Ingresé a la carrera de Medicina en la Universidad de Concepción en el año 1973. Eramos 300 alumnos, muchos de los cuales vestíamos a la usanza de la época, con jeans, mostacillas, ponchos y morrales del altiplano y lucíamos largas cabelleras partidas al medio y gruesos mostachos que caían hacia abajo bordeando las comisuras de los labios. No éramos todos del MIR, pero lucíamos como si lo fuéramos. Los más hippies, por cierto, éramos objeto de observación y cuidado por la militancia más dura de la Unidad Popular, en particular por los comunistas. El festival de Piedra Roja en Santiago, secuela de Woodstock, había sido demolido por la prensa oficialista y también la no oficialista de la época, no obstante había tenido a su vez una secuela de mala muerte en Quillón, camino a Bulnes.
Las vacaciones de invierno de ese año se habían atrasado a punta de paros y movilizaciones estudiantiles y nos encontrábamos arrancando recién el segundo semestre cuando vino el golpe de estado. De hecho, yo inscribí los ramos y regresé al sur a una fiesta que se nos había quedado en el tintero. Ahí estaba cuando mi padre me instaló en el velador la radio a pilas con las marchas y bandos militares ese día martes. La Muchacha Italiana Viene a Casarse había terminado y había terminado bien, como era de esperarse, mientras se había venido haciendo cada vez más difícil dialogar en la República de Chile y el ambiente social se había venido crispando y tensionando fuertemente, al punto de llegar a este resultado que finalmente no nos sorprendía. La situación no daba para más, lo estábamos esperando.
Cursé el segundo año en un ambiente singular, habiéndose reducido el tamaño del curso a la mitad. Algunos de mis compañeros desaparecieron del mapa y muchos otros, algunos amigos, se quedaron repitiendo química orgánica, que era un auténtico colador. Yo pasé raspando, pero patiné en segundo año, así es que me encontré con los amigos un año más tarde. Mi segundo año fue complejo y estuve a punto de desertar. Profundicé mi “hippismo” -una mezcla entre el Gran Lebowski y el Chino Ríos- y dejé de asistir a clases en el segundo semestre, resultado de lo cual perdí todos los ramos pero teniendo la mitad de los créditos más uno no me expulsaron de la carrera. Esto fue determinante para seguir ahí a pesar del “currículum oculto” -que bien describe la DECSA de la Facultad de Medicina- y para encontrarme con la generación que hoy son mis excompañeros del wasap. Los que ingresaron en 1974 más los que repitieron en 1973, para egresar todos finalmente en 1980. Los primeros ochenteros.
El nuevo curso lucía más pulcro, en promedio. El look miracho se desvaneció y fue sustituido por un aspecto más hippie en algunos de nosotros, los menos. Se hicieron más notorios y frecuentes que antes los compañeros de curso de aspecto formal que llegaban en sus automóviles. Se establecieron dos polos, uno pro régimen militar, los “fachos” y uno contra el régimen, los “rogelios” o “comunachos”. Yo me ubiqué con los “rogelios” porque ahí me sentía más confortable, no obstante provenir de una familia demócrata-cristiana. La música se transformó en el nexo para limar las desconfianzas y acortar las distancias con la militancia dura mencionada antes, por cierto ayudados por el enemigo común. Con los “fachos”, salvo excepcionalmente, no cruzábamos palabra. Sin embargo, tuve buenas relaciones con compañeros pinochetistas entusiastas, admiradores de la obra del régimen, pero que eran más abiertos. Ahora bien, pienso hoy, contaban con el poder a su favor y quizás las relaciones no eran tan simétricas, quizás algo estocólmicas.
Los “rogelios”, sin embargo, vivíamos en la convicción de que formábamos parte de una inmensa mayoría de chilenos que guardaba silencio por el miedo a la represión, mayoría que era profundamente contraria a la dictadura. Entonces usábamos la música y las artes como medio para canalizar el descontento de aquella inmensa mayoría. Creíamos que el plebiscito del 80 había sido completamente un fraude, miedos mediante. Después, cuando tratábamos de entender por qué el pueblo de Chile no se había levantado a defender al Presidente Allende y a su gobierno popular en Septiembre del 73, nos empezamos a dar cuenta de que las cosas no eran tal como suponíamos. Había una inmensa mayoría que en realidad vivía bastante tranquila, que hacía un poco la vista gorda en materia de derechos humanos, que veía Sábados Gigantes y el Japenning con Ja los días domingo o que simplemente se compraba la idea de dejar de ser proletarios y transformarse en propietarios. Las víctimas de la sociedad de consumo. Las hormigas de los moles. Ni “fachos” ni “rogelios”. Los “malagradecidos”, como diría doña Lucía cuando ganó el NO.
Años después nos juntamos los egresados del 80 por primera vez, moros y cristianos, “fachos” y “rogelios”. Bailamos, bebimos, nos embriagamos y cantamos. Y más adelante nos volvimos a juntar, y luego otra vez y otra más. Lo hacíamos un poco ansiosos, pero conversábamos con cierta soltura, nos reconocíamos y nos recordábamos. Parecíamos hacernos falta. Tuvimos ahora conversaciones que nunca tuvimos antes. Hablamos de todo, de nuestras diferencias políticas y hasta nos reímos. ¿Acaso nos reconciliábamos?
Con el transcurrir de estos encuentros me empezó a asaltar la idea de que la reconciliación era posible. Habíamos materializado el milagro entre compañeros de un curso que cursó, valga la redundancia, en un ambiente de distanciamiento marcado por una crisis social que nos había llevado al feroz quiebre institucional que había experimentado nuestro Chile, escenario en que nos tocó entrar en escena, en 1974, los recién llegados y los repitentes llegados antes, en 1973. Nos re-encontrábamos y que importante sería, pensaba yo, poder mostrárselo al país herido. Hasta que vino el estallido social y todo empezó a ser de nuevo como ayer. En las manifestaciones explícitas de nuestro grupo curso del wasap surgieron las primeras discrepancias, algo de violencia verbal y de dolor. Algunos se retiraron. En realidad, pienso ahora, tal vez éramos los mismos. El milagro no se había verificado y quizás era ingenuo pretenderlo. Eran sueños del viejo hippie.
Y ahora, tres años después del estallido y sin nueva Constitución, miro el país y veo lo mismo, las heridas abiertas. Considérese el voraz e indisimulado intento de derrocar al Presidente Piñera durante el estallido y luego durante la pandemia y obsérvese hoy, por favor, la discusión parlamentaria en materia de presupuesto, reforma tributaria, reforma previsional y reconfiguración del camino a una nueva Constitución. . ¿Qué país es éste?. Quienes fueron expropiados con violencia en aquellos años de la Unidad Popular quizás justifiquen lo que vino a continuación. Quienes fueron objeto de las desapariciones y torturas por acción del aparato del estado pensarán que tal cosa no tiene ninguna justificación. Y así es que al momento de sentarse en las mesas de conversación para construir el futuro, para diseñar políticas públicas que conduzcan al progreso de todos, tal cosa se hace imposible porque hay una conversación de fondo, larvada, un murmullo vesicular que nos dice que ese que tienes al frente fue, ha sido y será tu enemigo. Es decir, las razones que nos llevaron al quiebre en esos entonces figuran hoy como no procesadas, como pendientes, como si la culpa solo hubiese sido del otro. Y quizás esto no tenga solución, quizás no sea más que una nueva versión de una obsolescente “lucha de clases”. Si fuese así, la pregunta es cómo evitamos el contagio de las nuevas generaciones con estas heridas, cómo cortamos la correa transportadora. ¿Acaso no ha cambiado el mundo? Quizás podamos hacer algo antes de que ya sea demasiado tarde para nosotros. ¿O será que finalmente ha de venir la revolución?.