En el pasado mes de diciembre se realizó en Montreal, Canadá, la COP15 de la Convención sobre Diversidad Biológica, reunión que concluyó con un ambicioso compromiso de proteger al menos 30 % de las áreas terrestres y marítimas del mundo para 2030.
Como todos los acuerdos que surgen de las conferencias de este tipo, este ha sido catalogado de “histórico” al incrementar la ambición respecto de las anteriores metas establecidas en la COP10 desarrollada en Japón (Metas de Aichi) que apuntaban a un 17% de protección de ecosistemas terrestres y 10% de áreas marinas. Asimismo, el acuerdo establece proveer al menos 20.000 millones de dólares en ayuda internacional anual para la biodiversidad para 2025 y al menos 30.000 millones para 2030.
El financiamiento es un aspecto central si se pretende cumplir metas de este tipo. En el caso de Chile, el sistema de protección de la biodiversidad sufre desde hace décadas una crisis estructural de financiamiento, lo que plantea severas dudas de que podamos cumplir como país los acuerdos establecidos en Montreal. Actualmente el Sistema Nacional de Áreas Silvestres Protegidas del Estado (SNASPE) administrado por CONAF cubre una superficie aproximada de 18,6 millones de hectáreas, lo que representa un 24% del territorio continental del país. Las cifras no están muy lejos del 30% que se plantea como acuerdo al 2030 para los ecosistemas terrestres, sin embargo, en el actual escenario de crisis de financiamiento es poco probable que se alcance la meta. Para ello se requiere sumar al actual sistema de protección más de cuatro millones de hectáreas adicionales, lo que se traduce en 500 mil nuevas hectáreas protegidas anualmente de aquí al 2030. Este compromiso, además, es mucho más ambicioso que el fortalecimiento de la Contribución Determinada a Nivel Nacional (NDC) que dio a conocer la Ministra de Medio Ambiente Maisa Rojas en el marco de la COP27 de la Convención de Cambio Climático que se realizó en Egipto durante el mes de noviembre. En dicho fortalecimiento sólo se comprometió el incremento de las áreas protegidas en un millón de hectáreas. Si esta ambición fuera ya de por sí compleja, se debe agregar que el incremento debe priorizar ecosistemas actualmente no cubiertos por el sistema y que se encuentran en las zonas de mayor amenaza a la biodiversidad, como es la zona central del país. Ello no será posible sin un esfuerzo de financiamiento del Estado que no se ha visto hasta la fecha.
Sólo para visibilizar la brecha de protección en la zona central podemos señalar que la Región Metropolitana hasta el año 2022 sólo poseía 16 mil hectáreas protegidas, lo que correspondía al 1% de la superficie regional y al 0,08% de la superficie protegida en el SNASPE a nivel nacional. Ese año se inauguró el Parque Nacional Glaciares de Santiago que incrementa la superficie regional en 75 mil hectáreas, es decir, un incremento del 0,4%. En contraste, la Región de Magallanes posee casi once millones de hectáreas protegidas, lo que corresponde al 82% de la superficie regional y al 60% de toda la superficie protegida en el SNASPE a nivel nacional. Dado lo anterior, queda claro que cualquier esfuerzo en incrementar la superficie protegida no puede darse en Magallanes o Aysén (24% de la superficie nacional protegida), sino en las regiones con un déficit de protección como es Valparaíso (0,2%), la Región de O’Higgins (0,3%) o la ya mencionada Región Metropolitana (0,48%).
Lamentablemente, salvando ciertas excepciones, en la actualidad la principal tasa de crecimiento que se observa en áreas protegidas corresponde a los Santuarios de la Naturaleza, figura menor de protección que no está incorporada al SNASPE y que en la mayoría de los casos se trata de terrenos privados que no poseen financiamiento para su gestión y que su administración se delega a comunidades o municipios. Por supuesto, carecen de guardaparques, excepto aquellos santuarios administrados por CONAF.
Por lo mismo, antes de aplaudir los acuerdos internacionales o tildarlos de históricos, debemos tener consciencia de la magnitud del desafío y de la dificultad o casi imposibilidad de cumplirlos bajo el actual esquema de inversión pública que posee la protección de la biodiversidad, particularmente en el Sistema Nacional de Áreas Silvestres Protegidas del Estado. Por lo demás, quienes confían en que el traspaso desde el sistema administrado por CONAF al nuevo Servicio de Biodiversidad será la solución, se desilusionarán rápidamente, cuando constaten que la precariedad en la gestión debido al déficit estructural de financiamiento no hará sino agravarse.