La nueva Constitución, punto de llegada del actual proceso en curso, será a la vez un punto de partida. El punto de partida para que las políticas públicas de los futuros gobiernos, las leyes de los futuros parlamentos, las resoluciones de las futuras autoridades administrativas en sus niveles nacional, regional y local, y las futuras decisiones de los jueces se ajusten a los nuevos preceptos constitucionales y los desarrollen con lealtad, prontitud y eficacia.
Independiente de todas maneras, en cuanto tiene una identidad propia y distinta de los demás órganos del Estado, ninguno de los cuales, más allá de las reglas ya dadas para su formación, integración, elección de sus miembros y tarea de estos, puede inmiscuirse en el funcionamiento de la Convención, ni desconocer ni obstaculizar la tarea que le fue encomendada. Es efectivo que tanto el Poder Legislativo como la Presidencia de la República han tenido intervención en el actual proceso constituyente: el primero abriéndolo y dándole forma institucional, y la segunda cumpliendo los deberes que esa forma institucional le impuso, como, por ejemplo, determinar la fecha y lugar en que la Convención Constitucional deberá ser instalada, y, además, proveer todo lo necesario para el funcionamiento de ella.
En consecuencia, aquí no se trata de protagonismos de uno u otro poder del Estado, de ellos sobre la Convención, o de esta sobre tales poderes, sino de que cada cual haga lo que tenga que hacer y ejerza sus competencias y cumpla también sus deberes dentro del proceso en que nos encontramos. “Cada palo con su vela”, podría decirse, para que la embarcación avance bien y segura. Y en cuanto al Poder Judicial, la Corte Suprema de Justicia, independiente de la Convención y esta de aquella, será no obstante la instancia de reclamación en caso de que, con ocasión de su trabajo, la Convención incurriera en algún error o falta de procedimiento.
Así es cómo se articulan las instituciones en democracia, ninguna de las cuales puede pretender hegemonía sobre las restantes. El Gobierno, la administración del Estado, el Congreso Nacional, los Tribunales de Justicia, están –por así decirlo– a cargo del presente, de la contingencia, mientras que la Convención lo estará del futuro, ni más ni menos que del futuro constitucional del país, sin perjuicio de que sus integrantes, individualmente considerados o en los grupos que formen, puedan emitir juicios críticos o laudatorios respecto de cómo se gobierna, administra, legisla o ejerce en Chile la función jurisdiccional.
La contingencia, más aún en medio de una gravísima pandemia, es siempre importante, pero lo que hizo el país al votar muy mayoritariamente por el Apruebo fue esto: dejó un ojo puesto en la contingencia, pero levantó el otro más allá de esta, muchos más allá, y se fijó una meta futura y más alta, más noble también: estudiar, debatir, concordar, redactar, proponer y plebiscitar una nueva Constitución para la República de Chile, y lo que es del caso evitar es que esa parte de la vista que se alzó sobre la contingencia vuelva sobre esta y deje de poner atención a esa meta futura y más alta.
Nadie está pidiendo que los futuros constituyentes se encierren en una suerte de campana de cristal y se aíslen completamente del presente. Lo que se pide y espera es que, ante todo, cumplan su tarea dentro del plazo que tienen para ello, puesto que, si no la cumpliéramos, la responsabilidad no será sino de nosotros mismos. Si no terminamos proponiendo al país un nuevo texto constitucional, ¿a quién podríamos culpar? ¿Al actual Gobierno o al que se instalará en marzo de 2022? ¿Al actual Congreso Nacional o al que habrá en ese otro momento? ¿A los partidos políticos? ¿A la izquierda? ¿A la derecha? ¿Al centro? ¿A los ciudadanos? ¿A los medios de comunicación? ¿A alguna conspiración internacional?
[cita tipo=»destaque»]La Convención no aprobará una nueva Constitución, puesto que no es soberana, sino que, una vez concordada y redactada por ella, la propondrá al pueblo para que sea este, como único titular de la soberanía, el que la apruebe o rechace.[/cita]
Con ser independiente, la Convención no por ello deja de ser también interdependiente, al menos en algunos sentidos: interdependiente con la Presidencia de la República, la cual debe prestarle el apoyo técnico, administrativo y financiero para su instalación y funcionamiento, e interdependiente con el Poder Judicial, cuya Corte Suprema será instancia de conocimiento de reclamaciones por infracciones a las reglas de procedimiento aplicables a la Convención. Interdependiente la Convención, además, en el sentido de que actuará acompañada por la ciudadanía, a la que abrirá distintos espacios y modalidades de participación.
Si autonomía significa sujeción al querer propio, y no al querer de otro ajeno a uno mismo, la Convención es autónoma para llevar adelante su trabajo y terminar proponiendo una nueva Constitución al país. Una autonomía muy amplia –por ejemplo, para aprobar su reglamento y, más tarde, los contenidos de la nueva Carta Magna–, mas no absoluta, puesto que hay reglas previas que la Convención deberá observar en tal sentido y que solo podría alterar aquel que las estableció, a saber, el Congreso Nacional y la Presidencia de la República, actuando para ello como colegisladores en las tres reformas constitucionales que dieron lugar al proceso que nos encontramos viviendo.
Y si por soberanía entendemos el poder político supremo dentro de una sociedad cualquiera, solo la tiene el pueblo, la nación, o las naciones que componen la sociedad, y, por tanto, esta última será la instancia que, sin perjuicio de participar en el desarrollo del trabajo de la Convención, tendrá al final la última palabra en cuanto a aprobación o rechazo de la nueva Carta Fundamental. La Convención no aprobará una nueva Constitución, puesto que no es soberana, sino que, una vez concordada y redactada por ella, la propondrá al pueblo para que sea este, como único titular de la soberanía, el que la apruebe o rechace.
La nueva Constitución, punto de llegada del actual proceso en curso, será a la vez un punto de partida. El punto de partida para que las políticas públicas de los futuros gobiernos, las leyes de los futuros parlamentos, las resoluciones de las futuras autoridades administrativas en sus niveles nacional, regional y local, y las futuras decisiones de los jueces se ajusten a los nuevos preceptos constitucionales y los desarrollen con lealtad, prontitud y eficacia.
El camino es largo, pero también único en la historia de Chile. El camino tiene que ver antes con el futuro que con el presente, pero ¿qué puede ser más importante que intervenir en el diseño del fututo? El camino no es fácil, pero optamos por transitarlo y superar las dificultades que se nos presenten.