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Las revoluciones y sus tragedias Opinión

Las revoluciones y sus tragedias

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Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Ya no hay en el clan Ortega ideología alguna ni proyecto de sociedad que no sea el control y conservación del poder, que incluye la propiedad en manos de sus hijos y familiares de los principales canales de televisión y de diversas áreas de la economía, en uno de los países más pobres de América Latina. Salvo uno, los comandantes del FSLN de 1979 aún vivos no apoyan a Ortega. El legendario guerrillero y ex ministro de planificación Henry Ruiz considera, en una entrevista de 2019, que hay “una dictadura desgraciada liderada por Ortega” que es “la antítesis más horrible” de la revolución de la cual fue parte.


A propósito de la expulsión de 222 presos y presas por razones políticas en manos de la dictadura de Ortega-Murillo, cabe preguntarse qué pasó con la revolución nicaragüense, esa que reunió a un pueblo en una lucha insurreccional heroica contra una dictadura familiar entronizada desde 1937 y que culminó con éxito en 1979, dirigida por el Frente Sandinista de Liberación Nacional.

La contrarrevolución, con ingente apoyo norteamericano, no le hizo la vida fácil a la novel revolución, que mantuvo su promesa democrática y terminó derrotada en las urnas al cabo de una década. Esa derrota fue aceptada por el sandinismo, pero manteniendo el control de la policía y el ejército y al precio de una “piñata” que llevó a una parte del FSLN a la apropiación privada de bienes públicos. Otro sector, encabezado por Sergio Ramírez y Dora María Téllez, inició el rumbo de una disidencia de izquierda y democrática.

Daniel Ortega, uno de los comandantes de la revolución, logró poner fin al carácter colegiado del FSLN y terminó haciéndose con el poder luego de perder las elecciones de 1996 y 2001 y de ganar las de 2006. A pesar de una prohibición constitucional expresa, desde entonces ha sido reelegido en tres ocasiones, luego de obtener el control del poder legislativo y judicial mediante compromisos espurios con sectores de la derecha, de la Iglesia y del empresariado. En la última reelección, la de 2021, luego de la represión a las manifestaciones populares de 2018 que costó 350 muertos, se llegó a la caricatura tragicómica del encarcelamiento de todos los candidatos presidenciales opositores, los mismos que ahora Ortega expulsó y despojó de su nacionalidad acusándolos de “traidores a la patria”.

Ya no hay en el clan Ortega ideología alguna ni proyecto de sociedad que no sea el control y conservación del poder, que incluye la propiedad en manos de sus hijos y familiares de los principales canales de televisión y de diversas áreas de la economía, en uno de los países más pobres de América Latina. Salvo uno, los comandantes del FSLN de 1979 aún vivos no apoyan a Ortega. El legendario guerrillero y ex ministro de planificación Henry Ruiz considera, en una entrevista de 2019, que hay “una dictadura desgraciada liderada por Ortega” que es “la antítesis más horrible” de la revolución de la cual fue parte. “La revolución era para acabar con el somocismo, pero fuimos condescendientes con la corrupción que se daba en el gobierno, con el culto a la personalidad. Sobre el somocismo se montó el orteguismo. Daniel Ortega es un producto de lo que no fue la revolución”.

El siglo XX fue testigo de la involución de algunas de las mayores revoluciones sociales hacia regímenes despóticos como espejo de los que derrocaron. La revolución rusa de 1917 devino en un régimen que no fue la dictadura del proletariado sino la de un partido único sobre el proletariado y, peor aún, en un régimen de despotismo del jefe de ese partido, Stalin, como un espejo del despotismo los zares. No trepidó en asesinar a casi todos los dirigentes de la revolución de octubre y a millones de personas para obtener el control autoritario de la economía y la sociedad y construir así un régimen burocrático que le sobrevivió pero terminó por colapsar por su propia ineptitud en 1991, aunque volvió a reconstruirse como régimen despótico y de agresión territorial por su actual gobernante, Putin.

La revolución sandinista evolucionó progresivamente en el siglo XXI, por su parte, hacia un régimen de dictadura familiar, con un nuevo clan que controla la totalidad del poder, como espejo caricatural del clan Somoza. Se cumplió en Nicaragua la ley de la historia según la cual si las instituciones políticas no evolucionan hacia la democracia (lo que pareció ocurrir cuando el sandinismo aún colegiado aceptó su derrota ante Violeta Chamorro en 1990 en las urnas) entonces las revoluciones sociales que se alzaron originalmente contra el orden oligárquico tradicional se transforman en nuevos órdenes autoritarios en manos de nuevos caudillos.

Una vez más la conclusión es que el socialismo, como movimiento emancipador del trabajo y la cultura dotado de un proyecto de sociedad basado en libertades efectivas y en la justicia distributiva, solo puede florecer sin desmentirse a sí mismo en un régimen democrático que acepta la alternancia política. Su tarea histórica es hacer efectivos los derechos civiles y políticos junto a los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de los pueblos, con los deberes ciudadanos respectivos. Si esta tarea no se lleva adelante con la adhesión de la mayoría y en base a reglas racionales democráticamente establecidas y controladas, entonces tendrá pies de barro. Los enemigos de la democracia social y la intervención extranjera se combaten primero políticamente y con las armas de la ley, según el principio de la legítima defensa, y no con violencias arbitrarias. Sus adversarios, además, deben poder concursar por el poder y obtenerlo si logran la mayoría en alguna elección periódica. La historia enseña que las alternancias democráticas hacia la derecha no consiguen regresiones en materia de conquistas logradas por la mayoría social sino en el margen. Además, los pasos a la oposición permiten a las izquierdas desburocratizarse e interpretar mejor a la sociedad, y así volver a concursar ante la soberanía popular con legitimidad, propuestas y liderazgos renovados.

Esos son los procesos de representación y síntesis de los intereses de la mayoría social que son propios de las izquierdas plurales, que no buscan el poder para sí mismas sino para consolidar la democracia y la igualdad de derechos y oportunidades efectivas como orden social. Solo respetando esos procesos cumple con su finalidad última: avanzar hacia un bienestar colectivo equitativo y sostenible que permita tratar a todos con igual consideración y obtener los mayores grados posibles de libertad y de autonomía personal en las condiciones existentes en la sociedad. Esa es su razón de ser, y no buscar el poder para grupos que luego se autonomizan, actuando en nombre del pueblo pero al margen del pueblo, y finalmente contra el pueblo, como es el caso emblemático de la dictadura de Ortega y Murillo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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