El concepto “anarquismo” ha sido asociado recientemente a prácticas de destrucción y saqueo por parte de grupos juveniles o marginales, incluso se le entiende como sinónimo de destrucción y caos. Esto ha oscurecido el hecho de que el anarquismo es una de las más importantes corrientes socialistas en pro de una sociedad sin autoridad ni religión, basada en la libertad y la fraternidad del ser humano. Intentaremos mostrar que esta evolución terminológica no es meramente arbitraria, sino que contiene un elemento de verdad.
Siempre hubo en el anarquismo corrientes que propugnaron abiertamente el uso de la violencia individual o de pequeños grupos conspirativos como la única o la mejor estrategia revolucionaria. Pero mientras el anarquismo de antaño poseía también una fuerte vocación humanista y solidaria, algunas de las formas políticas con las que se le asocia hoy han dejado al descubierto únicamente su cara destructiva y la santificación de la violencia como la herramienta adecuada a dicha destrucción del orden opresor, sin la cual no puede haber una nueva sociedad.
El anarquismo tuvo su mejor momento entre fines del siglo XIX y principios del XX, cuando sus propuestas políticas sentaron las bases de muchas organizaciones y federaciones obreras. Pierre-Joseph Proudhon, Mijail Bakunin y Piotr Kropotkin fueron sus intelectuales más destacados. Su expansión a Hispanoamérica fue temprana. Errico Malatesta y Pietro Gori en Argentina y Manuel Chinchilla en Chile, entre otros, impulsaron la creación de sindicatos y mancomunales de trabajadores.
Un momento fundamental en el desarrollo de las tácticas de lucha anarquistas lo constituyó la adopción –más o menos generalizada– de la “propaganda por el hecho”. En un sentido amplio, se trata de acciones de desconocimiento de la autoridad, pero llegó a identificarse con el ejercicio individual de la violencia contra personas, sobre todo de autoridades políticas. Fue concebida originalmente por Bakunin, pero su proclamación oficial tuvo lugar en el Congreso de Berna de 1876 por Cafiero y Covelli. Kropotkin apoyó también esta forma de acción política, convencido de que era la mejor manera de sensibilizar a las masas hacia la revolución.
Para Bakunin, la revolución no requería de la creación de una gran fuerza política y de un trabajo largo de esclarecimiento de las masas. Un grupo de revolucionarios decididos, preferentemente conspirativos, podía llegar a suscitar un levantamiento general por vía de acciones resueltas. Ellas debían tener un carácter fundamentalmente destructivo, pues, como escribió en 1864: “Por un largo futuro no veo más poesía que la severa poesía de la destrucción, y seremos afortunados si tenemos al menos la oportunidad de ver la destrucción”. La violencia resulta, por tanto, inevitable. Como dice en Estatismo y Anarquía (1873): “No puede haber revolución sin una destrucción extensiva y apasionada, una destrucción saludable y fecunda, puesto que es de ella, y solamente por ella, de donde surgen y nacen mundos nuevos”.
Llega a distinguir, así, entre la violencia opresora del Estado y del capital respecto de la violencia contra la tiranía, que, al destruir, crea una nueva sociedad. La llama en otra parte (Carta sobre el patriotismo, 1869) la violencia del innovador, “diferente de la del hombre que es violento por la violencia en sí… (que)… se emplea con intelecto amoroso”. No obstante, rechaza la “violencia en la propaganda y en la polémica”, o sea, la propaganda por el hecho, y declara que “la anarquía es la negación de la violencia, y que su objetivo final es la pacificación entre los hombres”.
De acuerdo a lo dicho, para que exista un futuro sin opresión, hambre ni violencia, es irrenunciable la práctica de la fuerza, las bombas, los asesinatos, etc. La destrucción es la condición de la creación. En ambos casos, aparece una dialéctica maldita (Hinkelammert) donde se pretende conseguir un objetivo utilizando los medios que lo contradicen. Asimismo, el anarquismo adopta una posición completamente ingenua respecto del problema de cómo la violencia, de medio, se transforma en fin. Incluso si Bakunin abjura de la violencia ciega para defender otra inspirada supuestamente en el amor; si condena las revoluciones sangrientas y precisa que es el sistema y no los hombres los que deben ser destruidos, la violencia sigue siendo indispensable, pues se le considera como el instrumento más eficiente. Solo se requiere de unos cuantos revolucionarios valerosos y de implementos técnicos apropiados, como la dinamita, cuyo acceso se fue masificando en la segunda mitad del siglo XIX. El anarquismo adquirió así un claro rasgo jacobino. En efecto, Robespierre justifica el terror revolucionario afirmando que había que “obligar a los hombres a ser libres”.
Son innumerables las acciones que en Europa o América se fundaron en el principio de la propaganda por el hecho y decenas los magnicidios y centenares las muertes de víctimas civiles: el presidente francés Sadi Carnot; los primeros ministros españoles Antonio Cánovas del Castillo y José Canalejas; Isabel de Baviera, emperatriz de Austria y reina de Hungría; el rey italiano Umberto I; William McKinley, presidente de Estados Unidos; el primer ministro ruso Pyotr Stolypin; el rey Jorge I de Grecia. En el intento de asesinato del rey español Alfonso XIII de España y su esposa Victoria murieron treinta personas. En el atentado de Wall Street (1920) murieron 38 y quedaron heridas otras 400. En Argentina fue asesinado, por un joven menor de edad, el político y militar Ramón Falcón. Entre 1926 y 1928 varios atentados fueron perpetrados en Argentina en apoyo a Sacco y Vanzetti, célebres anarquistas condenados con dudosas pruebas y ejecutados en Massachusetts.
Esta política, contra lo esperado, fue una de las causantes del creciente rechazo al movimiento anarquista, en el que se vivió, como en muchos otros movimientos, una dinámica políticamente contradictoria. Por un lado, quienes trabajaban por la organización de trabajadores manuales e intelectuales, al margen del Estado, al que consideraban el principal instrumento de opresión del proletariado, y quienes convirtieron la acción violenta, el atentado, la “propaganda por los hechos”, en su principal herramienta de acción ácrata. Fue precisamente esta última estrategia la que terminó convirtiendo al anarquismo en un movimiento marginal de las grandes causas de los trabajadores a nivel internacional y nacional.
Hoy es frecuente que el movimiento okupa sea relacionado con el anarquismo, y sobrevive en la estrategia política de distintas organizaciones sociales y estudiantiles la “asamblea autogestionada”, la democracia directa, la horizontalidad organizacional, el liderazgo espontáneo o diversas formas de mutualismo, de economía alternativa y feminismo anárquico y libertario. En dichas organizaciones, aparentemente predomina el espíritu asociativo y fraterno que constituye el mejor legado del anarquismo, mientras el recurso a la violencia y su consagración como medio único o imprescindible de cambio político, representan su peor expresión.