El acto de votar no es fácil. No solo exige examinar a los candidatos y candidatas, y sus programas, sino también al propio yo, desde la conciencia personal. Es un ejercicio que ocurre dentro de lo que Michel Foucault llamaba la “hermenéutica de sí”.
Por supuesto, elegimos entre opciones y propuestas ajenas, que no hemos definido. Pero a la hora final el voto es una preferencia indelegable que demanda opciones éticas y jerarquizar valoraciones que se ponen en tensión en la propia intimidad.
En la actualidad se tiende a votar basándose en identidades, y de esa forma una parte importante de las personas toma partido sin mayores dificultades. Hay gente que “se siente” de izquierda o de derecha como algo tan claro y natural como el domicilio existencial en que residen. Pero este segmento es cada vez menor. Muchas otras personas tienden a sopesar otras variables antes de llegar a la urna. Y es posible que ese ejercicio de discernimiento les demande escarbar en su historia de vida y en sus preferencias de una forma exigente.
Un amigo me comentaba que por vivir en una comuna popular sentía que debía ser solidario y votar por Boric. Pero como administrador de un negocio tenía miedo a un aumento de sus costos salariales. Otra señora me decía que por temor al machismo de Kast ha pensado votar por Boric, pero que le costaba, porque esa acción rompía con su tradición de familia, ligada desde siempre a la derecha. “¿Qué pesa más?”, me preguntó otro vecino: su “yo” de empresario le llamaba a votar por Kast, pero su sentido de responsabilidad social le alertaba del enorme riesgo que eso significa para las personas menos favorecidas.
Votar finalmente es un ejercicio parecido a un examen de conciencia, donde se sopesan trayectorias biográficas, lealtades y formas en las que se interpreta la propia identidad. Sin duda los dilemas posibles pueden ser innumerables y de difícil solución. El único criterio universal que creo que puede ayudar a tomar una decisión certera es anteponer lo que sintamos como positivo para el interés general del país por sobre el interés inmediato e individual.
Lamentablemente no se nos ha educado para esto. Se nos ha entrenado para preferir el interés personal. Se nos ha dicho que lo inteligente es intentar sacar el mayor provecho posible, en todas las circunstancias. También se nos ha instalado la maldición del cortoplacismo, la urgencia de tomar decisiones a corto plazo, que apenas dejan tiempo para la reflexión, menos aún, para decidir anticipando el futuro.
Votar debería ser un ejercicio de prevenir y curar los males de nuestra sociedad. Una forma de anticiparse a las catástrofes que podemos evitar para disminuir las muertes y el sufrimiento inútil, fortalecer a las personas para que puedan llevar adelante sus planes de vida, crear buenos puestos de trabajo, universalizar la educación y la salud pública, y tantas cosas que ayudan a humanizar la vida. Para eso es necesario priorizar, eligiendo siempre por el interés de las personas más vulnerables.
¿Para qué sirve votar? Para reducir riesgos colectivos y sufrimientos innecesarios en todo aquello que dependa de nosotros, e invertirlo en un bienestar compartido, que es lo que realmente vale la pena.