Una sola Cámara puede reunir todos los componentes: representantes de la ciudadanía, de los pueblos indígenas, de las regiones o territorios, paritaria y renovada por mitades. Pero es un cóctel con demasiados ingredientes. Si se agrega un sistema electoral mixto, tipo el alemán o el neozelandés, lo que sería positivo, para mejorar a nuestros partidos, tan a maltraer, el diseño se complica más. ¿No sería un rompecabezas con demasiadas piezas? ¿Entenderíamos, los votantes, la transformación de nuestros votos en escaños o sería un alambique indescifrable salvo para iniciados? ¿Y qué se gana con esa fragmentada unicameralidad?
“Si la segunda Cámara disiente de la primera, es maliciosa; si asiente, es superflua”. El dilema atribuido a Sieyès, ha tenido influencia. Las legislaturas unicamerales son mayoría. Así, fueron desapareciendo las segundas Cámaras de Dinamarca, Suecia y Portugal o entraron en hibernación, como la Cámara de los Lores.
Sin embargo, entre 1996 y el 2012, 28 países adoptaron el bicameralismo y solo uno de ellos es federal (Coakley, 2014, p. 8). Suiza y Bolivia conservaron el bicameralismo en sus constituciones del 99 y el 2003. Hoy, de los 193 países que considera la Inter-Parliamentary Union, 79 tienen parlamentos bicamerales. El número de unicamerales, en cambio, se ha mantenido casi constante. En la OCDE, hoy el 52% tiene un sistema bicameral. La Cámara de los Lores, al no ser ya hereditaria, recobró legitimidad y está aumentando notoriamente su influencia (Russell, 2013). Signos de nuestro tiempo. El bicameralismo está en auge.
La primera Cámara es, fundamentalmente, un órgano escogido a partir de la población ciudadana. Su principio inspirador es “una persona, un voto”. Y es bueno que haya una asamblea que nos represente en cuanto ciudadanos de Chile.
Pero hoy en día buscamos representar también otras dimensiones de la existencia. No solo nuestra igualdad en cuanto ciudadanos del mismo Estado. Ese Estado está compuesto por diversas naciones que exigen ser reconocidas.
Esto es lo contrario del nacionalismo y del etnonacionalismo. Porque el nacionalismo es “esa posición según la cual cada nación debe dar origen a un Estado y cada Estado viene a ser la expresión de una nación” (Fontaine, 2009).
Por el contrario, lo que queremos, siento, es un Estado plural, cuya legitimidad dependa de la justicia de sus reglas y no esté fundado en una sola nación. Y es bueno, entonces, que las diversas naciones y pueblos indígenas que componen Chile estén representados en el Parlamento.
La vida humana transcurre en un espacio cruzado por el tiempo. Nacemos, amamos, trabajamos, educamos a nuestros hijos y morimos en un territorio. Chile no es simplemente un número de habitantes. Es un conjunto de territorios en los que transcurre la vida de pueblos que exigen reconocimiento. Es bueno, entonces, que los diversos territorios estén representados en el Parlamento.
Vivimos en una cultura herida por discriminaciones de género y marcada por prejuicios. Es necesario garantizar que la igualdad de género se exprese. Es bueno, entonces, asegurarnos de que hombres y mujeres estén igualmente representados en el Parlamento.
Las redes sociales no están fuera sino adentro de nuestras vidas. El mundo real y el mundo virtual estarán cada vez más interpenetrados. En las redes sociales resurge el espíritu de turba. Freud habla de que la masa puede transformar al ser humano en un “animal de horda”, que sale en busca de un caudillo que encarne “al temido padre primitivo” dotado de “un poder ilimitado” (Freud, 1921).
Muchas investigaciones indican que las redes fomentan la polarización, la volatilidad política y el populismo de derecha o de izquierda (Sunstein, 2018; Gurri, 2018; Allcott et alia, 2020; Guriev et alia, 2021).
El parlamentarismo y el semipresidencialismo no tienen remedios que ofrecer ante el fenómeno. El objetivo es encontrar “una defensa del pueblo en contra de sus propios errores y falsas ilusiones” (El Federalista, N° 63). El modo democrático de mitigar esas pasiones tan violentas como pasajeras es establecer una renovación parcial –por mitades o tercios– y no total del Parlamento en cada elección.
Así, el control completo del gobierno y el Parlamento exige sostener una corriente política por un cierto tiempo, durante el cual sus propuestas estarán sometidas a examen y discusión. La apuesta es que el transcurso del tiempo y la deliberación pública enfríen esas emociones transitorias y permitan decisiones más razonadas. Es bueno, entonces, que las elecciones sean escalonadas, es decir, que no todos los parlamentarios se elijan el mismo día.
Una sola Cámara puede reunir todos los componentes: representantes de la ciudadanía, de los pueblos indígenas, de las regiones o territorios, paritaria y renovada por mitades. Pero es un cóctel con demasiados ingredientes. Si se agrega un sistema electoral mixto, tipo el alemán o el neozelandés, lo que sería positivo, para mejorar a nuestros partidos, tan a maltraer, el diseño se complica más. ¿No sería un rompecabezas con demasiadas piezas? ¿Entenderíamos, los votantes, la transformación de nuestros votos en escaños o sería un alambique indescifrable salvo para iniciados? ¿Y qué se gana con esa fragmentada unicameralidad?
Más sencillo optar por una segunda Cámara. La primera representa a los ciudadanos y es elegida, básicamente, a partir de la población. La segunda, representa a los territorios y pueblos originarios de Chile. La primera se renueva en su totalidad. La segunda, por mitades. Ambas Cámaras han de ser paritarias.
No hay ventajas que se logren sin sacrificio. El precio es la demora. Si quisiéramos solo eficacia para aterrizar con máxima rapidez un programa de gobierno, mejor es un dictador elegido por el pueblo o los parlamentarios.
Con todo, el Senado es más rápido que la Cámara. Le saca más de dos meses de ventaja. La mayoría de los proyectos mueren en la Cámara. El senado actúa casi siempre como Cámara revisora y aprueba el 65% de los proyectos que ingresan a ella. El 79% de los proyectos presidenciales que revisó fueron aprobados (Toro et alia, 2022, período 1990-2018). Estos datos echan a pique muchas fantasías. Entre otras, esa de que el Senado bloquea sistemáticamente los proyectos.
Si se objeta que el Senado se haya opuesto al proyecto tal o cual, ello se debe a la posición política de esos senadores, no a la institución de la segunda Cámara como tal. Culpar al bicameralismo de que no se hayan aprobado proyectos más radicales, exculpa a los gobiernos y parlamentarios que debieran, en tal caso, haber presentado y aprobado esos proyectos radicales. Una nueva composición trae aparejada nuevos representantes. No replica el pasado.
Y hay medidas que podrían acelerar el proceso: eliminación de los 2/3; elecciones parlamentarias simultáneas con la segunda vuelta; abreviar la tramitación. En fin, hay alternativas.
La segunda Cámara de los territorios y pueblos indígenas no ha de ser decorativa. “La justificación principal para instituir una legislatura bicameral en lugar de una unicameral, es darle una representación especial a las minorías… Deben darse dos condiciones para que esa representación de las minorías tenga sentido: la Cámara Alta debe ser elegida a partir de una base diferente que la Cámara Baja, y debe tener poder real –idealmente, tanto poder como la Cámara Baja–” (Lijphart, 1999).
Si los representantes de los territorios y pueblos indígenas no participaran en la aprobación de la Ley de Presupuestos ni en la legislación medioambiental, tributaria, educacional, laboral, de salud, vivienda, obras públicas, minería, forestal, etc., ¿es que se los ha reconocido de verdad? Por supuesto que no.
Queremos una segunda Cámara, pero no una segunda Cámara de segunda clase.