Es sintomático que el comunicado de prensa conjunto de la III Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores Celac-UE de fines octubre de 2022 en Buenos Aires evitó nombrar y condenar a Rusia, como esperaban los Gobiernos europeos. Al menos, los Gobiernos participantes pudieron reafirmar su apoyo a los objetivos y principios consagrados en la Carta de la ONU de defender la igualdad soberana de todos los Estados y respetar su integridad territorial e independencia política. En el contexto de esta afirmación, el comportamiento de los países latinoamericanos es aún menos comprensible.
América Latina y la Unión Europea (UE) quieren profundizar de nuevo sus relaciones. En julio se celebrará en Bruselas, Bélgica, una cumbre entre la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), la primera desde 2015, y está previsto que se concluyan los acuerdos pendientes, como es el caso de la UE con el Mercosur. En este marco, políticos europeos, como recientemente el canciller de Alemania, Olaf Scholz, han viajado a América Latina para explorar cómo profundizar las relaciones birregionales.
No cabe duda de que el valor estratégico de América Latina y el Caribe ha aumentado para la UE desde la invasión que hizo Rusia en Ucrania en febrero de 2022. Políticamente, los Gobiernos de Latinoamérica y el Caribe son importantes a la hora de votar resoluciones sobre Rusia en la Asamblea General de las Organización de las Naciones Unidas (ONU). Económicamente, América Latina cuenta con materias primas como el gas natural y el petróleo que Rusia suministra a la UE, y materias primas estratégicamente importantes ya son importadas de la región como es el caso del litio. Debido a sus condiciones climáticas y geográficas, se considera que Latinoamérica tiene un gran potencial para producir y exportar hidrógeno verde a precios competitivos entre las distintas regiones del mundo. Y Europa será, a futuro, uno de los mayores mercados para el hidrógeno verde.
En la primera Cumbre América Latina-Europa, celebrada en Río de Janeiro en 1999, se anunció el objetivo de desarrollar una “asociación estratégica”. Desde entonces, el término ha aparecido una y otra vez en declaraciones oficiales y, más recientemente, el alto representante de la UE para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, llegó a hablar de una “alianza estratégica” en relación con el acuerdo de asociación entre la UE y el Mercosur, pendiente de firmar.
Hay coincidencias políticas y económicas, pero la pregunta es: ¿hay suficientes intereses comunes para una asociación estratégica? Las reuniones preparativas de la cumbre UE-Celac y, más recientemente, las conversaciones del canciller Scholz en Argentina y Brasil han demostrado que hay un elefante o, mejor dicho, un oso en el salón que Latinoamérica querría pasar por alto o, al menos, no mencionar.
La guerra en Ucrania divide a la UE y a América Latina. Lo que desde una perspectiva latinoamericana parece una cuestión de elección (cómo posicionarse en el conflicto de Ucrania frente a Rusia), para Europa es una cuestión de necesidad, a saber, defenderse de una auténtica amenaza militar y de un ataque a los valores europeos fundamentales.
Es sintomático que el comunicado de prensa conjunto de la III Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores Celac-UE de fines octubre de 2022 en Buenos Aires evitó nombrar y condenar a Rusia, como esperaban los Gobiernos europeos. Al menos, los Gobiernos participantes pudieron reafirmar su apoyo a los objetivos y principios consagrados en la Carta de la ONU de defender la igualdad soberana de todos los Estados y respetar su integridad territorial e independencia política. En el contexto de esta afirmación, el comportamiento de los países latinoamericanos es aún menos comprensible.
Además, desde una perspectiva europea, resulta extraño que una región, que siempre ha denunciado (con razón) el imperialismo que emana de Estados Unidos, elude hoy condenar como imperialismo una guerra para restaurar un imperio y someter (y si es necesario) asimilar por la fuerza a otros pueblos.
Las declaraciones de algunos Gobiernos latinoamericanos son recibidas con incomprensión en Europa, como es el caso de la declaración de Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil, sobre el conflicto de Ucrania al afirmar que ”dos no pelean si uno no quiere”, que es como culpar a alguien por ser golpeado en la cabeza por una persona que ha entrado a la fuerza en su casa.
Con el telón de fondo de las imágenes que vemos a diario en Europa sobre atrocidades bélicas, ataques a civiles y refugiados llegando de Ucrania, estas declaraciones parecen insensibles, cuando no cínicas. A su vez, le han costado simpatías a Lula en Europa, y ponen en duda que este pueda actuar como mediador en el conflicto.
Luego están los partidarios de un no alineamiento activo. Aquí se plantea el punto de que si no es posible que una política de no alineamiento activo implique no tomar partido indirectamente al poner al agresor en pie de igualdad con la víctima. El punto es que, si en una guerra en la que el agresor está claramente identificado, se está matando a civiles y cometiendo crímenes de guerra, ¿un Gobierno no es también cómplice al no hacer nada?
Los Gobiernos latinoamericanos deberían preguntarse si el mundo sería mejor y si a América Latina le conviene que la UE salga debilitada, pero Rusia (e indirectamente China) fortalecida del conflicto de Ucrania. Esto supondría, a su vez, una derrota de los valores que los Gobiernos latinoamericanos han defendido hasta ahora en política internacional, como es el caso del respeto a la soberanía, la no intervención y la resolución pacífica de conflictos.
Un no alineamiento activo solo tiene sentido si también se definen los valores que uno defiende en política internacional, y, en función de esos valores, se decide cuándo tomar partido. A veces, la vieja canción de Pete Seeger, ¿De qué lado estás?, también se aplica en la política internacional, especialmente entre supuestos socios estratégicos.