guió la conducta de nuestros antepasados. Por eso hoy, abrigamos la esperanza real que la parte originaria de nosotros vibrará  al  reencontrarnos con nuestros ancestros, nuestros hermanos. Ya podemos corregir la idea de nación chilena; tenemos que idear un nuevo país lleno de parientes cercanos, porque este plan aún no existe. Más que una familia plurinacional de ciudadanos, hemos sido una finca, un fundo asolado por una casta comercial y exportadora que se ha reproducido por más de doscientos años. A ese 1 %, al menos hoy le corresponde humildad.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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