La actual Constitución de la República de Chile asigna el derecho a todas las personas a la libertad de conciencia, la manifestación de todas las creencias y el ejercicio libre de todos los cultos que no se opongan a la moral y las buenas costumbres y al orden público. No se menciona en ella la libertad religiosa. El Estado se transforma en el principio regulador de las comunidades autónomas en un espacio democrático. Es en una comunidad democrática, precisamente, donde las personas pueden y deben tener presencia a la hora de abordar materias que tocan a la arena pública, y esto incluye la dimensión religiosa, la cual, en su sentido amplio, es como el humus que toda cultura posee, se exprese este aspecto de la manera que sea.
El actual escenario de configuración de una nueva Carta Magna para nuestro país es una oportunidad para repensar las influencias mutuas que tienen las culturas que conviven en Chile con la identidad religiosa de su gente –las que pueden tener que ver o no con alguna institución– en el marco de la neutralidad estatal que las sociedades democráticas reclaman legítimamente.
Hay una diversidad humana que caracteriza a estas sociedades contemporáneas, en las cuales la dimensión religiosa es solo una parte de lo que esa diversidad expresa. En ellas, la libertad de conciencia, igual respeto y la manifestación de todas las creencias (o la no creencia alguna), e incluso la libertad religiosa, debe ser salvaguardada con garantías constitucionales.
Excluir a priori la dimensión religiosa y sus manifestaciones implicaría negar un discurso razonable, en el concierto de otras formas discursivas presentes. En la comunidad política de Chile, conviven una pluralidad de culturas y también de expresiones de la dimensión religiosa constitutiva del ser humano. Dentro de la lógica de la inclusión a la que debemos aspirar y que estamos en grado de demandar a la actual Convención Constitucional, pienso que es necesario problematizar la relación entre neutralidad estatal y este pluralismo religioso en un Estado secular, desde la inclusión de sujetos.
Este Estado debe respaldar principios políticos como la democracia o los derechos humanos, o la vida buena, como nos han enseñado las comunidades nativas. La plurirreligiosidad posee un capital político invaluable, cada una de esas formas que expresan la pluralidad se asienta en la construcción de comunidad y se configura con la intermediación social, tiene un potencial movilizador que ha colaborado y puede seguir colaborando en la configuración de un mejor proyecto país. La dimensión religiosa no se opone a otras formas discursivas de la modernidad y, mientras no sea instrumentalizada por institución alguna, moviliza a sujetos hacia la construcción de comunidad con sentido.
Las diversas espiritualidades de pueblos originarios, las otras monoteístas, las cristianas en su amplia variedad, otras menos institucionalizadas, seguirán siendo parte del humus cultural de un pueblo que crece y que acoge en su seno a migrantes que traen consigo también la dimensión religiosa.
En el actual proceso de debate por una nueva Constitución para Chile se pueden incorporar voces que expongan con claridad, templanza y visión el aporte bidireccional que la dimensión religiosa tiene con las culturas, sin más pretensión que situar sobre la mesa una dimensión que acompaña la vida de una buena parte de las ciudadanas y los ciudadanos de este país.