La pobreza también debe ser entendida tomando en cuenta las oportunidades disponibles en la sociedad y las capacidades que tienen las personas para aprovecharlas, ya que esto define lo que estas pueden ser y hacer. Querer hablar de pobreza no es desconocer los innegables logros realizados por el país en la materia, tampoco significa querer mirar el “vaso medio vacío” del progreso social y económico alcanzado, sino más bien busca poner nuevamente en primera línea de la discusión pública la urgencia de erradicarla. La pobreza es causa y consecuencia de la vulneración de derechos humanos, y abordarla en toda su complejidad debe volver a ser una política de Estado y un compromiso de toda la sociedad.
Tradicionalmente la pobreza, como problemática social, ha estado ligada a la carencia de ingresos. Pero la pobreza es un fenómeno mucho más complejo que eso. Implica la falta de desarrollo humano y de capacidades que permitan aprovechar las oportunidades generadas por el progreso, situando a las personas que la enfrentan en una posición de desventaja.
Los impactos de las crisis experimentadas recientemente, COVID-19 e inflación, evidenciaron que el desarrollo conseguido en las últimas décadas no ha otorgado seguridades mínimas que permitan a los hogares enfrentar este tipo de perturbaciones, y que un amplio porcentaje de la población vive una vulnerabilidad marcada por la inseguridad económica y la falta de capacidades para sobreponerse de mejor manera a sus efectos nocivos.
Así, estos últimos tres años han quedado expuestas diversas formas en que se experimenta la pobreza en el país, que habían estado ocultas detrás de los buenos indicadores socioeconómicos logrados en las últimas décadas y que, en definitiva, muestran que las oportunidades no han alcanzado a todos por igual.
Las dificultades provocadas por el COVID-19 se acentuaron producto de las desigualdades preexistentes en el país, que incluso antes de la pandemia estaban socavando la calidad de vida de muchas personas. Esto contribuyó a que esta crisis afectara de manera particular, y de forma más permanente, a los sectores más vulnerables de la población, como los hogares dirigidos por una mujer, los hogares donde hay mayor presencia de niños, niñas y adolescentes, o los hogares de menores ingresos.
Así, además de incrementar la pobreza medida a través del ingreso, que pasó de un 8,6% en 2017 a un 10,8% en 2020, los efectos de la pandemia se extendieron incluso al ámbito de la seguridad alimentaria, un fenómeno que en Chile se daba por superado o se suponía acotado a focos específicos de la población. En julio de 2020, el peor momento de esta crisis, un 22% de la población sufrió de inseguridad alimentaria moderada o severa, siendo esta cifra de un 30% en el quintil de menores ingresos.
[cita tipo=»destaque»]En estas condiciones se ve difícil que los individuos puedan alterar sus condiciones de vida y alcanzar un mayor bienestar.[/cita]
En la actualidad, la inflación se ha transformado en un peligro y una amenaza para la recuperación socioeconómica pospandemia. Esta coyuntura económica ha afectado de manera directa el bienestar y ha vuelto a poner a prueba la resiliencia de los hogares. Una mayor inflación se ha traducido en una inédita alza en el valor de la canasta básica de alimentos, que en julio de 2022 tuvo un incremento interanual de 21%. Esto ha implicado, respecto de la situación prepandemia, un 42% más de personas que residen en hogares que no tienen la capacidad de adquirir una canasta básica de alimentos de manera autónoma, esto es, a partir de sus ingresos laborales.
Pero el problema va más allá de la respuesta que los hogares han tenido frente a estas crisis. Pareciera ser más estructural, porque alude hasta qué punto la sociedad chilena brinda a las personas los soportes necesarios para realizar sus metas y/o proyectos de vida. Tomemos el caso del trabajo y la educación como ejemplo, dos motores habituales de la movilidad social. Si bien tener un empleo remunerado provee de ingresos, los datos para Chile muestran que, para un importante segmento de la población, contar con un trabajo no se traduce necesariamente en otros logros, como la seguridad económica o la suficiencia de ingresos para cubrir los gastos.
En 2021, un 27% de la población consideró que su trabajo no le permitía disponer de estabilidad financiera y un 34% declaró que los ingresos de su hogar no le alcanzan para llegar a fin de mes. Asimismo, un 39% de las personas consideraba que su educación no le había permitido tener mayores ingresos, y un 50% señaló que no le ha permitido ascender en su trabajo. En estas condiciones se ve difícil que los individuos puedan alterar sus condiciones de vida y alcanzar un mayor bienestar.
La pobreza, entonces, también debe ser entendida tomando en cuenta las oportunidades disponibles en la sociedad y las capacidades que tienen las personas para aprovecharlas, ya que esto define lo que estas pueden ser y hacer. Querer hablar de pobreza no es desconocer los innegables logros realizados por el país en la materia, tampoco significa querer mirar el “vaso medio vacío” del progreso social y económico alcanzado, sino más bien busca poner nuevamente en primera línea de la discusión pública la urgencia de erradicarla. La pobreza es causa y consecuencia de la vulneración de derechos humanos, y abordarla en toda su complejidad debe volver a ser una política de Estado y un compromiso de toda la sociedad.