Desterrar la guerra y alentar la paz debería ser la consigna para forjar desde la base la reconciliación entre pueblos hermanos. Con esa perspectiva, asignándole valor a los simbolismos propios de la cultura rusa, cabría esperar que el 9 de mayo venidero, fecha en que se conmemora majestuosamente en Moscú el “Día de la Victoria”, la ortodoxia, que une a la nación forjada en la aldea de Kiev muchos siglos atrás, pudiera atizar la luz de la paz.
Atrapado en la obscuridad de un enfrentamiento entre pueblos “unidos por la sangre e historia común”, el canciller de la Federación de Rusia anunció una nueva etapa de la “operación militar especial” contra Ucrania, prendiendo las alarmas ante la insinuación de una posible utilización de armas de destrucción masiva. Una alerta que interpela a observadores y analistas a indagar algo más sobre las causas y consecuencias de un conflicto de alto impacto global, porque el escenario cambia drásticamente si la disuasión nuclear cruza el umbral para transformarse en intimidación.
Todo indica que, si los objetivos militares iniciales de coerción, diseñados por el presidente Putin, no se cumplieron según las expectativas del Kremlin, la nueva fase adquiere visos de una suerte de Tercera Guerra Mundial, cuya intensidad se asocia con el curso de los acontecimientos y la capacidad defensiva de Ucrania. De ahí que la reciente visita del secretario general de la ONU, tanto a Moscú como Kiev, no pareciera haber contribuido a disipar las aprensiones que existen respecto de una crisis humanitaria de proporciones que, sumada a los estragos de la pandemia, dibuja un panorama asaz preocupante.
Ahora bien, esta nueva situación, además de aumentar el sentimiento de inestabilidad, incertidumbre e indefensión en la mayoría de la comunidad global, reclama una reflexión profunda sobre el porqué de una guerra en Europa luego de décadas de paz y estabilidad; y, otra adicional, que busque respuestas contundentes a la incapacidad de los organismos internacionales que deberían haber neutralizado el conflicto.
En otras palabras, corresponde satisfacer inquietudes respecto de la gobernanza y el manejo de riesgos estratégicos, que se han multiplicado, de manera exponencial, con la tecnificación y nuevos paradigmas de comunicación configurados a su amparo. Por ende, por muy loables que sean las declaraciones, exhortaciones o resoluciones condenatorias de hechos deplorables e irracionales, no resultan suficientes para desarticular una crisis de irradiación planetaria. De ahí, entonces, la pertinencia de obtener un diagnóstico afinado de las implicaciones y ramificaciones del conflicto que, ciertamente, pudo preverse mediante un oportuno y debido uso de los mecanismos de inteligencia y la ayuda de la diplomacia. Con todo, será propiamente esta última, la que encauce cualquier negociación, cese del fuego o logro de la paz, toda vez que este enfrentamiento fratricida no tendrá vencedores, a pesar de los esfuerzos de las partes por mejorar posiciones y exhibir ganancias; en consecuencia, el arte de la diplomacia es la herramienta más idónea para un cometido de evidente sensibilidad político-estratégica.
Los efectos de esta guerra “híbrida” son negativos y palpables para ambas partes, llegando a afectar incluso el poder blando que han construido con esfuerzo; también son irreparables las pérdidas de vidas humanas e imborrables las cicatrices de guerra que quedarán en los países directamente involucrados. Todo ello, sin considerar el costo que implicará la reconstrucción de ciudades destruidas y la reinstalación de millones de personas que han emigrado, dejando seres queridos, hogares y lugares de trabajo. Un desastre de proporciones incalculables, que golpea a prácticamente todos los temas de la agenda global, incluido el combate al cambio climático, porque parte de la contribución de actores importantes deberá liberarse para cubrir prioridades inmediatas producto del impacto universal de las sanciones acordadas de cara a este conflicto.
Son muchas las teorías que se esgrimen respecto del impacto variopinto de la guerra en las agendas de los Estados y no está claro cuál es la mirada correcta (idealista, realista, constructivista) a la hora del análisis del nuevo mapa geopolítico de espacios físicos y cibernéticos que son convergentes y disruptivos, a la vez. En efecto, para analizar los riesgos involucrados en el prolífico mosaico temático de la agenda correspondiente, cabe concatenar hechos del diversa índole y trascendencia para darles sentido y coherencia, porque la digitalización acoge una abultada cantidad de hipótesis y conjeturas que requieren tratamiento especial y motricidad fina, que no es común en todas las disciplinas ni gestores.
[cita tipo=»destaque»]Quizás, sería ideal motivar a la sociedad a impulsar una cruzada encaminada a concretar “una común, comprehensiva, cooperativa y sostenible iniciativa de seguridad global”, similar a la recientemente anunciada por la República Popular China.[/cita]
Puestas así las cosas, luego de un ejercicio acotado de arqueología cultural y lectura hermenéutica de los acontecimientos pretéritos, presentes y futuros más relevantes, se puede concluir que la idea de “reencarnación del imperio zarista” está presente en el origen del conflicto y ha sido clave en la estrategia desplegada por Rusia para influir en la configuración del Nuevo Orden Internacional aún en ciernes.
Sin ninguna duda, a través de este acto contrario al Derecho Internacional, pretende recuperar la impronta de otrora para participar con credenciales en un proceso que percibe esquivo para sus intereses y amenazante para las aspiraciones de interlocutor privilegiado de la agenda mundial. En consecuencia, para calibrar esta nueva fase anunciada por Rusia, vale asumir que la dicotomía entre la nostalgia del Kremlin por activar un proyecto nacionalista/autoritario anclado en el pasado y el ímpetu de una Ucrania patriota y moderna por estructurar su futuro sintonizado con la cultura europea occidental, colisiona con el nuevo balance de poder al que pretende acceder Moscú sin cortapisas de ninguna especie.
Al cuadro descrito se agregan, por cierto, muchas dudas por dilucidar, intereses que compatibilizar, contradicciones que conciliar, expectativas que aterrizar y simbolismos que explicar, de cara a cómo se estructurará la agenda posconflicto. Más allá de las aspiraciones de paz, resulta difícil predecir el término del mismo, toda vez que cada cosmovisión tiene su propia percepción y quizás contrapuesta en cuanto al escenario que surgirá; puede que ninguna termine por seducir a quienes corresponda. Se trata de un punto importante porque las severas fracturas que presenta el sistema alientan la tendencia a recuperar áreas de influencia y centralizar el poder. Allí, la democracia y autoritarismo, que están en medio de esta confrontación bélica, muestran claramente que no comparten la misma verdad respecto del pasado ni del futuro, impactando consecuentemente la conducta y la autonomía estratégica de los Estados.
Con este marco como referencia, podría ser un buen ejercicio didáctico releer la encíclica “Pacem in terris”, publicada en 1963, en un periodo crucial de la historia contemporánea marcado por la bipolaridad, la mundialización de lo social y la emancipación de las antiguas colonias. Podría favorecer un juicio comparativo con la situación actual, teniendo en cuenta que el mensaje se orienta, en lo medular, a avanzar hacia una armónica convivencia en un momento de especial sensibilidad estratégica, acicateado por la “crisis de los misiles” que, pocos meses antes, había movilizado, peligrosamente, a la Unión Soviética y los Estados Unidos hacia un enfrentamiento nuclear, que tuvo en vilo a la Humanidad en términos más desafiantes que ahora.
El acápite central de ese magnífico documento de Juan XXIII, resulta inspirador “para prevenir desequilibrios, gobernar la economía, promover la paz, desterrar la guerra y cuidar el Medio Ambiente, con el apoyo de la verdad y la justicia”. Por lo tanto, la mentalidad de la Guerra Fría que aún merodea la agenda internacional, y no se condice con la realidad del siglo XXI, cabría dejarla en hibernación y rescatar aquellos planteamientos coincidentes con el momento que se vive.
Quizás, sería ideal motivar a la sociedad a impulsar una cruzada encaminada a concretar “una común, comprehensiva, cooperativa y sostenible iniciativa de seguridad global”, similar a la recientemente anunciada por la República Popular China. Desterrar la guerra y alentar la paz debería ser la consigna para forjar desde la base la reconciliación entre pueblos hermanos. Con esa perspectiva, asignándoles valor a los simbolismos propios de la cultura rusa, cabría esperar que el 9 de mayo venidero, fecha en que se conmemora majestuosamente en Moscú el “Día de la Victoria”, la ortodoxia, que une a la nación forjada en la aldea de Kiev muchos siglos atrás, pudiera atizar la luz de la paz.