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Envenenar un Nobel, envenenar un país Opinión

Envenenar un Nobel, envenenar un país

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Gonzalo Martner
Por : Gonzalo Martner Economista, académico de la Universidad de Santiago.
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Nunca es tarde para procesar estos aspectos de nuestra historia, especialmente en una fecha simbólica. Y debe considerarse como emblema de la crueldad inexcusable la que atentó contra uno de nuestros mayores creadores, el Premio Nobel Pablo Neruda. Nuestro poeta fue calificado por Gabriel García Márquez como el más grande del siglo XX en cualquier idioma. No obstante, para nuestra vergüenza como nación, al término de su vida fue envenenado por orden de quien consideró a un insigne compatriota, militante, pero pacífico y amante de la vida, como un enemigo que debía ser exterminado. Al envenenarlo, envenenó a toda la sociedad. Eso es lo profundamente inaceptable de la tragedia de la violencia sectaria en la historia de Chile, que debemos esforzarnos en dejar atrás para siempre. El momento constituyente actual debiera terminar de consagrar, en homenaje al poeta y a todas las víctimas, el declarado respeto de los derechos humanos como fundamento de la República.


Pablo Neruda tuvo un recorrido singular con su país. Fue primero reconocido como una de sus voces de alcance universal, y apoyado por la democracia como diplomático. Pero luego fue parte de las tragedias del siglo XX en Chile. Ya siendo Senador, fue objeto de persecución y exilio por González Videla al ilegalizar el PC, que había ayudado a elegirlo, incluyendo a Neruda. En 1972 fue recibido de manera multitudinaria al obtener el Premio Nóbel de Literatura, en la huella de la insigne Gabriela Mistral. Pero ahora se confirma que, a los pocos días del golpe de Estado de 1973, fue envenenado, presumiblemente por agentes de la dictadura recién entronizada a sangre y fuego.

¿Por qué buscar asesinar a un hombre enfermo? ¿Para qué destrozar sus lugares, como pude verlo con estupor en la Sebastiana en Valparaíso, compartida por Neruda con Maria Martner y Francisco Velasco? Existe una explicación inmediata. La junta militar pensó que su palabra podía ser devastadora. Había tomado la decisión de viajar a México. Una inyección sospechosa le fue aplicada en una clínica y falleció el 23 de septiembre de 1973. Su chofer, que conoció el hecho, fue encarcelado en el Estadio Nacional.

También hay un contexto global en el que todo esto ocurre: la decisión de Nixon-Kissinger en 1970 (otra habría sido la actitud norteamericana con un presidente demócrata como Carter, que asumió en 1976) de impedir a toda costa que tuviera lugar la experiencia socialista en democracia de Salvador Allende. El argumento, expuesto en las memorias de Kissinger, y que hoy suena especialmente delirante, fue que había que evitar sus efectos posibles en Italia y Francia, que contaban con izquierdas que se podían inspirar en coaliciones como la de Allende y debilitar a la OTAN en plena guerra fría. Había que “hacer chirriar” la economía, en palabras de Nixon, fomentar una insurrección civil contra el gobierno democráticamente constituido y derrocarlo militarmente a la brevedad.

Internamente, la oligarquía tradicional y la derecha política —que tenía en su seno antiguos partidarios de instaurar una dictadura militar en Chile, como el grupo de Jorge Prat, Jarpa y otros— se volcó a pedir a Nixon-Kissinger su intervención para que Allende no llegara siquiera a asumir el gobierno. Agustín Edwards se entrevistó con ambos a días de haber ganado Allende la elección en 1970, con el fin expreso de obtener una intervención clandestina en Chile, pidiéndole a una potencia extranjera que hiciera todo lo posible por impedir que asumiera el gobierno democráticamente electo de su país. La coincidencia de intereses fue inmediata y Nixon ordenó una operación encubierta que terminó en el intento de secuestro y finalmente asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, René Schneider. El diseño era evitar que el Congreso ratificara la elección de Allende y nombrara a Alessandri, quien renunciaría y permitiría la reelección de Frei Montalva. La actitud de Frei, de la derecha y de la Democracia Cristiana en esos días frente a este plan tiene zonas grises, pero se sabe a ciencia cierta que mantenían desde los años sesenta vínculos y financiamientos de la CIA. A la postre, buscaron y obtuvieron el derrocamiento violento de Allende en 1973, aliados a la derecha civil, empresarial y militar y a militares cercanos que organizaron el golpe, como Arellano y Bonilla. El financiamiento norteamericano de todo el proceso insurreccional fue revelado por el Senado de Estados Unidos en el Informe Church.

El hecho es que Frei se negó a una salida democrática basada en un plebiscito y rechazó incluso reunirse con Allende, enviando a Aylwin a reuniones infructuosas, ante la petición en ese sentido del Cardenal Silva Henríquez y del General Prats, comandante en jefe del Ejército. El argumento esgrimido para negarse a un acuerdo es que existiría un desborde incontrolado del PS, el MIR y supuestas milicias extranjeras inexistentes, como reconoció mucho más tarde el propio ex presidente Aylwin en sus memorias. El general, Prats se sorprendió con la expresa renuencia del entonces presidente del Senado para buscar una salida negociada a la crisis, con una ausencia de disposición a colaborar que Frei le manifestó en su casa en septiembre de 1970 a Allende en persona, aludiendo que su partido, el socialista, no le dejaría gobernar en los marcos de la democracia.

El hecho es dramático: estaba tomada desde mucho antes la fatal decisión de generar como fuera una crisis que llevara a un golpe militar, con un repliegue inicial y generación de tierra arrasada llamado “estrategia de los mariscales rusos”. La coalición insurreccional ya logró un primer éxito parcialmente en octubre de 1972 —con una paralización del país durante semanas— pero luego prevaleció el calendario electoral democrático. En marzo de 1973, el gobierno obtuvo el 44% de los votos en la elección parlamentaria, a pesar del agobio inflacionario y la escasez de productos en medio del bloqueo norteamericano y de perturbaciones productivas provocadas por el boicot interno, la reforma agraria y la creación de un sector industrial y comercial estatal con alta improvisación y desbordes en su ámbito de aplicación. A esto se sumó una fuerte presión salarial que expandió la demanda y la capacidad de consumo popular más allá de las capacidades productivas y de las divisas disponibles. Al no lograr una mayoría de dos tercios en el parlamento, la coalición golpista se volcó —incluyendo una vergonzosa declaración de ilegitimidad del gobierno por la DC y la derecha en la Cámara de Diputados— al violento desenlace del 11 de septiembre de 1973, precedido de una intentona el 29 de junio.

El plan del presidente Allende era dar curso a un plebiscito sobre las áreas de propiedad que dirimiera la crisis, con una elección presidencial posterior en caso de perderlo (Allende pensaba en el general Prats como candidato, ya como civil, de una coalición amplia, a lo que probablemente no es ajeno su asesinato en el exilio en Buenos Aires en 1974). Pero no encontró eco en la oposición a tiempo y tampoco en el Partido Socialista y otros partidos de gobierno. El PS se encontraba muy distanciado del presidente Allende, con una crítica global a su proyecto político (expresado en una larga carta final que no llegó a ser enviada al presidente). Pero no estaba planeando algún plan insurreccional, más allá de la retórica de algunos grupos, sino a lo más providencias defensivas de muy bajo alcance, como se demostró poco después. Las reuniones de líderes de la izquierda con marineros a petición de ellos fueron para defender el orden constitucional, no para atacarlo, y así sucesivamente. Hay un hecho de perogrullo que los defensores del golpe se niegan a reconocer: nadie tenía tanto interés como la izquierda en mantener viva la democracia, consolidar los cambios sociales y evitar las consecuencias de una confrontación armada. Hay quienes dudan de la existencia de la propuesta de plebiscito del presidente Allende, que dramáticamente estuvo a punto varías veces de ser anunciado en los días previos al golpe, el que además se adelantó por esa razón. Sus detalles y partícipes, que conozco bien pues incluyen a mi propio padre, ministro del presidente Allende, están descritos con precisión por Joan Garcés, asesor directo del presidente.

Pero sigue habiendo algo insuficiente en toda esta explicación. ¿Por qué la oposición se negó a una salida mediante un plebiscito? ¿Por qué bombardear una y otra vez La Moneda con aviones de combate, defendida por unas 30 personas?

Al frente lo que había era una izquierda con unas pocas armas sin mayor parque, llevadas a un cordón industrial en Vicuña Mackenna y una población del sur de Santiago por el PS y sin quienes supieran usarlas, así como al bajo de Valparaíso por las alcantarillas. El MIR, movimiento al que pertenecí en la adolescencia, no disponía sino de muy pocas armas, que además no pudo utilizar el día del golpe por carecer de un plan preciso y de movilidad logística, y solo logro crear pequeños enfrentamientos en Santiago y Valdivia, con unas pocas armas de fuego y granadas hechizas, como las que estuve ensamblando el 11 de septiembre, muchas de las cuales no funcionaron. El PC no usó armas en esa fecha e internó cantidades significativas solo años más tarde. La lucha armada sí se hizo efectiva por parte del MIR y el PC, sin éxito y con grandes sacrificios humanos, pero para actuar legítimamente contra la dictadura, lo que es harina de otro costal.

Se impuso rápidamente por Pinochet la tesis de “metas y no plazos”, aunque Leigh se rehusó a una prolongación indefinida de la dictadura y fue destituido de la junta militar por ello en 1978, cuando el Ejército sometió a la Fuerza Aérea con el concurso de Matthei. Lo que triunfó fue un proyecto de restauración oligárquica que iba mucho más allá que desalojar por la fuerza un gobierno: se trataba de sacar del sistema político a las fuerzas impulsoras de las reformas agrarias, nacionalizaciones del cobre, áreas de propiedad social y participación popular directa en las decisiones. Más aún, se trató de cuestionar la propia idea de un Estado desarrollista, como el que se fue construyendo desde el primer alessandrismo y el Frente Popular. Para conducir esa refundación con apoyo de la cúpula militar, estaba disponible el grupo gremialista ultraconservador y el de los Chicago Boys.

Pero en definitiva hay una dimensión que sigue excediendo todas estas explicaciones. Volvamos a Neruda: ¿Por qué buscar asesinar un premio Nobel? Y agreguemos, a riesgo de quedarnos cortos: ¿Por qué asesinar brutalmente a Víctor Jara, preso e indefenso? ¿Por qué masacrar con corvos e incluso sacarles los ojos a prisioneros ya condenados a penas menores por consejos de guerra? ¿Por qué no solo derrotar sino que buscar exterminar a la izquierda, lo que se organizó de manera sistemática con la Caravana de la Muerte primero y la DINA después, con plenos poderes sobre la vida y la muerte, incluso de altos oficiales como el general Lutz? ¿Por qué las más de tres mil ejecuciones y desapariciones, incluyendo 205 niñas, niños y adolescentes, las horrorosas torturas, los abusos sexuales, las crueles desapariciones de cuerpos lanzados al mar o desenterrados para una segunda desaparición? ¿Por qué llegar en 1980 al degollamiento del sindicalista Tucapel Jiménez y el propio envenenamiento del ex presidente Freí Montalva, como ha confirmado la justicia, personas que habían apoyado el golpe?

Está en primer lugar la crueldad y paranoia del dictador. Pero debemos asumir que en la sociedad chilena afloró la violencia histórica de las clases dominantes, más allá de todo el cuestionable diseño del proyecto que encarnaba el gremialismo y los economistas de Chicago, por tortuoso e inaceptable que fuera. Muchos dirán que cada sociedad tiene su historial de violencias, e incluso mucho mayor que el de la sociedad chilena. La diferencia es que aquí se busca negarla o, peor aún, justificarla hasta el día de hoy, intentando responsabilizar los errores de las víctimas de los horrores de sus victimarios, en una distorsión moral inaceptable.

Hay, en efecto, en nuestra historia, una violencia recóndita y oscura que probablemente viene desde tan atrás como la colonización española, que marcó en todos los ámbitos la lenta conformación de la nación chilena, incluyendo la crueldad de sus procedimientos. El despojo de tierras y los intentos de esclavización como mano de obra gratuita o sujeta a un impuesto colonial, suscitaron la sacrificada y exitosa resistencia mapuche, al precio de muchas víctimas. Pero también de la muerte en batalla de dos gobernadores españoles (Pedro de Valdivia en 1553 y Martín Oñez de Loyola en 1598), hecho inédito en América Latina. Esta lucha se encaminó, también de manera muy inusual, hacia un acuerdo con la corona española, pues sucesivos “parlamentos” mantuvieron una paz estable digna de imitarse en la actualidad, solo rota por la oligarquía criolla a fines del siglo XIX al reiniciarse los despojos de tierras.

La violencia histórica incluye hechos como el asesinato por la espalda del patriota Manuel Rodríguez, el primer desaparecido, y el fusilamiento de los hermanos Carrera. La orden vino de O’Higgins, que vengó mediante el crimen ofensas y rivalidades. Las violencias siguieron con la guerra civil de 1829-1830 y la sangrienta victoria conservadora sobre los liberales, luego con el asesinato de Portales en 1837 en una rebelión contra la declaración de guerra a Perú y Bolivia, las guerras civiles de 1851 y 1859 contra el conservador Montt, y la de 1891 contra Balmaceda, en la que estuvo en juego el uso de los excedentes del salitre. La contienda terminó con los cuerpos de los comandantes del Ejército lacerados y amarrados a la parte frontal de una locomotora por la Marina vencedora, exponiéndolos cruelmente al entrar a Valparaíso, como consigna el Coronel Varela en sus memorias. Y con el suicidio del presidente Balmaceda para evitar que siguiera la masacre de sus seguidores. Su entierro fue clandestino, envuelto en un saco y llevado al cementerio de madrugada en una carreta, para evitar laceraciones a su cuerpo. Y luego, en el siglo XX, se produjeron las masacres de obreros de 1905 en Valparaíso, de 1906 en Antofagasta, de 1907 en la escuela Santa María de Iquique, de 1912 en Forrahue contra una comunidad Huilliche, de 1920 en Punta Arenas, de 1921 en la oficina salitrera de San Gregorio, de 1925 en las oficinas de Marusia y de La Coruña, de 1934 en Ranquil contra campesinos, de 1938 en pleno centro de Santiago contra jóvenes pro nazis ya rendidos por orden personal de Arturo Alessandri, de 1946 en la Plaza Bulnes, de 1962 en la población José María Caro, de 1966 en el mineral de El Salvador, de 1969 en Puerto Montt, lo que desemboca en las violencias de 1973-1989.

En la perspectiva de esta secuencia, se puede concluir que el país vivió entre 1994 y 2019, una vez controladas las asonadas pinochetistas, una época relativamente pacífica y con la menor intervención militar en la historia de la República, de lo que las nuevas generaciones, tan prestas a la descalificación del pasado reciente, debieran tomar nota. La rebelión popular multiforme de 2019, originada en la resistencia de la vieja y nueva oligarquía a disminuir las desigualdades y abusos, fue, en cambio, enfrentada con una represión mórbida, la que apuntó a los ojos de los manifestantes pacíficos y no pacíficos, en una actitud otra vez criminal (ahí están las numerosas víctimas, mientras puedo señalar que en una ocasión en Plaza Italia-Dignidad una bomba lacrimógena disparada verticalmente por un oficial pasó a centímetros de mi cabeza).

Se ha avanzado en conocer la verdad de la represión dictatorial (comisiones Rettig y Valech) y en someter a la justicia y condenar a múltiples responsables de crímenes, incluyendo los más recientes. Pero no se ha procesado como sociedad la violencia ancestral y la contemporánea. Peor aún, algunos todavía intentan justificarla, incluyendo el golpe de hace 50 años.

Nunca es tarde para procesar estos aspectos de nuestra historia, especialmente en una fecha simbólica. Y debe considerarse como emblema de la crueldad inexcusable la que atentó contra uno de nuestros mayores creadores, el Premio Nobel Pablo Neruda. Nuestro poeta fue calificado por Gabriel García Márquez como el más grande del siglo XX en cualquier idioma. No obstante, para nuestra vergüenza como nación, al término de su vida fue envenenado por orden de quien consideró a un insigne compatriota, militante, pero pacífico y amante de la vida, como un enemigo que debía ser exterminado. Al envenenarlo, envenenó a toda la sociedad. Eso es lo profundamente inaceptable de la tragedia de la violencia sectaria en la historia de Chile, que debemos esforzarnos en dejar atrás para siempre. El momento constituyente actual debiera terminar de consagrar, en homenaje al poeta y a todas las víctimas, el declarado respeto de los derechos humanos como fundamento de la República.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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