Es ya de sentido común la afirmación que las violaciones a los derechos humanos son condenables en cualquier país, lugar y contexto en que se produzcan, pues el valor de la vida y la libertad, está por sobre toda consideración política, cultural y social. El problema surge al aplicar este principio.
Los derechos humanos deben ser sobre todo una base ética de realización de la política, pues es desde la acción del Estado que pueden ser violados, tanto por los agentes del mismo, por su acción u omisión, negligencia o tolerancia, como por aquellas instituciones que el Estado tiene la responsabilidad de controlar o fiscalizar (empresas e instituciones privadas de interés público, por ej).
Las y los chilenos aprendimos en carne propia lo que es vivir en una sociedad en que los derechos fundamentales son violados de manera sistemática por una dictadura cívico militar, que anuló toda independencia de los órganos del Estado. Pero, también hemos aprendido, que en democracia estos derechos pueden ser violados de manera grave, masiva y generalizada como lo indican recientemente los hechos, sus cifras e informes de múltiples organismos nacionales e internacionales.
Un breve repaso por las democracias latinoamericanas indica que los derechos humanos viven una situación preocupante. SI se consideran solo tres casos actuales, se pueden sacar algunas lecciones útiles para el país.
Los gobiernos electos de Colombia y Nicaragua, en su ejercicio, han utilizado la represión violenta que ha devenido en desapariciones, asesinatos, arrestos arbitrarios y un clima de terror contra la población según los antecedentes proporcionados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y Amnistía Internacional. Es decir, la legitimidad de la elección de los gobernantes-en algunos casos discutible- no es garantía por sí sola de respeto a los derechos humanos fundamentales.
Si a lo anterior se suma lo ocurrido en Bolivia con la destitución de Evo Morales y lo que está ocurriendo en Perú, con los intentos jurídicos de la candidata derrotada en las urnas Keiko Fujimori, de desconocer el triunfo con artimañas similares a las utilizadas por Donald Trump, podemos concluir que la democracia está sufriendo una embestida en la región y con ello hay un deterioro de los derechos humanos de la población.
El argumento de la conspiración extranjera o del narco, para explicar la irrupción de amplias mayorías sociales en protesta, en diversos países de Latinoamérica, solo debilita la democracia. Impide leer e interpretar el descontento social hacia la corrupción y las políticas implementadas, que han permitido el crecimiento de la desigualdad, de la discriminación por ingresos y la destrucción de territorios habitados generalmente por pueblos que ya habían sido arrinconados en siglos anteriores por la “modernización” de las nuevas repúblicas.
Las democracias limitadas, imperfectas o solo formales, se han mostrado incapaces o insuficientes para asegurar el bienestar de la población y tampoco han logrado proteger con eficacia los derechos humanos.
La democracia, que es el mejor régimen político para respetar los derechos humanos, no puede quedar limitada a su expresión electoral periódica, si se busca protegerlos y promoverlos. Se requiere entenderla como un proceso de participación popular en distintas esferas, con mecanismos de control sobre las instituciones democráticas y con un sistema institucional de derechos humanos claramente autónomo y con estándares internacionalmente reconocidos.
Los derechos humanos son una conquista de décadas de luchas sociales, que pueden ser debilitados o fortalecidos, sufrir retrocesos o avances, de allí su carácter histórico. En este sentido, aunque doctrinariamente no son reversibles y más bien son progresivos, están sometidos a la realidad política, quedando condicionado su respeto a factores de poder social y político. Por ello, solo se pueden garantizar, si se tiene el poder de hacerlo, poder que radica en la responsabilidad de los sujetos sociales y las instituciones que se construyen en una convivencia democrática. De otra forma, solo se vive una “falacia garantista” en la Constitución y las leyes.
De lo anterior se desprende que, si bien las dictaduras solo se sostienen mediante las violaciones a los derechos humanos, los regímenes democráticos no están indemnes a estos métodos utilizados por las autoridades. Sea Nicaragua, cuyo régimen democrático provino de una lucha antidictatorial derivando en un nuevo régimen dictatorial -con su discurso ideológico para justificar las violaciones a los derechos humanos-, o Colombia, que, sin pasar por una dictadura, ocupa el discurso ideológico de la democracia para liquidar a sus opositores, es claro que la supervigilancia del respeto a los derechos humanos debe darse sin discriminar el tipo de régimen político y debe hacerse desde una sociedad civil valorada, una institucionalidad autónoma del poder ejecutivo y un sistema internacional de derechos humanos con capacidad de seguimiento.
Chile no escapa de esta situación. Un gobernante que votó No en el plebiscito de 1988 no fue garantía de que en un régimen democrático no violaría los derechos humanos de forma sistemática y masiva.