No cabe ninguna duda de que, desde hace dos años, la palabra “dignidad” ha adquirido una importancia central en el debate público chileno. Probablemente se instalará como concepto central también en la próxima constitución y, de todas formas, seguirá marcando una época de cambio en Chile.
Como muy a menudo pasa con muchos conceptos, sin embargo, su uso exagerado tiende a hacer desaparecer el real significado que se esconde detrás de esta palabra. De hecho, el término “dignidad” es uno de los más indefinibles, pero, al mismo tiempo, esenciales e irrenunciables para dar fundamentación a los derechos humanos. Ni siquiera los más importantes tratados internacionales sobre los derechos humanos –como el del 1948– definen esta palabra, sino que se limitan a destacar que la dignidad es “inherente a todos los miembros de la familia humana”, quienes son “libres e iguales en dignidad y derechos”. Si bien no la definen, sin embargo destacan que la dignidad es inseparable de la condición humana: está relacionada con el mero hecho de ser un “ser humano”. Por lo tanto, no hay seres humanos sin dignidad.
Ahora bien, mientras que la palabra “dignidad” se grita –literalmente, “se grita”– por todos lados en Chile, por otro lado, se están empujando proyectos de ley que deliberadamente van en contra de dicha dignidad, inherente al ser humano. Piénsese en la ley de aborto libre. Allí se afirma que un ser humano –ya que el embrión o feto es un ser humano, y su biología lo demuestra irrefutablemente– vale menos que otro, quien puede libremente decidir sobre la vida de ese primero. Los argumentos feministas –que hacen de la palabra “dignidad” un término irrenunciable– sobre la “propiedad del cuerpo” por parte de la mujer y su primacía en la decisión sobre el “intruso”, reafirman lo dicho hasta ahora: si es cierto que todos los seres humanos tenemos la misma dignidad, hay algunos que tienen menos dignidad. Se podría seguir con la fertilización in vitro, en la que se descartan embriones “no aptos” debido a fines eugenésicos; o con la eutanasia, por la que se empuja a los pacientes más vulnerables a aceptar una salida barata para el estado, sin ofrecer alternativas viables.
Todo esto no es irrelevante, ya que no se refiere a “otros”, que no tienen nada que ver con nosotros. Esto se refiere a todos nosotros, en cuanto humanos, y a la sociedad que deseamos. La historia nos ha enseñado muy claramente cuáles son las consecuencias de esta “dignidad selectiva”, que descarta deliberadamente a algunos seres humanos: la deriva totalitaria. Si nuestra dignidad está sujeta al juicio de quien tiene más poder –la madre, la economía, los políticos o la calle– todos estamos en peligro.
Otra alternativa sería reafirmar que cada ser humano tiene dignidad, independientemente de su condición, pero, si esto es así, habría que renunciar al aborto o a la eutanasia. Habría que ver si un estado supuestamente liberal, en que la autonomía vale más que la dignidad, estaría dispuesto a dar este paso.