Hannah Arendt señala que comprender un fenómeno implica posicionarse desde un lugar de observación y vernos influidos por el contexto. Es evidente que Chile atraviesa por un proceso de ruptura tectónica. Los niveles de confianza depositados por la ciudadanía en la organización política y social se deterioran cada vez más y la expectativa de que la clase política pueda resolver los problemas políticos se ve cada día más lejana.
¿Cómo la clase política comprende el proceso de crisis que vive Chile desde el 18 de octubre de 2019? Lo hace con acuerdos, elecciones, Convención Constitucional y un nuevo acuerdo que, a más de tres años del inicio de la ruptura, no han logrado resolver nada aún. Una posible respuesta la podemos hallar en el análisis de los dos textos con los acuerdos políticos alcanzados durante este tiempo y a través de una lectura en clave filosófico-política, leyendo lo que cada uno dice, pero sobre todo lo que no dicen.
El Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución del 15 de noviembre de 2019 surgió “ante la grave crisis política y social del país atendiendo la movilización de la ciudadanía”. Es decir: surge desde la protesta, pero excluyendo a la protesta como interlocutor válido. En cambio, el actual Acuerdo por Chile se realiza porque “es indispensable habilitar un proceso constituyente y tener una nueva Constitución para Chile”. Nace a partir de la derrota de la anterior propuesta constitucional, excluyendo esta vez a los derrotados.
Mientras el primer acuerdo promueve la escritura de una nueva Constitución “a través de un procedimiento inobjetablemente democrático”, el segundo no dice nada a este respecto; ni siquiera menciona la palabra democracia cuando se aborda el proceso a implementar. Sin embargo, señala en sus bases explícitamente que “Chile es una República democrática, cuya soberanía reside en el pueblo”. Resulta paradójico que esta soberanía resulte tan tutelada en este nuevo proceso. ¿La soberanía reside en el pueblo pero sin el pueblo?
Asimismo, entre ambos procesos de acuerdo hay similitudes, como el fetichismo hacia dos categorías sociológicas que cruzan cada una de las etapas del proceso, con rasgos cuasirredentores, cuyas definiciones sin embargo resultan opacas: los independientes y los expertos.
En la política chilena históricamente ha existido la pulsión mesiánica de encontrar a aquellos sujetos que van a solucionar los problemas políticos, pero nunca ha existido un intento sistemático por integrar y generar un tejido social de una ciudadanía que piense políticamente su realidad. En consecuencia, hemos transitado en una carretera sin destino, bajo un modelo neoliberal que promueve una política más parecida al retail que a una actividad que piense lo público para el bien común.
En el primer proceso constituyente: ¿fueron los independientes una garantía de real independencia? En el proceso actual podemos plantearnos una pregunta similar: ¿en qué medida los expertos garantizarán un proceso exitoso? ¿Quiénes serán los expertos? ¿Acaso los expertos serán los mismos tecnócratas de antaño, rebautizados para presentarlos de mejor manera al ciudadano consumidor?
Quizás podremos comenzar a transitar un camino de superación de la crisis cuando la clase política comprenda y comience a escuchar a la ciudadanía, que no es lo mismo que leer las encuestas. De lo contrario, corremos el riesgo de seguir entrampados en este círculo vicioso de soluciones propagandísticas para problemas profundos de la política chilena.