El diseño de un sistema de justicia integral que logre satisfacer las exigencias de un genuino Estado de Derecho supone hacerse cargo de la estructura, funciones y ubicación institucional de la Defensoría Penal Pública. En efecto, esta institución es parte central del entramado que toda democracia debe edificar para racionalizar y controlar el actuar de los órganos estatales encargados de la persecución criminal estatal.
Los diques de contención más importantes que todo sistema democrático debe garantizar frente a las potenciales arbitrariedades, errores o excesos del accionar policial y del Ministerio Público no se agotan con la consagración de un soporte normativo teórico y abstracto de reglas y garantías procesales, si no que supone, adicionalmente, un diseño institucional que asegure que tales derechos y garantías serán debidamente representadas y exigidas ante el Sistema de Justicia. Allí es donde se visualiza como un rol central la institucionalidad de que se dote a la Defensa Penal Pública y debe ser abordado como un tema prioritario por la Convención Constitucional
No resulta novedoso evidenciar los resquemores que produce en la ciudadanía el derecho que todas las personas imputadas o acusadas tienen, a ser presumidas inocentes, con la doble manifestación de regla de trato y carga de la prueba que se impone al Estado. Esta obligación deriva de nuestra actual carta fundamental, de los Tratados Internacionales en materia de Derechos Humanos suscritos y ratificados por Chile y de nuestras reglas procesales. Las encuestas sin embargo evidencian que la comunidad suele estar más inclinada y preocupada del incremento de las prerrogativas policiales y del Ministerio Público o del uso de la prisión preventiva o de las penas privativas de libertad como regla general.
Existen, sin perjuicio de lo señalado , momentos en los que es posible visualizar la relevancia del actuar de la Defensa Penal Pública con toda su elocuencia, así ocurre en contextos de regímenes autoritarios o menos democráticos que abusan del poder estatal y del sistema de persecución penal para perseguir opositores y manipular los sistemas de enjuiciamiento criminal en pos de sus idearios políticos, tal como lo acreditan los recientes informes de Naciones Unidas en los casos de Venezuela o Nicaragua. Lo mismo ocurre cuando se constata que el Estado ha perseguido, encarcelado, acusado o condenado a personas que luego se demuestra su inocencia, quedando en evidencia los errores-a veces inexplicables cometidos por el Estado persecutor. Lo referido ha sido motivo de extensos e ilustrativos trabajos por parte del denominado Proyecto Inocente que tiene amplio despliegue y reconocimiento en Estados Unidos, Puerto Rico y algunos países de América Latina y que ha develado que los errores del sistema de justicia se concentran en problemas o deficiencias asociadas a la prueba pericial, los reconocimientos de testigos, la conducta de los agentes del Estado, confesiones viciadas o incluso representaciones judiciales deficientes de la propia defensa. Todo lo señalado tiene un doble problema de la mayor gravedad, ya que se persigue o condena a un inocente y al mismo tiempo queda en la impunidad el verdadero responsable de los hechos.
Por lo expuesto es que resulta fundamental garantizar un sistema de pesos y contrapesos, donde el Ministerio Público, más allá de sus sistemas de autocontrol y regulación o uso adecuado del principio de objetividad, tenga un legítimo contradictor que pueda: representar debidamente los intereses de la parte imputada o acusada; evidenciar los problemas de que puedan adolecer las pruebas de cargo; exigir que las medidas cautelares personales respeten los principios de idoneidad, necesidad y proporcionalidad; controlar que la penas que sean impongan se ajusten a la legalidad vigente; y lo más importante, argumentar y demostrar con investigaciones autónomas y pruebas propias, la inocencia de la parte imputada o acusada en su caso.
Todo lo anterior supone necesariamente una Defensa Penal Pública dotada de las herramientas institucionales, procesales y presupuestarias que le permitan cumplir a cabalidad sus funciones. Desde la óptica institucional es necesario migrar desde una Defensa situada en la órbita del Poder Ejecutivo como la chilena, a una Defensa Penal autónoma constitucionalmente a objeto de asegurar altos niveles de independencia en el ejercicio de sus potestades, que le permita representar los intereses de sus representados frente al sistema de justicia, participar de los debates de políticas públicas con completa separación de los intereses y visiones de la Administración de turno, e incluso litigar internacionalmente para evidenciar las responsabilidades del Estado frente al sistema interamericano.
Una cuestión complementaria a la anterior refiere a la necesidad, igualmente crítica, de construir un espacio no sólo autónomo para la Defensa Penal sino asimismo especializado y único, evitando de esta manera la creación de un mega servicio de Defensas que aglutine todo tipo de prestaciones judiciales en una misma institución. La evidencia comparada demuestra que instituciones de defensa general tienden a desnaturalizar la función compleja y central de la Defensa Penal, e incluso afectar presupuestariamente la posibilidad de desarrollar una defensa activa en lo investigativo y probatorio.
Como es obvio la prestación de servicios de Defensa Penal, a diferencia de otros servicios de asistencia jurídica o judicial, enfrenta las sanciones más severas del sistema de justicia, supone eventualmente enfrentar condenas a cadenas perpetuas, enfrentar el poder punitivo de la Policía y el Ministerio Público, lo que torna a este tipo de servicios en único, complejo y especial. Ello ha sido por lo demás evidenciado por la Asociación Interamericana de Defensorías Penales (AIDEF) y por el propio sistema Interamericano de Derechos Humanos.