En una reciente columna, describo la confusión que existe en torno al diagnóstico sobre el que se sustenta la necesidad de un cambio de régimen político. En ella, explico que las causas de los problemas políticos de Chile recaen sobre el funcionamiento de los partidos y un entramado institucional que obstaculizaba grandes cambios, pero no sobre el presidencialismo. Asimismo, abordo las inconsistencias de señalar una intención por desconcentrar poder, pero proponer modelos –como el parlamentarismo y semipresidencialismo– que tienen un potencial aun mayor de concentración de poder en el Ejecutivo. En esta ocasión, quiero detenerme en en dos aspectos que no han sido conjuntamente discutidos: (a) los potenciales costos de instalación de un nuevo régimen político y (b) el riesgo que estos podrían representar para la legitimidad de la nueva Constitución.
Cualquier cambio institucional, especialmente uno de largo alcance como el potencial reemplazo del presidencialismo, conlleva un periodo indefinido de ajuste. La ciudadanía requerirá de tiempo para entender cómo funciona un nuevo régimen, mientras políticos y partidos tendrán que aprender a negociar y relacionarse bajo dicho potencial escenario. Incluso si un nuevo sistema semipresidencial o parlamentario pudiera tener un desempeño relativamente aceptable en Chile (no creo que ninguno logre hacerlo significativamente mejor que nuestro presidencialismo), esto podría tomar años. Si el país se enfrenta a gobiernos ineficaces que no logren atender las necesidades apremiantes de la gente, aunque sea por un breve periodo, podría aumentar el ya alto malestar ciudadano.
Asimismo, tanto el parlamentarismo y semipresidencialismo son conocidos por la inestabilidad y fragilidad de sus gobiernos. Datos comparados muestran que los países en Europa con este tipo de regímenes políticos tienen, en promedio, gobiernos más cortos que en el presidencialismo latinoamericano. Pensando que la ciudadanía –luego del estallido social y la pandemia del COVID-19– anhela algo de certidumbre, gobiernos que no logren proyectarse en el tiempo irían en la dirección opuesta a entregar certeza en el corto y mediano plazo.
Adicionalmente, es importante consignar que el parlamentarismo y semipresidencialismo pasan un tiempo considerable sin gobiernos efectivos. Esto es, luego de celebradas las elecciones parlamentarias o cuando se deshace una coalición de gobierno, puede tomar semanas o meses para que los partidos en el Legislativo lleguen a un acuerdo para formar un nuevo gobierno. Mientras esto ocurre, el país sería solo administrado –no gobernado– por un gabinete interino que, usualmente, no tiene atribuciones para buscar la aprobación de nuevas leyes y que debe regirse por el presupuesto del año anterior.
Por otro lado, creo que se ha tomado con demasiada ligereza el hecho de quitarle a la ciudadanía el derecho de votar por la o el jefe de gobierno. Elegir al presidente –quien es jefe de gobierno y de Estado en el presidencialismo– es el acto político de mayor relevancia para el electorado en un país con tradición presidencialista como Chile. Comparadamente, por la relevancia del cargo, la elección presidencial posee niveles de participación electoral más altos que otras elecciones. Esa importancia se puede observar también en la emisión de votos en blanco, los cuales representan una clara voluntad del elector o electora de no manifestar una preferencia en la papeleta. El 21 de noviembre pasado, se registraron solo 31.082 votos blancos para la elección de presidente, mientras que ese número fue 13 veces más alto en la elección de diputados (404.547 votos blancos) y 18 veces más alto en la elección de consejeros regionales (544.049 votos blancos). Es decir, una porción significativa del electorado solo asiste a votar por el presidente y no por otras autoridades. Esto ilustra la importancia que tiene para las personas la elección directa del primer mandatario. En concreto, remover este derecho al introducir un régimen parlamentario o semipresidencial podría causar cuestionamientos a la legitimidad de un gobierno no electo directamente por la gente. Esta es una de las razones por a cual el destacado politólogo Gabriel Negretto considera que reemplazar al presidencialismo sería “inviable políticamente”.
La confusión en el diagnóstico y los costos señalados anteriormente podrían resultar en un mal desempeño de los primeros gobiernos una vez aprobada la nueva Constitución. Considerando el nivel de incertidumbre y necesidad por cambios concretos que ha vivido el país desde octubre de 2019, a lo que se suman las consecuencias de la pandemia y un complejo escenario económico en los próximos años, resulta difícil pensar que la gente tendrá la voluntad de continuar esperando hasta que un nuevo régimen político, sea parlamentario o semipresidencial, comience a dar señales de un funcionamiento medianamente aceptables. Esto último, puede demorar años.
De ser así, no solo se cuestionaría al gobierno de turno. Esto me lleva a reflexionar sobre un posible cambio de régimen político y el legado de la nueva Constitución. Al parecer, entre quienes buscan terminar con el presidencialismo chileno existe una percepción de que la nueva Carta Fundamental solo será vista realmente como “nueva” si se reemplaza el sistema presidencial. Quizás, se cree que poco importarían otros grandes cambios constitucionales si se mantiene el presidencialismo, incluso reformado. En ese sentido, un nuevo régimen político, parlamentario o semipresidencial, estaría atado simbólicamente a la nueva Constitución. Por esta razón, creo que el potencial cambio del régimen político representa un riesgo para la legitimidad (y continuidad) de la nueva Carta Magna.
Para concluir, dado que el nuevo régimen político que se adopte estará indiscutible y simbólicamente atado a la nueva Constitución, un mal desempeño del primero puede terminar con fuertes cuestionamientos hacia esta última. Arriesgar la nueva Carta Fundamental, con todo lo importante que de ella que se ha destacado (e.g., primera vez en la historia de Chile que participa la ciudadanía, con inclusión de pueblos indígenas y paridad de género), por reemplazar el presidencialismo en base a un injustificado diagnóstico, con costos significativos en la etapa de instalación y sin ninguna garantía de que el nuevo régimen político será mejor, es algo que se debiera evitar. La forma más consistente y justificada de avanzar en torno al régimen político es discutir reformas a nuestro actual sistema presidencial.
* Esta columna está basada parcialmente en el libro “Presidencialismo: Reflexiones para el Debate Constitucional en Chile”, el cual será publicado por la editorial Fondo de Cultura Económica en las próximas semanas.