Se debe agradecer a Carlos Peña el haber contribuido a revalorizar el legado de Max Weber en diversas intervenciones escritas y entrevistas. Las reflexiones del gran pensador alemán han sido y seguirán siendo una muy valiosa fuente de inspiración intelectual y política y es un mérito indiscutible haberlas traído a colación en momentos de crisis como este.
Hay además un paralelismo entre ambas figuras que nos parece interesante resaltar. Como Weber, Peña es un intelectual con una alta motivación por la política, siempre abierto a tratar temas de interés público y sin eludir las controversias. Posiblemente por ello, uno de sus grandes cuestionamientos a académicos, intelectuales y políticos sea su supuesta carencia de espíritu reflexivo y crítico.
Al mismo tiempo, una indagación somera de la forma en que Peña lee a Weber y las conclusiones que saca de dicha lectura, nos muestran que la suya es una interpretación estrecha, parcial y además descontextualizada históricamente. Más aún, en algunos puntos fundamentales, Weber se encuentra en las antípodas de Peña.
En efecto, como se recordará, el principal adversario político de Max Weber fue el conservadurismo alemán, nacionalista y militarista, que pretendía mantener el régimen monárquico en Alemania y que defendía la guerra iniciada en 1914 como una lucha contra “las ideas de 1789”. Dicho conservadurismo consideraba que Alemania había seguido un camino propio (Sonderweg) que lo separaba y oponía a otras grandes naciones europeas, como Francia e Inglaterra.
Weber criticó sin reservas estos planteamientos. Si bien él era también nacionalista y, por tanto, el engrandecimiento de Alemania era un fin superior, consideraba que, para ello, era necesario instaurar un régimen parlamentario y abolir la monarquía vigente. Se debía también mejorar la administración del Estado, incorporando en ella a profesionales abocados a materias técnicas y cuyo desempeño se dé acuerdo con un derecho estatuido. En suma, se debía constituir una burocracia moderna. Lo mismo habría de aplicarse a los partidos políticos. En el plano del desarrollo industrial, Alemania debía también imitar a las naciones más avanzadas si quería tener un lugar importante en el concierto mundial.
El pensamiento de Weber, con todas sus tensiones y ambigüedades, representó en la sociedad de su época una fuerza democratizadora y fundamentalmente anticonservadora. Instaurada la democracia, en 1918, el canciller Friedrich Ebert (socialdemócrata) consideró incluso nombrarlo ministro del Interior. También colaboró en algunos puntos en la redacción de la Constitución de Weimar.
Por el contrario, Carlos Peña se ha destacado en la última década por su fuerte oposición a las ideas progresistas, a las que califica de utópicas y voluntaristas. Con matices más o menos –como la valoración del reconocimiento de los pueblos indígenas–, la suya ha devenido en una posición básicamente conservadora, en cuanto a defender el modelo político y económico vigente y cuestionar a quienes pretenden hacerle reformas sustantivas. Se trataría, en su opinión, de una sociedad que ha experimentado un exitoso proceso de modernización, disminuyendo la desigualdad y manteniendo la plena vigencia de un régimen democrático. Por ende, una transformación radical solo puede generar desorden y, a la larga, la destrucción de la democracia. Su modelo podría ser Burke, pero no Weber.
Max Weber fue un crítico radical de las utopías emancipadoras, como lo es también Peña. Criticó el socialismo y toda idea de acabar con “la dominación del hombre por el hombre”, a la que consideró derechamente una “farsa” (Carta a Robert Michels, 4 de agosto de 1908). También preconizó el realismo político, sosteniendo que toda actividad política supone necesariamente chocar con las propias convicciones, “pactar con los poderes demoníacos” (La política como vocación-profesión, 1918). Por eso se debe conjugar en la política la ética de la convicción (Gesinnungsethik), o sea, la lealtad a nuestros principios, con la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que significa sopesar siempre las consecuencias de las propias acciones.
Weber explica que estas éticas no están en oposición, sino que se complementan y que ambas forman parte de quien tiene a la política como su vocación-profesión (Beruf). Asimismo, crítica una política del poder por el poder (Machtpolitik), que, aunque puede ser efectiva, “conduce al vacío y al sinsentido” y concluye con una reivindicación de la utopía: “La política consiste en taladrar lenta y vigorosamente unas tablas duras con pasión y prudencia a la vez. Es efectivamente cierto, y toda la experiencia histórica lo confirma, que nunca se habría alcanzado lo posible si no se hubiera intentado lo imposible” (La ciencia como vocación-profesión, 1918).
Nada más lejos que el pensamiento que ha mostrado Peña en el último tiempo. En pleno “estallido social” de octubre de 2019 afirmó, con convicción digna de partisano, que de esta “revuelta juvenil” no se podía esperar que nazca una nueva Constitución. Aunque posteriormente atenuó su análisis, propuso en una columna de noviembre de 2019, titulada “El debate Constitucional”, solo modificar algunos quórums constitucionales y al Tribunal Constitucional. Pese a ello, sostuvo en enero de 2020, en entrevista a La Tercera: «No creo haberme equivocado absolutamente en nada».
En relación con lo anterior, resulta evidente que Peña ha recogido de Max Weber un solo gran aspecto, el realismo político, pero ha dejado de lado el otro, no menos importante, el valor de los ideales e incluso de las utopías, sin las cuales la política carece de sentido. Por otro lado, y como se recordará, Weber consideraba los valores (ideas, doctrinas, concepciones de mundo) como la fuente mayor de la creatividad del ser humano y estimaba que el proceso de racionalización –descrito dramáticamente en las páginas finales de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905) y otros textos– amenazaba la fuente del cambio social al abandonar a la sociedad al predominio de la eficiencia, el orden y la nivelación de los individuos.
Es precisamente esta segunda dimensión la que aparece también en relación con el aspecto de Weber que más subraya Peña, el de la fuerza en política. Peña sostiene que, de acuerdo con el autor, “la principal función del gobierno es mantener el orden”, pero esto requiere una rectificación. Cuando Weber define sociológicamente al Estado, aclara que no puede hacerse por las funciones que cumple, dado que estas pueden ser muy diversas, sino por el medio que utiliza. O sea, no se trata de tareas del Estado sino de qué medio le es propio: el monopolio de la violencia física. Pero agrega que se trata de una violencia legítima, esto es, que la sociedad reconoce como un derecho del Estado.
Peña concordará probablemente en que uno de los grandes problemas contemporáneos y de la sociedad chilena en particular, radica precisamente en la violencia, no solo la de grupos radicales –de suyo condenable– sino también y, por sobre todo, la ejercida por el Estado y la necesidad de que esta se conforme a un marco legal-constitucional democrático. O sea, se ejerza de acuerdo con la forma predominante de legitimidad en el mundo moderno, según Weber, la legalidad.
La relación con la legitimidad abre un tercer aspecto del pensamiento de Weber igualmente dejado de lado por Peña. Weber afirma que, para ser estable, la dominación estatal no puede descansar exclusivamente en la fuerza, sino que requiere legitimidad; el consenso de los dominados en torno a la validez intrínseca de un orden de dominación. Por eso Weber define este conjunto de creencias como “justificaciones internas” (innere Rechtfertigungen), dando a entender que existe un vínculo esencial entre la dominación y la legitimidad, que le permite luego distinguir tres tipos de dominación de acuerdo con la forma de legitimidad en la que se basan: carismático, tradicional y racional legal.
Cabría serenamente preguntarse si un análisis de los diversos movimientos de protesta y, particularmente, el que tuvo lugar en Chile desde octubre de 2019, no podría empezar precisamente aquí, a partir de un análisis de la crisis de legitimidad del Estado, buscando entender los motivos, creencias e ideales de quienes la impugnaron en forma activa y, en muchas ocasiones, violentas. Peña, en cambio, considera su acción como mera expresión de descontento juvenil, infantilismo o irracionalidad. Una vez más, Weber sale en nuestro auxilio contra Peña, cuando nos recuerda que se hace política con la cabeza, pero no solo con la cabeza. Así, por ejemplo, el carisma se basa precisamente en la creencia en las fuerzas extraordinarias de una persona.
Ubicarse al alero de un pensamiento tan rico y complejo como el de Weber no significa repetir literalmente lo que él dijo. Pero Weber no se deja reducir a una imagen tan simplificada y conservadora como la que presenta Peña. Por el contrario, puede contribuir a una reflexión crítica de nuestra sociedad y no simplemente a una actitud puramente defensiva del statu quo. Es evidente que Peña corresponde al tipo de intelectual que no solo reflexiona sobre la realidad política y cultural del país, sino que, además como persona comprometida con la educación, hace pedagogía política con la pretensión de conducir el debate nacional, pero ello no puede hacerse a costa de la simplificación de un pensamiento tan complejo e innovador como el de Weber o de otros grandes intelectuales de la primera modernidad.