En este mundo de cambio permanente (inconcluso e incierto), UNASUR tiene la posibilidad de volver a instalarse como un genuino “activo estratégico” para el desarrollo sostenible e integral de las ciudadanías y de los propios Estados suramericanos. Como lo expresó en su libro “Orden Mundial” uno de los hombres más influyentes del siglo XX para bien y mal, Henry Kissinger, ante la incertidumbre, la complejidad y la dinámica de los acontecimientos, el nuevo equilibrio de poder internacional se basará en los poderes regionales, es decir en países-continente (EE.UU., China, Rusia, India) y en zonas/espacios que sean capaces de generar un “estado-región” o una “región-estado” (Unión Europea por ejemplo).
La guerra en Ucrania ha vuelto a develar nítidamente los dilemas y tensiones globales de seguridad del siglo XXI. Así, y a pesar de que veíamos alejarse de este mundo interconectado la Guerra Fría y la carrera armamentista que la acompañó durante la segunda mitad del siglo XX (no los conflictos), la invasión de Rusia a territorio ucraniano (24/02/2022) ha vuelto poner esta negativa tendencia como una realidad nítida, remozada y reforzada, con un nuevo alineamiento geopolítico mundial más tribalizado en base a diversos ejes (democracia-autoritarismo, norte-sur, etc.) y una agudización de la crisis económica que se arrastraba con fuerza desde la pandemia, amén de las suspicacias desarrolladas frente a las vulnerabilidades que generan las dependencias en la lucha por el poder, para el desarrollo y la gobernabilidad interna de los países.
La respuesta natural, además de resituarse en lo propio (ej. ahí esta el discurso reciente del presidente Biden sobre el estado de la Unión o el traslado de industrias estadounidense de China a México) y/o diversificar la cadena de suministros, resaltan un aumento de las animosidades confrontacionales entre las potencias (globos “espías” y nuevas sanciones a empresas chinas, portaaviones estadounidense en el Mar de China en medio de impasses que involucran barcos chinos con pares japoneses y filipinos, nuevo misil norcoreano que cruza y alerta a Japón, entre otros), mayores presupuesto en defensa para la modernización del poder duro incluso países pacifistas como Alemania o Japón, la producción de nuevas armas como los misiles hipersónicos tipo X-51 o HAWC, nuevas estrategias bélicas con el uso masivo de drones para la guerra (ej. drones kamikaze iraníes se han utilizado para atacar objetivos civiles ucranianos) o con el reforzamiento capacidades nucleares (ej. además que Irán ya tiene uranio enriquecido para fabricar varias bombas nucleares, Kim Jong-Un de Corea del Norte ha pedido un aumento de la producción del armamento nuclear y se espera una nueva detonación en fechas próximas).
Pero como lo releva un informe del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, junto al desarrollo del poder duro, dominar/navegar el mundo en la nueva era también dependerá del acceso a los datos y control de las redes de información (57% de la población está conectada a internet), del control de los mercados y materias primas (cadenas de valor), de saber adaptarse a las nuevas formas de energía, de los productos culturales que cada nación sea capaz de generar en un contexto de cierto rechazo a la universalidad, de la formulación de propuestas complejas y empoderadas para hacer frente a la incertidumbre estratégica producto de desafíos globales como la disputa por la hegemonía y la forma de ver el mundo en diferentes esferas, la pandemia y sus efectos, el calentamiento global, las inmigraciones (en Argentina hay una bataola con las más de 10 mil rusas embarazadas que han llegado. Se calcula entre medio y un millón los rusos que han escapado de la guerra) y otros desafíos como las fracturas sociales.
En ese reacomodo geoestratégico de las potencias y del mundo por añadidura, América Latina y el Caribe han revivido la condición de ser otro escenario permanente de la disputa por el poder global como lo ha demostrado, por ejemplo, la reciente visita del canciller alemán, Olaf Scholz, con el propósito de “profundizar las relaciones birregionales” en el marco de la guerra de Ucrania y favorecer la autonomía estratégica de la Unión Europea o la del Secretario de Estado de EE.UU., Anthony Blinken, para contrarrestar la “insegurizante” viralización china (ej. representa el 32% del intercambio comercial de Chile) en su disputa hegemónica, pero con muy escasa capacidad de reacción y sufriendo los efectos de estos reacomodos (léase profundización de la crisis económica, peligro nuclear, reacomodos geopolíticos sectarios, debilitamiento de la institucionalidad internacional y de sus normas, etc.). Es decir y más allá de los usuales actos declarativos, ensimismada en sus particularidades y diferencias la región continúa mirando desde la galería estos magnos eventos que se juegan también en sus estadios nacionales (usando la jerga futbolística) o visto de otra manera, en decir de Omar García Lazo cuando expresa que “con un pie en el siglo XXI, la América Nuestra, como la llamó el héroe cubano José Martí, no libera lastres anclados en los tiempos decimonónicos. La mentalidad de aldea no muere aún, mientras las preclaras ideas bolivarianas y martianas sobreviven. Lo viejo se resiste. Lo nuevo sigue en brazos” (Nodal 13/01/2023) en medio de la disputa de los reinos.
La globalización, tanto en termino de procesos como en el entramado institucional (cómo se organizó), está fuertemente interpelada al no dar el ancho para un tratamiento democrático/humanista de una agenda con anclajes fuertemente insegurizante y que está redundando negativamente en la gobernanza mundial y nacional. En este contexto de vulnerabilidad crecientes y teniendo en cuenta que los procesos electorales recientes que han favorecido un giro hacia un progresismo diverso en la región (el último fue en las elecciones municipales de Ecuador, donde el partido de Rafael Correa obtuvo Quito y Guayaquil entre otros condados), uno con clara predisposición para el reimpulso de la cooperación e integración, a fines del año pasado (14/11/2022) un grupo de siete expresidentes sudamericanos (Michelle Bachelet, Rafael Correa, Eduardo Duhalde, Ricardo Lagos, José Mujica, Dilma Rousseff y Ernesto Samper), acompañados de varios excancilleres, exministros, parlamentarios (ex y ejercicio) e intelectuales, hicieron llegar una carta a los doce presidentes sudamericanos en ejercicio para reclamar “la reconstrucción de un espacio eficaz de concertación suramericana”, partiendo de la base de que la “UNASUR todavía existe y es la mejor plataforma para reconstituir un espacio de integración en América del Sur” (El País del 15/11/2022).
Sin embargo y como lo expresa Detfle Nolte (Nodal 13/01/2023), la idea de los firmantes no es la “reconstitución nostálgica de este organismo”, sino que una nueva UNASUR que tome en cuentas las deficiencias y autocríticas, de cómo “garantizar el pluralismo y su proyección más allá de las afinidades ideológicas y política de los gobiernos de turno”. Los ex presidentes, entre otras cosas, deploraron la ausencia de una dimensión económica, comercial y productiva (aunque para ser sinceros, el último Secretario General, Ernesto Samper, estaba empeñado en la unificación y mejoramiento de los espacios económicos regionales) y criticaron el abuso del veto (por la regla del consenso en la toma de decisiones) para el nombramiento del secretario general. Esto último, en la práctica, llevó en el pasado a su paralización cuando los gobiernos de Bolivia y Venezuela bloquearon la elección de José Octavio Bordón que, como único candidato, tenía el apoyo de siete gobiernos.
UNASUR, y aunque pueda parecer pretencioso, fue mucho más en el momento inaugural de lo que fue la empresa de integración regional europea con sus acuerdos del carbón y el acero (Tratado de París de 1951), puesto que su proyecto suramericano fue integral y excedía otros procesos de integración históricos de la región, los cuales se encontraban principalmente basados en el eje del comercio y la relación económica de los Estados participantes, al involucrar las esferas político-diplomática, de infraestructura, científico-tecnológica, cultural, de desarrollo social, económica-financiera, de seguridad, de defensa, energética, de educación así como la relativa a las cuestiones de salud de las ciudadanías suramericanas.
Esta rica diversidad de dimensiones se fue consolidando e institucionalizando en los doce Consejos Ministeriales y Sectoriales y en la gran cantidad de consensos y avances concretos, por ejemplo, en cuestiones como la homologación de la diversidad de mecanismos e instrumentos de integración existentes, pasando por la creación de medidas interestatales de confianza mutua en materia de defensa (como un inédito registro de gastos de defensa e inventarios militares detallados), los progresos en infraestructura física regional e interconexión bioceánica, los progresivos pasos en términos de la creación de una carta derechos sociales y una ciudadanía suramericana, el establecimiento de un sistema de interconexión y compensación energética regional o, entre otros varios posibles de destacar, los proyectos para la preservación y el aprovechamiento compartido del vasto patrimonio de recursos naturales suramericano.
Esta multiplicidad de dimensiones es, además, un indicador de los principios y valores que democrática y solidariamente inspiraron a este proyecto de integración, el que a través del consenso y la gradualidad apuntó a objetivos que tenían mucho más que ver con un modelo de desarrollo alternativo y la calidad de vida de las personas que con los siempre excluyentes intereses y/o anclajes ideológicos de los actores que son los que tradicionalmente suelen operar traccionando estos procesos. Sin embargo, como UNASUR fue una organización intergubernamental cuyos avances y retrocesos estuvieron marcados por la lógica de la diplomacia presidencial, el giro conservador la segunda década del siglo XXI, agudizo los clivajes ideológicos y los conflictos entre los presidentes paralizaron esta organización y sus procesos convirtiéndola en una suerte de “institución zombi” como la llamó la politóloga Julia Gray.
Sin embargo, en este mundo de cambio permanente (inconcluso e incierto). UNASUR tiene la posibilidad de volver a instalarse como un genuino “activo estratégico” para el desarrollo sostenible e integral de las ciudadanías y de los propios Estados suramericanos. Como lo expresó en su libro “Orden Mundial” uno de los hombres más influyentes del siglo XX, para bien y mal, Henry Kissinger, ante la incertidumbre, la complejidad y la dinámica de los acontecimientos, el nuevo equilibrio de poder internacional se basará en los poderes regionales, es decir en países-continente (EE.UU., China, Rusia, India) y en zonas/espacios que sean capaces de generar un “estado-región” o una “región-estado” (Unión Europea por ejemplo).
Ante este marco internacional/global de extrema complejidad, un proyecto de integración de carácter integral como la UNASUR deberá trascender barreras ideológicas o gobiernos circunstanciales (unidad en la diversidad) y convertirse en una herramienta que en la práctica y simbólicamente permitirá a los Estados suramericanos jugar un rol en la dinámica de la gobernanza y conformación del escenario internacional del siglo XXI, a la vez, de construir endógenamente su propia estrategia de desarrollo (entre otros, para dejar atrás y/o limitar el extractivismo y las producciones primarias en la lógica norte-sur). Como lo indica incluso la propia experiencia de las naciones desarrolladas, en el mundo actual, no existe posibilidad de desarrollo integral e inclusivo para naciones menores sino es a través de espacios-continente que gestionen desde mayores cuotas de poder y autonomía/soberanía su más favorable inserción internacional en pro de sus intereses.
De lo que se trata es de consolidar mancomunadamente lo que cada una de nuestras naciones no puede hacer por sí sola lograr, como aumentar en beneficio propio los siempre estrechos márgenes de autonomía o darle valor agregado a nuestras exportaciones en medio de fuertes dependencias y condicionamientos. En ese sentido, en un mundo como el actual, es esencial construir y consolidar nuestra capacidad para establecer y avanzar en aras del logro de metas propias, autónomamente definidas, no impuestas desde fuera de nuestros intereses nacionales/regionales a través de la sinergia que da la cooperación/integración regional.
En esta perspectiva, entonces, UNASUR con su historia pueden convertirse en una opción estratégica de constructo de destino desde una ecuación nueva, pragmática, de gradualidad y de consenso práctico en la diversidad. En efecto, la escala y proyección que le puede otorgar a un país su participación en un proyecto de integración estratégica como el representado por un UNASUR 2.0, es cada vez más esencial en un mundo en el que, crecientemente, se le dificulta a todo Estado mantener su soberanía como tradicional y supuestamente lo hacía; sostener sus capacidades de regulación y control (defender sus intereses) frente a los embates de fenómenos y procesos de naturaleza global económico-financieros, políticos, medioambientales, tecnológicos o de seguridad, muchas veces impulsados tanto por actores sub-nacionales, nacionales o transnacionales, privados o estaduales; regular intereses privados y ajenos a sus fronteras en pos del bien común de sus ciudadanías complejas bajo nuevas conceptualizaciones como armonía ambiental estratégica, soberanía inteligente y/o codesarrollo; o, al decir del intelectual Jean-Marie Guéhenno, intermediar entre sus pueblos y los variados impactos provenientes de la aldea global.
Más allá de los circunstanciales nuevos gobiernos progresistas, para superar la pobreza en algunos casos o no caer en la trampa de los ingresos medios (mantener las condiciones para el desarrollo) en otros, los países de la región necesitan una UNASUR 2.0 ante la dificultad y complejidad que ese salto-desarrollo implica en el actual contexto internacional y sus relaciones de poder, pero por encima de todo, para dar respuesta a una gobernanza democrática interpelada por una ciudadanía empoderada, con poca paciencia, que cuestiona al actual modelo de acumulación neoliberal, ese que genera desigualdad/indignidad, destruye el medio, fomenta la inseguridad e hipoteca el futuro las fuentes productoras del calentamiento global, por poner un ejemplo.
El mayor desafío que tenemos por delante, entonces, es cómo afrontar el futuro de la región, cómo empoderarnos para ayudar a configurar un nuevo mundo posible en medio de la incertidumbre y la inestabilidad global y la debilidad institucional, y hacerlo desde una autonomía alineada con nuestros valores democráticos, incluyentes y humanistas (no somos neutrales) tal como lo dejo ver el Presidente Boric en VII de la CELAC de fines de enero de 2023 (entre otros, dijo:“No señor, la democracia debe respetarse” en referencia a Nicaragua, Venezuela y Perú, y habló del “ignomioso bloqueo a Cuba y Venezuela). Hoy, entonces, es fundamental e imprescindible contemplar y tener presente ese viejo postulado sobre el poder, la capacidad endógena y la autonomía, planteado hace ya tiempo por Johan Galtung, en relación a que la autonomía es mucho más que una capacidad concreta del actor, es una disposición del mismo para la acción, esto es, una disposición proactiva para construir su propio destino. Chile, su gobierno y, en particular, la Cancillería, tienen mucho que decir al respecto y el tiempo pasa.