Si hay algo que ha marcado el tono del debate acerca de la contingencia política al interior de las fuerzas de izquierda es la clara tensión entre sus diferentes agrupaciones. Ya en el debate presidencial entre Daniel Jadue (PC) y Gabriel Boric (FA), los candidatos advertían del tenor áspero de los reproches visibles en plena campaña entre sus propios adherentes. Como si fuera poco, a esta sopa de izquierda se le sumó la reciente eclosión de La Lista del Pueblo que, si bien ha perseguido distanciarse de la “foto partidaria”, ha entrado en discusión directa con sus pares de izquierda –dejando ver, como en el caso de la fallida proclamación de Cristián Cuevas, claras antinomias–.
Al interior de este movimiento político, las vertientes de acción son diversas, aunque las más ruidosas sean las comúnmente denominadas “ultras”. Al lado de grupos de convencionales que ofrecen una imagen de clara racionalidad –más allá de las legítimas diferencias políticas que pudiese haber–, existen dirigentes encargados de mover el aparato organizacional de la Lista del Pueblo, que destacan más bien por su carácter confrontacional, si no incluso, también, por una irritante impulsividad política. Uno de los últimos ejemplos de esta raigambre se vivió hace un par de semanas, cuando el candidato triunfante de la primaria de Apruebo Dignidad, Gabriel Boric, fuera agredido en su visita a prisioneros políticos de la revuelta en el Penal Santiago 1. Más allá de aquel desafortunado acontecimiento, el cual podría incluso generar algún dejo de comprensión empática, dadas las exiguas condiciones de existencia y justicia en que viven dichos reclusos, lo que resulta particularmente relevante es lo ocurrido con directa posterioridad a tal situación.
A tan solo un par de horas de hacerse pública la agresión a Boric, el vocero de La Lista del Pueblo y precandidato a diputado, Rafael Montecinos, declaró que el candidato de Apruebo Dignidad habría querido “sacar provecho de esta instancia de presos políticos de la revuelta”, de manera que “todo lo que le pasó es consecuencia solamente de sus actos“. Esa acción habría sido, en palabras de Montecinos, “una reacción totalmente justa ante estos hechos de Gabriel Boric, que se alejó totalmente de las demandas sociales, apoyó la Ley Antisaqueos y hoy se quiso prácticamente ir a reír de los presos políticos a Santiago 1”.
Al momento en que el candidato a diputado Montecinos despotricaba contra Boric, la página de Instagram de La Lista del Pueblo compartía a su vez una imagen de un quiosco de Santiago con la frase “sangre x sangre watón Boric”, publicación que sería bajada luego de los reparos de una amplia gama de personeros(as) políticos(as), dentro de la cual incluso tuvieron lugar convencionales de la aludida Lista del Pueblo. El mismo Daniel Jadue llamaba a viva voz a condenar dicha agresión, sin hacer autocrítica alguna respecto a la última semana de campaña, cuando la “buena lid” quedaba atrás y el candidato PC sostenía que gracias a Boric existían “muchos presos políticos del estallido en nuestro país. Gracias a él, gracias a su conglomerado”, reafirmaba Jadue, en un claro intento por atraer a diversos seguidores de aquella organización que, indirectamente, pasaba a condenar hace solo un par de semanas por la agresión en el Penal de Santiago 1.
El relato sumario que comparto aquí podrá leerse para algunos(as) como una defensa cerrada a Boric. Sin embargo, las intenciones de quien escribe estas líneas se enraízan más bien en los problemas políticos de fondo que se extienden aquí; problemas de los cuales, al menos el PC –al interior de este paquete de izquierda–, debería estar suficientemente curtido por la historia reciente del país. La gran interrogante que parece revivir la organización del poder de los movimientos de izquierda tiene que ver, una vez más, con los límites hacia el flanco izquierdo y su derivación por formas de intolerancia y/o de ejercicio del poder abiertos a mecanismos de violencia política –y aquí me refiero primeramente a la violencia política como mecanismo de comunicación o desprecio entre agrupaciones de izquierda, más que al problema de los mecanismos de presión y/o protesta popular que han amanecido desde el denominado “estallido social” hasta esta parte–.
En ese marco, la historia de la Unidad Popular y el análisis del fracaso de ese proceso histórico tiene aún mucho que decir a este respecto. Tal como se lee en La desolación de los años de plomo (1973-1980) (Archivo CEME), un artículo redactado probablemente por Jorge Insunza, que daba cuenta de la posición de la dirección clandestina del PC solo meses después del golpe, “entrega el primer análisis sistemático y oficial del PC sobre su experiencia de la UP”. Aquel documento, titulado Chile: Enseñanzas y Perspectivas de la Revolución, sostiene que el fracaso se debió entre otras cosas al aislamiento de las clases desposeídas respecto de agrupaciones progresistas de masas, en virtud de la propensión de algunos de sus grupos por derivar en actitudes o prácticas violentas. “Esto significa que la senda del terror individual, del aventurerismo o del putsch debe ser cancelada por el movimiento popular”.
En una carta del mes de septiembre de 1974, titulada El ultraizquierdismo, caballo de Troya del imperialismo, Mario Zamorano, miembro de aquella dirección clandestina del PC, quien será detenido y desaparecido en 1976 en el marco del conocido caso “Calle Conferencia”, da un paso más allá para desplegar una crítica radical a diversos movimientos que, como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) y otros, tienden a generar divisiones internas en la izquierda debido a diversas formas de intolerancia, dentro de las cuales resalta su afinidad por mecanismos estratégicos de violencia política para con la sociedad y sus pares.
No es solo que el MIR haya caído, como sostiene Zamorano, en una suerte de “revolucionarismo”, sino que además, dicha propensión carecería del soporte popular necesario para tener perspectivas mínimas de éxito y tiende a corroer las alianzas políticas de base: “Sea como fuere, el análisis del problema militar para sacar lecciones del pasado y para definir una política correcta en el presente, debe partir de lo fundamental, cual es que no hay ni puede haber una correlación de fuerzas (…) que garantice el éxito del proceso revolucionario, si no se construye una correlación de fuerzas políticas favorable, vale decir si no se consigue aunar en torno a las fuerzas revolucionarias fuerzas sociales mayoritarias”.
Con ello queda planteada la gran interrogante que se hará una parte importante de la izquierda a propósito de su evidente impulso a la autodivisión, solventada fuertemente por los movimientos de “ultraizquierda”, los que operarían corrientemente con exacerbaciones de la lógica amigo-enemigo aplicadas a sus mismos(as) compañeros(as) de “bando” o coalición. Esta lectura no solo tiene lugar en el análisis inmediatamente posterior al golpe, sino que se reafirma incluso con el paso del tiempo y el consecuente retorno de la democracia.
Haciendo una suerte revisión histórica posdictadura, Luis Corvalán, exsecretario general del PC, sostuvo en su libro de memorias del año 1997 (cfr. De lo vivido y lo peleado: memorias) que una parte de la culpa de la derrota de la UP corre justamente “a cuenta de la ultraizquierda. Esta estuvo representada principalmente por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria”, cuyos jóvenes “durante el gobierno de la UP, se distinguieron por encabezar la ocupación de empresas industriales y propiedades agrícolas, medianas y pequeñas”, tensionando directamente su relación con la coalición gobernante, “lo que causó no poco daño, pues empujó al campo de la reacción a sectores que el movimiento popular y el gobierno se empeñaban por atraer”. Ya “antes de la victoria de la Unidad Popular, no creían en la posibilidad de que el pueblo se abriera paso hacia el poder a través de una vía pacífica y menos en una contienda electoral. ‘El poder –decía el MIR– no nace del voto, sino del fusil’”.
De todas formas, “además del MIR”, sostenía Corvalán, “gran parte del Partido Socialista, el MAPU que dirigía Oscar Garretón y un sector de la Izquierda Cristiana, asumieron posiciones izquierdizantes o de ultraizquierda. Estas colectividades se esforzaron en crear un poder popular, paralelo y alternativo al poder real –aunque limitado–, que encabezaba Salvador Allende”, generándole serios problemas a la UP. Esto último se conecta con la abierta animadversión de varios de estos grupos previo a la elección de Allende –sobre todo del mencionado MIR–, los que no solo se negaban a participar de la campaña a la Presidencia –por desplegar supuestamente un proyecto reformista–, sino que entendían también que, con la salvedad de los mencionados sectores del PS, el MAPU y la Izquierda Cristiana, el pacto total de la UP defendía un programa “que también lo hubiera podido presentar el reformismo de derecha” (cfr. el folleto del MIR de 1969, No a las elecciones! Único camino: la lucha armada).
En la actualidad, las cosas ciertamente han cambiado: la Guerra Fría ya no existe, el modelo cubano está en retirada y el espíritu de Vietnam desapareció con el paso del tiempo. Sin embargo, no está de más tomar en consideración algunas de las reflexiones que personeros claves del PC han hecho respecto de un tránsito histórico traumático como aquel de los 70.
En su crítica a la ultraizquierda, Mario Zamorano planteaba, con una estupefacción que resuena hasta hoy, que la intolerancia y violencia política “a fuerza de ser inútil para el pueblo sirve a la reacción. (….) ¿Y no sacan de eso conclusión alguna?”. Por cierto, los sectores más ultras de La Lista del Pueblo son aún incomparables con el MIR –la distancia sigue siendo evidente–. No obstante, lo que aparece aquí como potencial común denominador de algunas facciones de dicho movimiento y el MIR (o una parte del PS y el MAPU de dicha época) es una tendencia a derivar en formas de intolerancia y/o violencia en la disputa y comunicación entre fuerzas políticas supuestamente cercanas. En este contexto, destaca la figura de Salvador Allende, quien al tiempo en que recibe hoy adoración por parte de dichos movimientos de ultraizquierda (obviamente no solo de estos), era abofeteado en los 70 por sus antecesores directos debido a su carácter de “burgués progresista” (cfr. el mencionado folleto del MIR de 1969, No a las elecciones!) o para decirlo en palabras actuales: a su profundo “amarillismo”.
Esta estrategia del “avanzar sin transar” de aquellos que pedían “cerrar el Congreso Nacional” y hoy amenazan con sangre a camaradas de izquierda, tiene inscrita la palabra fracaso en su frente. Y la palabra “fracaso” es claramente un concepto relativo: lo que es fracaso para la izquierda y las grandes mayorías, es triunfo para la derecha y las pequeñas minorías privilegiadas.
La gravedad de esta problemática está marcada en todo caso por aquello que está en disputa a nivel país: y lo que está en juego no es solo la superación del neoliberalismo, sino también incluso la construcción a mediano y largo plazo de un horizonte de socialismo democrático propiamente tal; un socialismo democrático inclusivo, verde, descentralizado, plurinacional y con equidad de género. Para ello no parece haber otra alternativa que la confluencia de caminos y experiencias de izquierda en el marco de un respeto y tolerancia mínimas por valores democráticos como la simetría, la diferencia, el diálogo, el contrapunto argumentativo, etc.
Se trata en definitiva, en cercanía y distancia con el joven Karl Marx (aquel de La crítica a la filosofía del derecho de Hegel, de 1844), de compensar la “crítica de las armas” con “las armas de la crítica”, de darle espacio a la confrontación argumentativa; se trata, al decir incluso de Vladimir Lenin, de superar “la enfermedad infantil del izquierdismo” que desiste del trabajo electoral y defiende actitudes sectarias frente a los partidos reformistas de las masas (cfr. La enfermedad infantil del izquierdismo en el comunismo, 1920); se trata de apuntar a que, como afirmaba hace algunos años un autocrítico Carlos Altamirano, exsecretario general del PS –quien jugara un rol de relevancia en la radicalización de las antinomias internas a la UP–, sean “las ideas” las que se impongan “democráticamente” “por las mayorías” (cfr. entrevista en El Desconcierto, 21.05.2019).
Así, cabe preguntarse finalmente si acaso los movimientos que gustan de radicalizar violentamente la disputa política interna, y que preparan sin saber el caballito de Troya, terminarán por abrirse a incorporar el variado aprendizaje histórico que se ha ido generando sobre este problema. O es que, para decirlo una vez más con Zamorano, ¿no sacan de todo esto conclusión alguna?