«A menos de una semana de la COP26, vamos camino a una catástrofe climática«. Estas son las palabras del secretario general de la ONU, António Guterres, que también habla de una «crisis existencial«. Tal amenaza requiere acciones decisivas. ¿Pueden los bancos centrales ser parte de la solución, con sus propias herramientas? Obviamente sí, incluso para el Banco Central en Chile, como lo argumenta esta columna. Con una fuerte condición: en un tema tan importante y que va allá del estricto mandato que le otorga hoy la ley, no puede prescindir de un apoyo democrático explícito. Depende del Congreso o tal vez de la nueva Constitución dar al BC un mandato claro para que utilice sus instrumentos para “enverdecer” la economía chilena.
Un banco central dispone de varios instrumentos para actuar:
Pongamos un ejemplo de esta última medida. Los créditos a las empresas forestales que dañen el suelo o a una cementera que emita mucho CO2 requerirán un aumento del, digamos, 100% de la carga de capital en el balance del banco acreedor. Esto tiene el efecto de aumentar el costo del financiamiento para estas industrias y, a revés, de reducirlo para las eficientes en carbono. Para los sectores que dependen de financiamientos externos, esto reduce o acrece sus oportunidades de inversión rentable. La medida es bastante similar en sus efectos a una tasa carbono, salvo que afecta a los costes financieros de las empresas en lugar de los operativos. Incluso puede ser más fácil de aprobar políticamente que una tasa carbono. Pero en ambos casos, ofrece la flexibilidad de un mecanismo de precios que anima a las empresas a ecologizar sus inversiones en función de sus mejores oportunidades, en lugar de cortar el financiamiento bruscamente en cuanto tocan el carbono.
Hay precedentes. Por ejemplo, en Europa se temía que las medidas para reforzar la base de capital de los bancos tras la crisis financiera de 2008 penalizaran la financiación de las infraestructuras o las pymes. El Consejo y el Parlamento europeos han impuesto a los supervisores bancarios una reducción de la carga de capital (de 25%) para este tipo de préstamos, lo cual es importante porque los proyectos verdes suelen ser proyectos de infraestructura.
En estos ejemplos, el «arreglo verde» se aplica según una tabla preestablecida basada en una nomenclatura de actividades verdes o marrones. La construcción de esta nomenclatura se hace bajo la supervisión técnica de las administraciones y política del Congreso, siguiendo el modelo de lo que existe, aunque todavía perfectible, en Europa y EE.UU.
Algunos bancos centrales dicen que esta misión «verde» ya forma parte de su mandato. Véase, por ejemplo, el documento del BPI de 01/2020 o el del Congreso de EE.UU. de 08/2020. Dan dos razones para ello:
En el caso de Chile, el mandato del BC, según el art. 3 de la Ley Orgánica Constitucional, se limita a la gestión de la moneda y la estabilidad financiera. Cualquiera sea la interpretación jurídica, una acción tan decisiva no puede prescindir de la aprobación democrática. El Congreso debe darle la misión explícita de ayudar en esta lucha colectiva por el clima.
Está claro que la medida propuesta no es la única, ni siquiera la más importante, para gestionar la transición climática. La reglamentación, las cuotas, la tasa carbono, la movilización de los inversores y del público en general forman parte de ello, y sería una ilusión tratar de abordar una batalla tan polifacética con un solo instrumento. Pero la urgencia es tal que debemos utilizar todos los medios disponibles. Por tanto, es legítimo que el BC reciba un mandato político al respecto. Y, más, puede funcionar.