El debate constitucional actual en Chile es una oportunidad única para repensar la vinculación del Estado con otros ámbitos de la vida social y económica, así como su estructura, procesos y funcionamiento. En los últimos años, pero especialmente en los últimos meses, hemos visto discusiones sobre el rol que debería adoptar el Estado en el aseguramiento de derechos sociales (¿de qué manera se consagra el derecho a la educación, vivienda, salud, entre otros, en la nueva Constitución?), el papel que tendrá el Estado en la economía (¿el Estado debe ser solo árbitro o un jugador más en el terreno económico?) y su configuración a nivel político (¿deberíamos contar con un sistema presidencial o parlamentario?).
Si bien estas consideraciones son de la máxima relevancia, un tema que ha sido un poco más descuidado en la discusión pública, refiere al tipo de Estado que requerimos, es decir, cuál será la estructura que adoptará la administración pública para hacer frente a los grandes desafíos de la nueva etapa de desarrollo que inicia el país.
En general, cuando se discute sobre la articulación de la administración pública, el debate se centra en los postulados de la modernización de la gestión: cómo aumentar los niveles de eficiencia de la administración pública haciendo más con menos. De hecho, cuando miramos las campañas presidenciales, es común escuchar propuestas que buscan “eliminar la grasa del Estado”, para conseguir mejores resultados sin tener “operadores políticos” que obstaculizan el rol de la gestión pública profesionalizada que necesitamos.
Sin embargo, cuando se analizan los datos, se observa claramente que Chile cuenta con una administración eficiente a nivel comparado, donde cada peso invertido logra mayores retornos (en términos de bienestar social) que países vecinos. El Indicador de Efectividad Gubernamental, elaborado por el Banco Mundial, da cuenta de que Chile presenta rangos por sobre la media, superando ampliamente países cercanos, como Argentina, Brasil, Colombia, Perú y México, entre otros.
Lo anterior está lejos de ser casualidad. Desde el retorno a la democracia (1990), en el país se han llevado a cabo importantes reformas orientadas a modernizar la gestión pública, cuyo énfasis se ha puesto en el correcto uso de los recursos y en la eficiencia en el gasto, utilizando diversos incentivos y mecanismos de control para ello. Todo esto acompañado de la incorporación de tecnologías como apoyo a la labor de los servicios públicos. Del mismo modo, se han hecho importantes esfuerzos en la profesionalización de los funcionarios, principalmente mediante la creación de un sistema de servicio civil, con lo que se han impuesto altos estándares para la selección del personal en la dirección del Estado, en los primeros niveles jerárquicos. Chile ha creado un Sistema de Alta Dirección Pública que asegura niveles de idoneidad de la persona que esté a cargo de una institución pública, cuestión que con el tiempo se ha expandido incluso hacia los directores de colegios públicos, que deben concursar a través de estos procedimientos.
Como en todo orden de cosas, el debate público sobre la administración pública no se debe centrar en aquellos aspectos que ya se encuentran medianamente resueltos con el andamiaje institucional actual. Más bien, debemos pensar en cómo incorporar nuevas lógicas, procesos y estructuras en la gestión pública que permitan enfrentar temas de urgencia inmediata, como las crisis migratoria y climática, y temas relativos a la inclusión de grupos excluidos de la sociedad, además de encarnar ciertos valores que permiten el correcto funcionamiento de la democracia y la descentralización efectiva.
En virtud de lo anterior, creemos que la administración pública requiere ser repensada; no en función de indicadores de eficiencia, sino que en un sentido más amplio, que le permita ser autónoma de políticos contrarios a los ideales democráticos y flexible para responder rápidamente a cambios en el entorno.
Respecto a la autonomía, desde hace algunos años los académicos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt vienen advirtiendo que las democracias en el mundo actual ya no caen por golpes de Estado o invasiones extranjeras, sino que lo hacen a través de líderes que, con sus decisiones, terminan erosionando las instituciones. Esto es especialmente relevante en Latinoamérica, donde muchas instituciones políticas y económicas se crean sin tener nunca la intención de cumplir en la práctica el rol que tienen en el papel, tal como advierten en un reciente libro Daniel Brinks, Steven Levitsky y María Victoria Murillo. Uno de los pilares que necesita la gestión es contar con la autonomía suficiente para cumplir adecuadamente su mandato legal –y los valores que promueve la administración pública–, resguardando su labor de mandatarios políticos de turno que quieran instrumentalizarla. Esto es de especial preocupación para el caso chileno ante el ascenso que ha tenido la ultraderecha, y la posibilidad cierta de ocupar el sillón presidencial en los próximos años.
Respecto a la flexibilidad, la administración pública necesita tener una estructura ágil que haga frente de forma adecuada a los cambios en el entorno. Algunos principios estructurantes de la administración pública, como el apego irrestricto a las normas y la estandarización de procesos administrativos, la han convertido en una organización con dificultades para enfrentar problemas globales, como son las crisis migratoria y climática. Esto es especialmente cierto en el caso chileno, donde se suma un proceso de toma de decisiones centralizado, que deja un escaso margen de acción a las administraciones públicas desplegadas en el territorio.
En meses recientes, hemos visto cómo la llegada masiva de migrantes en el norte de Chile generó un conflicto con las localidades de esa zona, así como el rápido colapso de los servicios públicos. Lo propio ha hecho la crisis climática, llevando al Estado al límite ante incendios y situaciones de escasez hídrica, por mencionar algunas. Los servicios públicos desconcentrados y descentralizados podrían adaptarse de mejor manera ante estas dinámicas si tuviesen mayores atribuciones y recursos para actuar a nivel local y con perspectiva territorial, sin depender de las decisiones del gobierno central y los servicios que están en la capital.
El Estado debe estar al servicio de las personas, y las estructuras estatales que tenemos hoy, en particular fuera de la capital, no necesariamente tienen una capacidad para responder ante situaciones extremas y urgentes. La flexibilidad de ellas y la capacidad estatal pueden hacer la diferencia central para el tratamiento adecuado de los problemas públicos. Este es el desafío que debemos aceptar para asumir el nuevo ciclo político de Chile. Más allá del tamaño del Estado, lo que importa es que las instituciones tengan la capacidad para responder a las necesidades de la gente.