La Constitución de 1980 y el orden neoliberal que ella consagra ha sido objeto de dos asaltos democráticos que anuncian su final.
Primero, la revuelta destituyente por parte del movimiento social de octubre de 2019 ante la incapacidad de órganos legislativos de reformar democráticamente las instituciones en síntonía con sentir de la ciudadanía producto, por una parte, de los cerrojos impuestos por la actual Constitución, con sus exigentes quorum supramayoritarios reservados para una serie de materias, la intervención conservadora del Tribunal Constitucional o la ausencia de un mecanismo de remplazo de la actual Constitución. Y, por otra parte, producto de la captura de la política por el dinero en los ya conocidos casos de corrupción, además de la crisis de los partidos políticos provocada por el clientelismo y el caudillismo al interior de los mismos, que los desvió de su función de ser articuladores del malestar social ante el Estado.
El segundo corresponde al asalto constituyente del movimiento social en el plebiscito de octubre de 2020, con la aprobación masiva de la opción por una nueva Constitución a través de una Convención Constitucional y la elección, en mayo de 2021, de 88 candidatos independientes y sólo 50 candidatos de partidos políticos. Los reparos que en su momento manifestaron algunas voces frente a un “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución” que no contemplaba la paridad de género ni escaños reservados para pueblos indígenas, fueron subsanados por la leyes Nº 21.216 y 21.298 respectivamente.
De este modo, la actual composición de la Convención Constitucional parece ser para algunos “el espejo del Chile real, que jubiló a la vieja política y le dio el vamos a los nuevos tiempos”, como expresaba una columna del diario El Mostrador el 5 de julio de 2021.
Es precisamente esta premisa la que me gustaría críticar, indicando la deuda que aún mantiene el actual proceso constituyente con los movimientos sociales.
Para ello, primero hay que partir por afirmar la importancia del rol que hoy ocupan los movimientos sociales en la vida política: frente a la crisis de los partidos políticos que se suma a una crisis institucional que implicó una ruptura entre la política y la sociedad, y más profundamente entre legalidad y legitimidad, los movimientos sociales encarnan una fuerza estructurante de la legitimidad democrática en el desarrollo contempóraneo de nuestra sociedad.
Sin embargo el actual proceso constituyente no comptempla un mecanismo de participación ciudadana, a diferencia del proceso constituyente iniciado por el Gobierno de Michelle Bachelet, en el que se efectuaron 8.113 encuentros locales, 71 cabildos regionales y provinciales. Es cierto que el anterior Ministro de Desarrollo Social del actual gobierno intentó levantar una iniciatiava de diálogos ciudadanos, a fines de 2019, pero ésta no prosperó. Cuestión tanto más grave si se considera no solo la importancia que tuvieron en la revuelta de octubre de 2019 los cabildos y asambles territoriales, sino que la misma estuvo protagonizada por aquellos anónimos y marginados de nuestra sociedad, sector que no obstante presentó el porcentaje más bajo de participación en el plebisicito constitucional de 2020 (30,2% para las comunas con pobreza multidimensional extremdamente alta de acuerdo a datos del SERVEL).
No obstante, para darle cabida a esos sectores —cuyas condiciones y experiencias concretas de vida han sido, una y otra vez, objeto de omisión y desconocimiento por parte de las autoridades elegidas por votación popular— es necesario deternerse en la economía interna de los movimientos sociales si se pretende integrarlas a un mecanismo de participación.
En efecto, siguiendo el texto de Emmanuel Renault La experiencia de la injusticia (2017), el motor o impulso que lleva a dichos grupos a movilizarse nace de la vivencia de injusticias particulares que experimentan cotidianamente los sectores más marginados de la sociedad (las minorías sexuales, los extranjeros, los inmigrantes, la minorías raciales, los más pobres, entre otros.) y se estructuran en una concepción de justicia social que no proviene de la deducción de principios universales y abtractos de justicia, como en pretende John Rawls, sino de experiencias sociales concretas que son inseparables de un determinado contexto material, y que no se expresan en un gramática discursiva como pretende Jürgen Habermas, en su Teoría de la acción comunicativa, lo que implica que no logran ser aprehendidas por las dinámicas propias de la democracia deliberativa. Dichas experiencias de la injusticia tampoco se logran expresar necesariamente a través del sufragio, ni a través del ejercicio de derechos políticos, como postulan los defensores teóricos de la democracia representativa liberal. Más bien esta experiencia de injusticia se expresa fundamentalmente en una gramática afectiva de sentimientos negativos: la humillación, el resentimiento, la ira, la deshonra, la indignidad, la rabia, el menosprecio, el agravio, entre otros, que es inseparable de un contexto cotidiano de vida y que constituye la infraestructura moral sobre la cual se asientan las expectativas de vida legítimas que movilizan a los grupos oprimidos y que, no obstante, son desconocidas por el resto de la sociedad. Como señala Adorno en su texto Minima moralia (1983): la descripción del mundo que es solidario de los límites del lenguaje no agota la caracterización de formas de sufrimiento social. Estas son difíciles a veces de expresar, pero no tienen menos validez social en el contexto de aquellos que vivencian este sufrimiento.
Sería, por tanto, un error creer que esta “gramática afectiva” es del orden puramente de lo irracional —como suele catalogarse a sus expresiones violentas contra el orden establecido— sin advertir el transfondo al que responde. Como señala Axel Honneth en su texto Las patologías de la libertad (2001): “La realidad social está siempre atravesada de motivos racionales o solidarios de la razón, y el hecho de retirar a la praxis estos motivos racionales necesariamente tiene como consecuencia el dañar en su seno a la vida social”. Dicho de otro modo, es a partir de las vivencias y experiencias concretas y situadas, en un contexto determinado, que se establecen principios y normas sociales que definen un concepto legítimo de vida en sociedad. Esta racionalidad normativa de la praxis de distintos grupos sociales corresponde entonces a expectativas que estan dotadas de una pretensión de legitimidad y que están inscritas en los sentimientos que impulsan a los movimientos sociales, que suele ser enteramente ajena y desconocida a las instituciones.
Para clarificarlo es conveniente recurrir a la distinción a la que invita Jean François Lyotard en su texto El diferendo (1983) entre “litigios” y “diferendos”. Allí donde los “litigios” en sociedad se inscriben en la aplicación de una norma previa a la cual responde el buen funcionamiento de las instituciones —normalmente el Derecho—, estos deben ser distinguidos analíticamente de los “diferendos”, que son conflictos que se sustraen a la gramática normativa existente ofrecida por las instituciones. No obstante, el hecho de sustraerse a las instituciones no implica que en un “diferendo” no existan principios normativos en juego, sino que ellos deben ser buscados en espacio social enteramente distinto al del Derecho. Se trata entonces de una brecha entre reglas definididas legalmente y reglas estimadas legítimas que están definidas en un contexto social determinado.
Sin embargo esto último no logra ser adecuadamente comprendido por una cierta abstracción que caracteriza al discurso democrático de la formación de la voluntad general fundado en el principio de soberanía que caracteriza al proceso constituyente y que ha sido defendido por autores nacionales como Fernando Atria.
Por el contrario, es precisamente a partir de las experiencias afectivas negativas que hemos señalado (resentimiento, humillación, agravio, entre otras), que se activa el potencial conflictual de los movimientos sociales que reivindican una transformación política y una inscripción institucional de sus expectativas, las que se estiman legítimas en un contexto determinado pero que no son necesariamente visibles ni aun comprensibles para el resto de la sociedad de acuerdo a las reglas de las mayorías.
En síntesis, y para concluir, me gustaría defender la tesis de que el actual proceso constituyente no está necesariamente haciéndose cargo de todo el potencial conflictivo de la realidad social, ya que las formas institucionalizadas de democracia representativa, de la cual es solidaria la actual Convención Constituyente, no logran visibilizar a los sectores más oprimidos que se movilizaron masivamente en la revuelta de octubre de 2019, pero que en general no concurren masivamente a votar, como suele demostrarlo la baja participación electoral en las comunas más vulnerables del país (PNUD 2017), simplemente porque su lenguaje político no corresponde necesariamente a aquel del sufragio universal. Sin embargo, ello no implica que no se trate de experiencias legítimas de injusticia, cuyas circunstancias han sido desatendidas y que permanecen, en sus detalles, aún en la opacidad.