«Cuídate» debe ser la palabra que más hemos escuchado y repetido, una y mil veces, a nuestros seres queridos. Y durante la pandemia ha estado aún más presente.
Lo cierto es que, aunque las últimas cifras parecen darnos un respiro, la pandemia producida por el COVID-19 está lejos de acabarse. Tampoco superaremos de la noche a la mañana la profunda crisis social ni las necesidades económicas de miles y millones de personas que viven en nuestro país. Especialistas de todas las áreas nos han repetido una y otra vez que “tendremos que aprender a vivir de una manera diferente”, y que la vida a la que nos habíamos acostumbrado difícilmente volverá.
En este contexto, los seres humanos hemos aprendido a relacionarnos de forma distinta. El COVID-19 ha limitado nuestras libertades y, en muchos sentidos, nos ha inmovilizado. Pero también nos ha permitido ver con más claridad que nunca la importancia de ciertos roles y actividades fundamentales, sin las cuales la sociedad no puede seguir avanzando. Frente a nuestros ojos ha aparecido, muy claramente, la importancia de contar con una red de apoyos y cuidados en la que confiemos. Una red que, en lugar de inmovilizarnos, nos movilice. Ese es el rol del cuidado.
La pandemia ha puesto en jaque la red de cuidados con la que, de una u otra forma, contábamos hasta ahora. La mayoría de las veces, esta es una red informal que se sostiene en vínculos familiares, de amistad, vecinales, barriales y, en menor medida, institucionales. Al cierre de salas cunas, jardines, escuelas o centros de día para personas mayores, se le suman la distancia física y las cuarentenas comunales y regionales, que han impedido a muchas personas acudir a su red de apoyos, especialmente para quienes realizan labores de cuidado informal.
Y, siendo el cuidado un rol que han tomado históricamente las mujeres, no es exagerado afirmar que la pandemia nos ha cargado demasiado la mano. El trabajo fuera de la casa se ha vuelto muchas veces imposible, aumentando el desempleo, la pobreza, y propiciando un triste récord de mujeres que salen del mercado laboral para dedicarse a las labores de cuidado.
El teletrabajo también se ha dificultado enormemente, al no asegurar redes formales de cuidado que permitan conciliar el trabajo formal del informal y doméstico. La carga mental, física y el cansancio de miles de mujeres se ha multiplicado, llegando a niveles que sobrepasan cualquier situación deseable. La deuda, una vez más, es femenina.
Pero la sobrecarga que muchas hemos experimentado de manera intensificada en esta pandemia es, en realidad, una constante en miles de hogares en los que uno o más de sus integrantes requieren acompañamientos y/o cuidados constantes, como es el caso de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, y las personas mayores dependientes, más allá de la pandemia.
Así, la crisis sanitaria ha hecho visible lo invisible: todas las personas necesitamos o necesitaremos una red de cuidados, para desenvolvernos integralmente en nuestras vidas.
Y la pregunta que surge entonces es: ¿tenemos realmente un Estado Cuidador? La respuesta pública frente a las necesidades de las personas que cuidan y que son cuidadas, que ya era escasa antes de la crisis, se ha vuelto más insuficiente que nunca. No, no hemos tenido ni tenemos un Estado Cuidador y necesitamos construirlo urgentemente.
Hemos visto una respuesta no solo tardía, sino que enfocada en indicadores económicos, subsidios o ingresos garantizados que siguen desconociendo el costo real de la vida en Chile y, aún más, el costo altamente superior de los hogares con necesidades de cuidado permanente.
Es por esto que urge como país abrir un debate profundo respecto del reconocimiento del trabajo doméstico como trabajo remunerado, de la corresponsabilidad en estas labores entre mujeres y hombres, y del reconocimiento del cuidado como una actividad fundamental que debe ser fortalecida y protegida.
Al mismo tiempo que avanzamos en visibilizar, apoyar y reconocer, debemos asegurar el acceso a los servicios, a los procesos de identificación, a los diagnósticos, a las terapias, a los apoyos que hoy día no tenemos, y que se han transformado en una deuda que crece a pasos agigantados.
Aun antes de que se acabe la tormenta, debemos aprender de ella. Lo que saquemos en limpio de esta crisis marcará las bases profundas sobre las que construiremos un nuevo pacto social que ponga en el centro el cuidado, como un eje estructurante de la vida familiar, social y económica de Chile.