La muerte del párroco Fernando Karadima parece cerrar el caso más bullado de abusos sexuales que ha enfrentado la Iglesia Católica en Chile. A diferencia de otras situaciones, que han involucrado a clérigos de bajo perfil, en esta situación el ascendiente de Karadima sobre las élites chilenas confirió a este proceso una importancia inusitada. No sólo se estaba cuestionando a un sacerdote devenido en celebridad pública, sino que se estaba juzgando al fundador de una organización religiosa que alcanzó un enorme poder en el interior de la Iglesia chilena. Recordemos que la “Pía Unión Sacerdotal del Sagrado Corazón”, liderada por Karadima por más de treinta años, reunió a una cincuentena de sacerdotes que le consideraron su “padre espiritual”. Entre ellos se cuentan nada menos que cinco obispos: Andrés Arteaga, Horacio Valenzuela, Juan Barros, Tomislav Koljatic, y Felipe Bacarreza. Además, sus discípulos llegaron a copar buena parte de los altos cargos en la arquidiócesis de Santiago.
Durante años ese grupo se dedicó a perseguir y disolver las prácticas sociales y culturales que se desarrollaron al alero de la Iglesia chilena en los años en que obispos como el Cardenal Raúl Silva Henríquez abrieron las puertas de las parroquias al mundo popular. La llegada de un cura de “El Bosque” como párroco, o aún como obispo, suponía un giro absoluto en las pastorales del lugar. Las colonias de verano, los comités de allegados, los comedores y ollas comunes, las comunidades de base, los comprando juntos, los grupos de derechos humanos, los dispensarios, las radios comunitarias, todas estas prácticas desaparecieron de esos espacios. Las que pudieron, se refugiaron al alero de municipalidades o sobrevivieron en la autogestión. Pero este enorme capital social, acumulado como resistencia a la dictadura y que representaba una formidable alternativa a la exclusión y la anomia, se disolvió bajo la mirada de este tipo de clérigos. En su lugar se entronizó la cultura del narcotráfico, la desconfianza y la apatía. Por ese crimen social también deberían responder los hijos de Karadima.
¿Qué debería aprender el país en esta hora? En primer lugar, que es necesaria una legislación más clara e integral que permita la protección de niños, niñas y adolescentes ante el abuso sexual. Tal como sostiene Amnistía Internacional, la violación a menores debe catalogarse como un crimen de lesa humanidad, y debe procesarse de esa forma, impidiendo que vuelva a producirse que la verdad judicial se vea acompañada de la impunidad penal.
En segundo lugar, la sociedad civil debe identificar, evaluar y calificar a las instituciones y personas que han facilitado o encubierto estos crímenes. En primer lugar, cabe atribuir responsabilidad a los últimos tres arzobispos de Santiago: Carlos Oviedo Cavada, Francisco Javier Errázuriz Ossa y Ricardo Ezzatti. Los tres recibieron denuncias en contra de Karadima, que desestimaron de forma inexcusable. Pero evidentemente, Errázuriz Ossa es quien tiene mayor culpa, ya que durante su episcopado se produjeron las denuncias que se lograron probar judicialmente y que él eludió investigar canónicamente.
También tiene responsabilidad el círculo de empresarios y políticos que financiaron generosamente y durante años a Karadima y todo su clan. Ese enorme monto de dinero permitió la expansión del grupo intra-eclesial de El Bosque. Se trató de lazos de complicidad que fueron más allá de lo religioso. Karadima, hasta el momento de su caída, había logrado tejer una amplia red de influencias con el fin de “capturar” la arquidiócesis de Santiago y varias diócesis en regiones. Un círculo de poder que retroalimentaba de favores a sus mecenas, y que es probable que perdure hasta la actualidad.