Con el objeto de ilustrar la importancia de las modernizaciones de la Defensa Nacional que hemos postergado en los últimos 30 años y la urgencia de retomar su desarrollo desde lo contingente a lo importante, me permito reproducir la similitud de una de las propuestas más esenciales que se repite en los Programas de Gobierno de los Presidentes Aylwin y Boric:
Aylwin: “El propósito principal de una política de defensa nacional en democracia será el establecer una óptima relación entre los intereses y objetivos nacionales –democráticamente definidos– y las políticas que orientan y regulan las actividades de las instituciones de la Defensa… Para que esta nueva integración entre civiles y militares sea completa, el Ejecutivo, Parlamento y la civilidad deben involucrarse en la formulación de la política de Defensa”.
Boric: “Elaboración participativa de una nueva Política de Defensa Nacional para el período. Se estimulará la coordinación intersectorial y la participación de gobiernos regionales y la sociedad civil organizada en su formulación”.
En el plano de estas fallidas buenas intenciones, nuestra generación ha podido resolver pacíficamente las controversias vecinales, históricamente pendientes, a través del Tratado de Paz y Amistad de 1984 con Argentina que puso fin al diferendo del Canal Beagle, de la sentencia de la Corte de La Haya por la Delimitación Marítima con Perú de 2014 y del fallo de 2018 de dicha Corte que le dio la razón a Chile en la Demanda Marítima Boliviana; representando una oportunidad para que, por fin, después de mucho tiempo, estemos en condiciones para compartir los dividendos de una zona de paz latinoamericana que cambia los escenarios para el desarrollo de una nueva Política de Defensa, sin continuar con el baile de máscaras en que vivimos, donde las autoridades políticas hacen como que mandan y los militares como que obedecen, como resultado de una prudencia heredada de un miedo a los militares, que aún no hemos podido superar.
En el contexto expuesto, la reciente Encuesta CEP, noviembre-diciembre 2022, muestra que la valoración positiva de las Fuerzas Armadas ha aumentado desde un 24% a un 44% entre los años 2017 y 2022, de forma similar a lo obtenido para Carabineros y la PDI. Es decir, a mayor falta de probidad, verificada al tener a todos los excomandantes en Jefe del Ejército encausados judicialmente, se obtiene una mayor valoración de la ciudadanía; resultado inverosímil que requiere transparentar cuáles fueron los criterios que habrían considerado los encuestados para emitir esta sorprendente opinión, considerando que se observa una creciente desvalorización del prestigio de nuestras instituciones militares, evidenciada en la dramática disminución de ilusionados jóvenes chilenos que desean cumplir voluntariamente su Servicio Militar, desde alrededor de 25.000 postulantes en el año 2010 a cerca de 3.000 interesados en 2020.
El éxito del pasado es el origen de la derrota del futuro. Es así que, lamentablemente, nuestra historia de triunfos militares nos continúa amarrando a ese pasado glorioso para justificar el desarrollo de modelos militares absolutamente inconsistentes, pues prescinden de la nueva realidad regional, confundiéndonos con la vieja Europa, que siguen matándose entre ellos. Digámoslo fuerte y claro, llegó el momento de sintonizar la defensa con las políticas públicas del nuevo siglo, en un escenario que evoluciona de la guerra a la crisis, donde Chile no enfrenta amenazas en un futuro evaluable, pero sí riesgos y en el cual la defensa debe ser una tarea colectiva que construya confianzas a través de la cooperación y nos permita vivir en una sociedad más justa, humana y fraterna.
Para ello, será imprescindible que nuestra próxima Constitución conceptualice el marco de un nuevo Sistema de Defensa Nacional bajo la jefatura suprema permanente del Presidente de la República y la participación efectiva del Congreso Nacional, para ser materializado en una actualizada arquitectura legal y en una Política de Defensa Nacional participativa, donde la Fuerza Militar actuará mediante la cooperación y el principio de legítima defensa establecido en la Carta de las Naciones Unidas y formará parte orgánica del Ministerio de Defensa Nacional, según una estructura y mando conjunto para su desarrollo y empleo.
En el marco de estos años perdidos seguimos desviando nuestra preocupación sobre las funciones propias de las Fuerzas Armadas, olvidando que el largo conflicto interno en Colombia nos recuerda que la solución de los graves quiebres sociales es política y no militar, para, esta vez, sacar las castañas con las manos del gato (los militares) a través de una reforma constitucional que creó el Estado de Alerta para resguardar la Infraestructura Crítica y colaborar en la protección de zonas fronterizas, incorporando nuevas misiones permanentes para las instituciones armadas, con importantes efectos que deben ser oportunamente considerados para su implementación.
Sin embargo, habiéndose aprobado esta reforma constitucional y a la espera de un proyecto de ley que regule su materialización, no sacamos nada con seguir debatiendo su validez, sino que ahora deberemos centrarnos en identificar y mitigar las implicancias de su implementación. Para ello, podríamos recordar experiencias similares en la participación de Chile en la Misión de las Naciones Unidas para la Estabilización de Haití (Minustah), que entre los años 2004 y 2017 significó la destinación de 12.209 efectivos militares, para lo cual se recibió un reembolso de ONU de algo más de US$ 1.428 (dólares del 2019) mensual por militar, además de aportes para el apoyo y empleo del equipamiento desplegado.
Las Fuerzas Armadas están diseñadas para contener y destruir al enemigo externo, objetivo muy distinto a las nuevas tareas de orden y seguridad interna que se les ha asignado, lo que exigirá un entrenamiento muy diferente, que podría iniciarse aprovechando las experiencias en Haití y las dependencias del moderno edificio del Centro Conjunto para Operaciones de Paz (Cecopac), ubicado en el Campo Militar La Reina del Ejército, donde, entre otros temas, se podrá conocer y ejercitar la aplicación de las reglas de uso de la fuerza en el derecho internacional.
Desde 1990 a la fecha, hemos gastado cerca de 14.000 millones de dólares en compras de sistemas de armas, para lo cual, la reciente Ley N°21.174, que creó el Fondo de Capacidades Estratégicas de la Defensa, ha resultado pan por charqui, pues dispone que “La aplicación de los recursos… se contabilizará fuera de la Ley de Presupuestos del Sector Público…”, lo que ha impedido la publicación de sus aportes en nuestras estadísticas públicas y, de esta forma, engañando a las instituciones internacionales que auditan nuestro gasto fiscal; situación que el ministro de Hacienda debe resolver a la brevedad, incorporando esta información en los informes de gasto del “Gobierno Central Extrapresupuestario”, tal como ya se hizo con la Ley N°13.196, Reservada del Cobre, que reemplazó.
Esta autonomía militar ha facilitado seguir financiando la adquisición de sistemas de armas que resultan políticamente inconsistentes, tal como las recientes fragatas Perry a Australia y los aviones radar Sentry al Reino Unido, comprados por el Gobierno del Presidente Piñera en las postrimerías de su segundo mandato y que claramente fueron presentes griegos para, en un caso, fortalecer nuestra participación como “socios” en la contención de China y, en el otro, ayudar a vigilar los vuelos de la Fuerza Aérea Argentina que se aproximen a las Islas Malvinas, como ya lo hicimos en 1982. A esta compleja situación se agregan también otras misiones, tal como las reiteradas invitaciones a la Armada de Chile para participar en las maniobras navales Rimpac, que, más allá de las experiencias compartidas, lo que ahora se pretende es enviar señales para una nueva Guerra Fría del Pacífico, que algunos impulsan para “proteger la cultura occidental” y que resultan inconsistentes con las posturas política y económica que sostiene nuestro país.
Las consecuencias de esta negligencia político-militar han sido treinta años perdidos. Para revertir esta situación deberemos responder preguntas tales como: ¿de qué defendernos?, ¿de qué queremos defendernos?, ¿cuánta Defensa es suficiente?, ¿cómo defendernos?, ¿cuánta Defensa podemos financiar?, ¿cómo organizamos la Defensa?, ¿roles y misiones de la Fuerza Militar?, ¿con qué estrategia?, ¿qué tipo de Fuerza Militar?, ¿qué carrera militar?, ¿con qué sistemas de armas?, ¿cuánta industria nacional de Defensa?, ¿con qué marco legal y financiero?, etc. A partir de los resultados de este trabajo estaremos en condiciones de desarrollar la imprescindible reingeniería de la Defensa, que hemos pospuesto reiteradamente.
En el prólogo del Primer Libro de la Defensa Nacional, el entonces ministro de Defensa Nacional don Edmundo Pérez Yoma nos propuso el siguiente desafío: “…La defensa constituye un esfuerzo colectivo de un pueblo y, en este sentido, la construcción de una comunidad de defensa surge para nosotros como la única forma de disponer de un ámbito de reflexión y debate conjunto, civil-militar, sobre la mejor defensa del país en un contexto de cambios que plantea oportunidades y vulnerabilidades inéditas”.
Después de treinta años, la Defensa Nacional sigue siendo una tarea pendiente…