El proceso constituyente no es solamente un hito importante en términos de la construcción de nuestra República y sus instituciones. Implica también una oportunidad y sobre todo una responsabilidad de poder establecer un nuevo pacto entre el Estado y la ciudadanía, que refleje la realidad de Chile, en lugar de la idealización imaginaria que un sector pueda tener sobre el país. En dicho ejercicio, nos jugamos la legitimidad política de las próximas décadas.
En evidente contraste con los 40 años vividos bajo una Constitución impuesta por quienes detentaban el poder de las armas, la próxima Constitución será el resultado de un proceso político que nació del descontento social, pero pudo traducirse en un ejercicio institucional de elecciones y conformación de una Convención Constitucional que es diversa y representativa. Ya solo por ese hecho, la Constitución del Chile del mañana, independientemente de su contenido, tiene una base de legitimidad mayor que cualquiera de las que haya tenido el país en su historia.
Pero a pesar de esta ventaja de origen, el desafío de legitimidad es grande e implica validar no solo el texto final, sino el proceso de toma de decisiones del poder constituyente y cómo en él estará también representada la ciudadanía de manera directa. Para esto, la participación amplia y deliberativa es clave y la labor de las Comisiones de Participación Popular y Equidad Territorial y de Participación y Consulta Indígena será crucial.
El involucramiento de la ciudadanía en los cambios constitucionales se ha vuelto un requisito fundamental para los mismos. La literatura sugiere que la participación ciudadana en los procesos constituyentes aumenta la alfabetización constitucional, crea un sentido de pertenencia de la Constitución entre la población y conduce a dar legitimidad y efectividad al proceso.
Incluso hay quienes indican que la participación puede tener efecto en la calidad de la democracia después de la promulgación de la nueva Carta Magna. Así lo demuestra un estudio empírico realizado en el proceso de cambio constitucional de Túnez en 2014, concluyendo que las personas que de alguna forma participaron en el proceso constitucional tienen más probabilidades de saber leer y escribir sobre el contenido de la Constitución y de apoyarla, en comparación con los no participantes.
El caso tunecino puede ser un ejemplo para nuestra propia construcción participativa constitucional. En este país africano la Asamblea Nacional Constituyente, órgano comandado para redactar la Carta Fundamental, generó un proceso participativo donde se incluyó a más de 300 representantes de la sociedad civil a una deliberación de dos días sobre el contenido del primer borrador de la Constitución. Tres meses después publicaron un segundo borrador junto a la retroalimentación solicitada a organizaciones de la sociedad civil, ampliando el proceso de consulta hacia la ciudadanía en general. El proceso incluyó mecanismos de participación tales como reuniones de diálogo nacional con ciudadanos y la sociedad civil, talleres constitucionales, grupos focales, sesiones de información, campañas en los medios e incluso una plataforma de crowdsourcing en línea para solicitar propuestas constitucionales .
La participación ciudadana en este proceso constituyente ha tenido un largo proceso que al menos debemos remontar a los Encuentros Locales Autoconvocados de 2016, un proceso de amplísima participación y cuyos resultados debieran encontrarse entre las bases a considerar en el proceso constituyente. Algo similar sucede con los Cabildos Autoconvocados durante el estallido social en 2019 y 2020 y luego con los procesos participativos llevados adelante por diversas entidades, como “Tenemos que Hablar de Chile”, de las universidades de Chile y Católica, y “Ahora nos toca participar”, de la red Nuevo Pacto Social, entre otros.
La labor de la Convención Constitucional en este sentido será ardua, pues debe hacer conversar a los diversos procesos, además de generar un proceso propio y luego deliberar como organismo para llegar a un resultado. No nos cabe dudas de que esa difícil tarea, bien llevada y a pesar de los ataques que reciba por parte de grupos extremos, tiene un resultado potencial que está muy por sobre de todas las expresiones democráticas que hasta ahora hemos tenido como país.
La participación debiera cumplir con su objetivo público de incorporar en la Constitución la mejor expresión de las opciones de la ciudadanía para la construcción de la sociedad, y también el objetivo particular de recibir las visiones, preocupaciones e información de todos los grupos humanos que constituyen a la sociedad. Por último, un buen proceso aumentará la alfabetización constitucional, el interés en la política y la formación ciudadana.
Así, la participación en estas instancias no solo generará legitimidad de la nueva Carta Magna, sino también mayor cohesión social mediante la integración de la diversidad al proceso constitucional. Como muestra la literatura y la práctica, ello significa mejores opciones de paz social de largo plazo y, por lo tanto, de mayor bienestar para quienes habitamos hoy en Chile, y quienes lo harán mañana.
Mucho de lo anterior sucederá de manera adecuada sin los recursos necesarios para llevarlo a cabo y quienes desean ver fracasar a la democracia así lo saben. Pero tenemos la certeza de que no lograrán su cometido, pues al margen de cualquier apoyo oficial, ya se articulan las redes de la sociedad civil para potenciar el proceso y poner su trabajo al servicio de la construcción de la nueva Constitución de Chile, de modo que cada persona que quiera participar, pueda hacerlo.
Esperamos, por lo mismo, que dichas articulaciones puedan vincularse también de manera efectiva con las comisiones de Participación y Consulta Indígena y de Participación Popular y Equidad Territorial de la Convención Constitucional, para que de forma conjunta podamos tener un proceso que concluya con una Constitución que refleje tanto al Chile de verdad, como a aquél que queremos llegar a ser.