En tiempos de grandes festivales, el estudio de la economía vivió su propio festival, encabezado por dos grandes cabezas de cartel, como Mariana Mazzucato y Joseph Stiglitz. Este último, Nobel de Economía en 2001.
Parte de la siempre conservadora e ideologizada elite criolla intentó presentarlos como economistas marginales y caracterizar sus ideas como propias de un estatismo trasnochado, a pesar de que ambos gozan de alta influencia en la definición de políticas económicas en todo el mundo y que están lejos de ser considerados economistas radicales.
A riesgo de pecar de reduccionismo, la tesis central del trabajo de ambos sostiene que el mercado por sí solo no cuenta con las herramientas suficientes para afrontar los grandes desafíos que encara el planeta y, con ello, la humanidad en el siglo XXI. Sin ser ninguno de los dos especialistas, ni mucho menos activistas en materias ambientales, coinciden en que el cambio climático representa el ejemplo más claro y acuciante de esta falta de herramientas del mercado.
Ante la presencia de costos no internalizados por los productores, los mercados producirán bienes en mayor cantidad que la socialmente óptima, como sería el caso de combustibles fósiles y su consiguiente emisión de gases de efecto invernadero (GEI). Siguiendo la misma lógica, cuando los productores no puedan apropiarse de los beneficios de producir algún bien, tenderán a producir por debajo de lo deseable, como sería el caso de la investigación y desarrollo. Hasta ahí, la tesis se centra en las premisas básicas de lo que se conoce por externalidades, a lo que el paradigma económico dominante respondería que existe espacio para que el Estado corrija estas situaciones por la vía, por ejemplo, de subsidiar la investigación y desarrollo, a la vez que gravar con impuestos las emisiones de GEI.
Lo que proponen Mazzucato y Stiglitz, en cambio, es superar esta visión del Estado como un mero corrector de las fallas de mercado y darle al aparato público herramientas proactivas para pensar las soluciones a largo plazo que el mercado es incapaz de proveer. De la lectura del trabajo de ambos autores, es muy fácil observar que sus propuestas son muy distantes de la visión estatista que los críticos locales pretenden imputarles. La base de sus estudios es la observación de que las grandes transformaciones productivas de nuestros tiempos, como lo es el internet, provienen de la inversión estatal.
La transición hacia una economía ecológicamente razonable requiere, sin dudas, de este impulso público, pues la propia estructura e incentivos del mercado de capitales hace imposible que una trayectoria riesgosa y de largo plazo sea liderada por el sector privado. Así, por ejemplo, ambos economistas mencionaron en sus conferencias en Chile el caso de Tesla, paladín de la inversión privada en tecnologías verdes, pero cuya mitología omite que en sus inicios fue subvencionado por el Estado con US$465 millones.
Mazzucato y Stiglitz nos invitan entonces a abrir la imaginación y pensar en el Estado como una entidad que se anticipa a los problemas del futuro, que invierte en potenciales soluciones a un nivel de riesgo que no puede sostener la inversión privada y, tan importante como ello, a redistribuir las ganancias de esas inversiones. Si los contribuyentes debieron pagar de sus impuestos los US$465 millones en subvención a Tesla, ¿qué razón de eficiencia hay para que no participen de sus ganancias? Y si las hubiera, ¿por qué estas deben anteponerse a las consideraciones de justicia para que así lo hagan?
Incluso si se está en contra de la posición que sostienen ambos economistas, es necesario reconocer que esta es una disputa política que, en un país democrático, debe ser resuelta por la voluntad de las mayorías. Nuestra actual Constitución, sin embargo, consagra explícitamente la servicialidad del Estado al amparo de los grupos intermedios, dando implícitamente forma al principio de subsidiariedad, lo que hace inconstitucional –o sujeto a voluntades supramayoritarias– la adopción de ciertas políticas que otorguen un rol mayor al Estado en la planificación económica.
Los desafíos que nos impone el cambio climático requieren entonces no solo una habilitación mayor a la participación del Estado en la economía, sino también un cuestionamiento a las recetas económicas que han probado una y otra vez no dar el ancho y cuyas alternativas parecen estar proscritas en la discusión pública local.