El Reloj del Apocalipsis: no es un mal nombre para una maquinaria que maneja un grupo de científicos atómicos en Norteamérica, adelantando o atrasando la manecilla de los minutos respecto de aquella que señala la hora, la que está fija a las 12:00. Este 2022 la ajustaron acercándola: estamos a 100 segundos del Juicio Final.
Creado en 1947 por integrantes del Proyecto Manhattan, el Doomsday Clock partió marcando 7 minutos para la medianoche. Dos años antes, las primeras bombas atómicas habían devastado dos ciudades japonesas. A través de estos años, la manipulación de la manecilla ha oscilado entre los 7 y los 2 minutos antes de la medianoche. Heidegger, entre sus frases célebres y medio crípticas, acuñó por esa época aquella de la “medianoche de la noche del mundo” para referirse al destino humano causado por el avance imparable de la técnica, que –según él– conforma lo que llama Era Atómica y que terminará por esclavizar al hombre y desviarlo de la meditación del Ser, lo único digno de ser pensado.
Este desarrollo continuo de la ciencia y la tecnología ha llevado a la construcción de muchos artefactos beneficiosos para la vida humana, pero también a la invención de las bombas, desde las atómicas a las nucleares. ¿Se habrán inspirado en Heidegger los creadores del Reloj del Juicio Final? ¿O habrá forjado este filósofo a partir de esta creación su metáfora de la Era Atómica?
Hoy el minutero ha avanzado. Y una de las principales causas –según los científicos– son las posibles decisiones armamentistas que pueden tomar impulsivamente algunos poderosos líderes mundiales como Putin o Kim Jong-un, ególatras ávidos de poder, peligrosos exhibicionistas de su fuerza, provocadores ideológicos que no cesan de fanfarronear con un posible holocausto nuclear.
Hay otro filósofo que también se ha referido al peligro de la tecnología de guerra: Arthur Koestler. En su libro Jano indica como la fecha más importante de la historia humana el 6 de agosto de 1945. Hasta ese día y desde los albores de su conciencia, el ser humano vivió con la perspectiva de su muerte en tanto que individuo; desde esa fecha, la humanidad ha debido vivir con la perspectiva de su extinción en tanto que especie.
Koestler asevera que el arma nuclear una vez inventada ya no se marchará y el mundo ha de terminar acostumbrándose a vivir con ella. Lamentablemente tiene razón este pensador, sobre todo cuando cada vez más naciones pueden actualmente construirla y poseerla, algunas actualmente gobernadas por líderes a quienes, a la avidez de poder político y de riquezas que manifiestan, hay que sumarle el delirio religioso integrista que los consume.
Aunque, por comparación con las anteriores, vivimos hoy una época relativamente pacífica, Koestler nos advierte de cautelar nuestro optimismo. Afirma que nuestro historial pasado revela una vena paranoide en la humanidad. El sonido que con mayor persistencia se ha dejado oír a lo largo de nuestra existencia ha sido el de los tambores de guerra. El proyecto humanista en pos de una convivencia social y global razonablemente armónica –aunque realización esencial también de la conducta humana– ha marchado siempre a contracorriente.
Como sea, es un proyecto que a esta hora –a 100 segundos de la medianoche apocalíptica– no puede abandonarse. Contra los furores de la ambición, el prejuicio, el odio, la intolerancia y el fanatismo, que pujan por imponerse en amplias zonas del planeta, la defensa y promoción de los valores humanistas e ilustrados –la tolerancia, la inclusión, la empatía, el diálogo razonado, el juicio reflexivo– son las únicas garantías de mantener más o menos acallado el retumbar de los tambores.