¿Es posible imaginar que nuestras localidades magallánicas, como Punta Arenas o Puerto Natales, se transformen en las primeras ciudades verdes del país? ¿Podrán estas ciudades ser abastecidas por energía que provenga del hidrógeno verde que permita a las personas desarrollar actividades domésticas como encender la cocina, utilizar la calefacción para enfrentar las bajas temperaturas de la zona o el simple acto de prender la luz? ¿Y es posible pensar que este combustible verde se produzca en su propio territorio?
Pues bien, la industria del hidrógeno verde tiene el potencial de convertirse en una protagonista de la lucha en contra de la crisis climática, reemplazando a los hidrocarburos. Sabemos que los ojos están puestos en Magallanes, por sus fuertes vientos, por lo que hay varias empresas de capitales franceses, austriacos, alemanes y canadienses sumamente interesadas en instalarse para producir esta nueva fuente de energía y exportarla en su formato líquido (amoniaco) a Europa y al resto del mundo.
A primera vista, estas son buenas noticias para todos y todas. Podemos convertirnos en un país y una región que contribuya a producir energía verde para el resto de los Estados, pero también para nosotros mismos. Y aquí un punto relevante: las externalidades negativas que tiene este desarrollo no deben convertirse en un sacrificio en pos de descarbonizar el planeta. Esta fuente de energía debe contribuir a la matriz energética de las regiones donde se producirá –Magallanes y Antofagasta– y del país completo. Que la industria colabore a una transición justa, para Chile, sus regiones y el mundo.
Para ello, es indispensable que parte de la energía renovable y del hidrógeno verde que se produzca se inyecte a la matriz energética de las distintas regiones. Para que una magallánica no siga dependiendo del gas natural, cuando a solo unos kilómetros los campos de aerogeneradores están produciendo muchísima energía eólica. Y para que, también, un antofagastino se beneficie de la energía solar producida en su localidad.
Para que esto se haga realidad se requiere, además, mucha inversión pública, por lo que es importante que el régimen tributario de las empresas extranjeras se adecue a este desafío. Parte de esa contribución se debe destinar a desarrollar dicha inversión en redes eléctricas, infraestructura y en lo que se necesite para transformarnos en ciudades más verdes. Por otra parte, lo que se recaude por el recientemente aprobado “Impuesto de 1% de contribución para el desarrollo regional”, se quede efectivamente en los territorios.
Que esta industria no solo transforme a las ciudades europeas en “verdes”, sino también a las nuestras. No repitamos el modelo extractivista que ha alimentado la crisis ambiental y la inequidad entre los países desarrollados y el resto del mundo.