En más de un titular de prensa se enfatizó el domingo 18 que las primarias “partieron en Nueva Zelanda”. Por la diferencia horaria cuando aún estábamos en las cuatro de la tarde del sábado ya era domingo en aquel país oceánico y se abrían las mesas de votación en Wellington, la capital, y en Auckland, la gran ciudad puerto del país. Incluso un periódico nacional publicó una foto de ese hecho en portada. Hay todo un símbolo en eso. Hace 25 años atrás planteamos el concepto de “Nueva Zelanda, país vecino” y no fueron pocos los que nos miraban con ironía, recordando los más de 9 mil kilómetros que nos separan a través del Pacífico.
Sin embargo, estábamos seguros que esa interacción llegaría. Y ahora, cuando tenemos a una académica de origen mapuche presidiendo la Constituyente y más de algunas voces de derecha lo resisten, deberían poner a un lado sus miedos y buscar en la experiencia de Nueva Zelanda algunas luces que les orienten en este cambio donde estamos. A comienzo de los 80 se daban allá los primeros pasos, tras cruzar tensiones y enfrentamientos no menores.
Hoy vemos como la “haka”, esa danza guerrera maorí, es la expresión de los equipos de rugby, futbol u otros, donde se entremezclan los de origen europeo y los polinésicos en un solo orgullo nacional. No fue fácil lograrlo. Esa danza tuvo un lugar central en la lucha contra el racismo. Cada año los estudiantes de ingeniería en Auckland montaban una fiesta donde se disfrazaban parodiando aquella danza, pintando genitales masculinos en sus cuerpos y realizando gestos obscenos de contenido sexual. Los estudiantes maoríes reclamaban, pero las autoridades decían que aquello sólo era un poco de diversión. Hasta que, en 1979, el grupo He Taua, integrado por jóvenes militantes maoríes, dijo ¡basta! Se presentaron en la fiesta cuestionando su contenido racista y exigiendo el término de ella, lo cual derivó en un duro enfrentamiento. Varios jóvenes maoríes fueron detenidos y llevados a juicio, mientras la universidad y los medios de prensa se instalaron en el estereotipo de siempre: en la cultura maorí predomina la violencia y el delito. Pero el juicio contra los estudiantes maoríes, produjo un movimiento de protesta en el que por primera vez quedó en evidencia el racismo cultural e institucional entonces vigente en Nueva Zelanda. De allí en adelante, poco a poco, se avanzó en la interculturalidad en tanto los neozelandeses se preguntaban: ¿quiénes somos nosotros?
A mediados del 2020 el entonces ministro de Hacienda, Ignacio Briones, decía que Nueva Zelanda debiera ser nuestro modelo y muchos empresarios y dirigentes de derecha en Chile así lo piensan. Pero ese país hay que tomarlo en su totalidad. ¿Por qué? Porque – más allá de su economía abierta al mundo y su concepto de gerencia pública para administrar el Estado -, en medio siglo lograron dejar atrás las divisiones y el racismo; lo hicieron buscando las raíces donde el país podía asentar su identidad. Lo que ahora se vive en Chile, tras la elección de los constituyentes y la presencia de los pueblos originarios en esa instancia, tiene similitudes importantes con lo ocurrido en la historia de Nueva Zelanda. Allá y acá se han vivido muchas décadas de engaños y abusos. Pero allá, se encontró el camino donde tratar las demandas y la forma de hacer justicia: con inteligencia política se rescató el Tratado de Waitangi.
En febrero de 1840 los colonos ingleses que venían a asentarse llegaron a un acuerdo con las tribus amenazadas por el poder colonial francés. Estos firmaron un texto bajo la lógica de la protección de la Reina de Inglaterra, con versiones en inglés y en maorí, donde algunas palabras, como “propiedad” y “gobierno” no encontraron una traducción comprensible para los aborígenes. Fue buena la idea, pero hacia 1845 ya los maoríes dijeron: esto no vale, nos engañaron. Y empezaron 27 años de guerras y conflictos donde, al final, fueron derrotados. Casi al mismo tiempo, algo similar pasaba, por acá en la Araucanía. Y aunque los maoríes aportaron su presencia en las tropas que fueron a las guerras, donde la Nueva Zelandia colonia de la Gran Bretaña se veía envuelta, sólo lograban mínimos avances. Hasta que la realidad de hace medio siglo le dijo al poder neozelandés que había llegado el momento de hacer una gran inmersión en su propia historia.
Y fue de allí que se rescató el viejo pergamino del Tratado de Waitangi y se creó un tribunal especial con ese nombre. Esa sería la instancia donde acoger las demandas sobre apropiaciones de tierras, acceso especial a la pesca, respeto al idioma, educación con cultura propia. Y un acceso igualitario y de respeto ante las diversas tareas que el país se ha propuesto para ser moderno, democrático, innovador e integrado.
Hoy Nueva Zelanda lo conduce una talentosa mujer, Jacinda Ardern, que a los 37 años se convirtió en la jefa de gobierno más joven del mundo. El año próximo se cumplirán 50 años desde que Chile y Nueva Zelandia decidieran abrir sus respectivas embajadas en ambas capitales, Santiago y Wellington. La leche fue clave desde los primeros intercambios: sin el aporte neozelandés Allende no habría podido impulsar su “medio litro de leche” para cada niño chileno. Hoy ya más de 7.000 jóvenes chilenos han vivido allá bajo la experiencia del “working holiday”, los vuelos son directos y el acuerdo de Asociación de Economía Digital, junto a Singapur, creó un puente entre ambos países propio de los desafíos del siglo XXI.
Pero, junto con eso, hay otras realidades que dicen mucho en sus símbolos y también construyen puentes: aquí Elisa Loncón, profesora mapuche, preside la Convención Constituyente; allá, Nanaia Mahuta, maorí, es la primera mujer en ejercer como Ministra de Relaciones Exteriores de Nueva Zelanda. Signos de los tiempos. Nueva Zelanda, país vecino, nos dice como se construye un orgullo nacional compartido.
*Ex embajador en Nueva Zelanda