Los presupuestos de defensa nacionales europeos escalan a proporciones no conocidas después de la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que la crisis energética se hace palpable por lo que se incrementan los contactos con África y América Latina. Todo mientras se dibujan dos ejes, el de Europa centro-oriente, encabezado por Polonia y los países bálticos, partidarios de fortalecer el paraguas defensivo ofrecido por Washington, frente al del Europa Occidental, liderado por el bloque París-Berlín que apuesta por mayores dosis de autonomía estratégica y de ponderar los alcances del conflicto sin dejar de pedir inversión en la defensa regional. Aun así, en la Conferencia de Seguridad de Múnich del fin de semana pasado, el liderazgo europeo ha reconocido que es necesario prepararse para un conflicto prolongado, coincidiendo con el Ministro de Asuntos Exteriores ruso, Lavrov que viene diciendo hace semanas lo mismo, o con un Putin que evoca el octogésimo aniversario de la larga batalla de Stalingrado para fortalecer la moral de su compatriotas. Todo indica que hay preparativos para nuevos choques a partir de la próxima primavera boreal, renovando unidades y armamento más sofisticado, que reemplace al obsoleto, y sobretodo sumando aliados en el exterior.
Una rápida búsqueda telemática bajo la categoría “Conflictos del Siglo XXI” lleva a un resultado en el que resaltan el número de colisiones en África, muchas desconocidas y aún en curso (Somalia, Darfur, Kivu, tres en Libia, Malí, la segunda Guerra Civil Centroafricana, Sudán del Sur, enfrentamientos en Sahara Occidental, Tigray, insurgencias en Mozambique del Norte y varios lugares del Magreb); las luchas internas en América Latina como el conflicto en Colombia, la insurgencia en el norte de Paraguay, la lucha contra el Narco en México y el ataque a las maras en El Salvador; así como aquellos choques más mediáticos o destructivos: La Guerra –de Estados Unidos– contra el Terror, La Guerra Siria y La Guerra de Afganistán, sin olvidar las incursiones de Israel en Gaza. No obstante, pocos de esta larga lista pueden ser llamados con más propiedad “conflicto del siglo XXI” que el de Ucrania.
Desde luego, no es el primero que ocurre en los confines europeos durante la posguerra, hacerlo nos llevaría olvidar la letalidad de los conflictos en la ex Yugoslavia y sus emanaciones kosovares. Tampoco se puede decir que se trata del primer conflicto doméstico que se proyecta sobre el nivel regional-internacional con participación de potencias de distinto calado, subcategoría en la que Siria aportó un parangón difícil de igualar (también con una tragedia humanitaria de refugiados que tuvo una recepción distinta en Europa respecto de la acogida de millones de ucranianos), ni siquiera se podría referir a la calidad de un conflicto armado de larga duración y períodos de latencia, como el Afgano en su sempiterna lucha contra los modernos imperialismos desde la invasión del Reino Unido en 1839.
Sin embargo, en un año de refriega la Guerra de Ucrania ha suministrado tal cantidad de aristas, bemoles y propiedades que la hacen un caso paradigmático para la polemología contemporánea, la disciplina dedicada al estudio de la Guerra en tanto fenómeno social. Tal como afirma el libro “Ucrania 22: Una guerra programada” (Francisco Veiga, 2022), se trata de un conflicto que realmente no comenzó el 24 de febrero de 2022, sino que su ignición fue hace más de tres décadas antes, cuando el deshielo acelerado del mundo bipolar signaba las relaciones Este-Oeste, por lo que se trata de un evento largamente anunciado, que le sirvió a Samuel Huntington en su primigenio artículo de Foreings Affairs “choque de civilizaciones” (1993) de ejemplo de enfrentamiento en ciernes entre civilizaciones. El mecanismo auto destructivo fue incoado más allá de los acuerdos internacionales y bilaterales de la temprana pos Guerra Fría, por lo que visto desde hoy su explosión pareciera obedecer a una programación fatal.
Las revoluciones de colores, naranja en el caso ucraniano, hicieron patentes las diferencias entre Moscú y Occidente, que parecían habían convergido en la lucha contra el radicalismo islámico. En 2008 la Guerra en Georgia alertó a una Europa que leyó los sucesos como el regreso del derrotero imperialista ruso, más las crisis del Euromaidan y Crimea durante 2014 y 2015 profundizando la grieta. Mientras comenzaba la pugna por el control del Donbás en 2014, encendiendo las alarmas de peligro que intentaron ser sofocadas en los protocolos de Minsk, pero sin gran éxito. El mundo se acostumbró a esta Guerra de mediana intensidad sin prestar demasiado cuidado. Vino el conflicto de Nagorno Karabaj y la pandemia del covid en 2020 que, de alguna manera distrajeron la atención respecto de la incomodidad del Presidente Putin con la aproximación entre la Organización del Tratado de Atlántico Norte (OTAN) y Kiev, recordando —como tantas veces— la promesa que la administración Bush padre, a través de su secretario de Estado James Baker, hiciera de Mijail Gorvachov de que si se permitía a la Alemania unificada permanecer en la Alianza Atlántica dicho organismo no se expandiría “una pulgada” hacia el Este. Después de 5 extensiones (1999, 2004, 2009, 2017 y 2020) una posibilidad real era que la paciencia rusa se agotara, particularmente si el área que define como “extranjero próximo” comenzaba a ser cortejada con la inclusión en el dispositivo militar fundado en Washington. Pero como en otras ocasiones no se vio venir, o simplemente multitudes de analistas, historiadores y politólogos decidimos relativizar los presagios pre-bélicas, a pesar que un mes ante Estados Unidos advertía una concentración de efectivos militares en la fronteras bielorrusas-ucranianas, justo después de los ejercicio conjuntos entre tropas rusas y bielorrusas.
La profecía de Huntington se hizo realidad el 24 de febrero, bajo el signo de una “operación militar especial” un eufemismo moscovita que evitó la declaración formal de Estado de Guerra, con dos objetivos reconocidos “desnazificar” y “desmilitarizar” a Ucrania, el segundo con asidero si se considera el cortejo de la OTAN, el primero una maniobra propagandística –a excepción de los batallones de AZOV y de ciertos partidos fascistizados, pero que se encuentran en varios países de la masa euroasiática, incluyendo Rusia—, que debe comprenderse a la luz de la búsqueda de cohesión del frente interno ruso. Todo comenzó con ciberataques –inaugurando la naturaleza multidominio de un conflicto además por tierra, mar, aire y espacio—, con el fin de inutilizar la infraestructura crítica, seguidos de misiles dirigidos contra el sistema de control antiaéreo, y campañas de información que minarían la moral de la población. Se atacaría desde varios frentes con tres columnas principales cayendo como pinzas sobre Kiev, para reemplazar el gobierno de Zelenski por otro pro-ruso (un expediente clásico desde la invasión soviética a Hungría en 1953)
Pero nada resultó como la planificación original. Tampoco la reacción de Occidente, que a diferencia de otras crisis, resolvió plantar cara mediante un frente unificado –a excepción de estados como Hungría— de respaldo económico y armamentista a Ucrania. Hubo reveses rusos no sólo en Kiev, también en Járkov, Mariúpol, Chernigov, por lo que para el mando ruso fue necesario articular planes alternativos, atacando complejos industriales e imponiendo costes a la vida cotidiana de la población civil como medidas de presión para alcanzar una negociación (desde fines de febrero a fines de abril), y desde mayo procurando consolidar sus posiciones en el sudeste del país –y así cerrar la salida ucraniana al Mar Negro- con miras a expandirse hasta la línea de fractura huntingtoniana, el Dnieper. En el Donbás (Donetsk más Lugansk) fueron tomadas Limán, Lysychansk, Popasna y Severodonetsk. Esa región más Crimea fueron integradas a la Federación rusa, agregándose Jersón y Zaporiyia a través de sendos referendos –declarados ilegales por Occidente— en septiembre, legalizados por la Duma y promulgados por el Kremlin el 5 de octubre de 2022. Durante todo este tiempo una etnogénesis nacional ucraniana acelerada apuntalaba la resistencia a la invasión mediante una defensa activa y dinámica bajo condiciones de asimetría, siempre auxiliada por la tecnología bélica y la inteligencia suministrada por Estados Unidos y Europa, que le permitió obtener armas de precisión de largo alcance para golpear a distancia a las fuerzas rusas.
Sin embargo, al mismo tiempo que Putin proclamaba la continuidad territorial entre Crimea y la Madre Rusia, fuerzas ucranianas iniciaban la contraofensiva sobre Járkov que además de recuperar dicha ciudad minó seriamente la iniciativa estratégica adversaria, aunque no detuvo los ataques sobre generadores de electricidad y calefacción de las grandes urbes del centro y norte de Ucrania en pleno invierno y así horadar la voluntad de lucha. Así y todo, hacia principios de 2023, Putin ofreció abrir diálogos, sin mover un ápice el objetivo ucraniano que ha permanecido invariable, expulsar a los rusos y restablecer sus fronteras de antes de 2014 –incluyendo la restitución de Crimea—, una cuestión difícil de aceptar para Moscú, y por lo tanto nada fácil de alcanzar.
En tanto que los objetivos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte son más difusos (aunque aprobó una nueva estrategia y admitió la adhesión de Finlandia y Suecia), excepto agotar a Rusia hasta el punto de situarla en una potencia de segundo orden. Al misto tiempo Europa ha lanzado siete conjuntos de sanciones contra Rusia y ha aceptado las candidaturas de Moldavia y Ucrania para integrar en el futuro la bandera azul de estrellas amarillas. Los presupuestos de defensa nacionales europeos escalan a proporciones no conocidas después de la Segunda Guerra Mundial, al tiempo que la crisis energética se hace palpable por lo que se incrementan los contactos con África y América Latina. Todo mientras se dibujan dos ejes, el de Europa centro-oriente, encabezado por Polonia y los países bálticos, partidarios de fortalecer el paraguas defensivo ofrecido por Washington, frente al del Europa Occidental, liderado por el bloque París-Berlín que apuesta por mayores dosis de autonomía estratégica y de ponderar los alcances del conflicto sin dejar de pedir inversión en la defensa regional. Aun así, en la Conferencia de Seguridad de Múnich del fin de semana pasado, el liderazgo europeo ha reconocido que es necesario prepararse para un conflicto prolongado, coincidiendo con el Ministro de Asuntos Exteriores ruso, Lavrov que viene diciendo hace semanas lo mismo, o con un Putin que evoca el octogésimo aniversario de la larga batalla de Stalingrado para fortalecer la moral de su compatriotas. Todo indica que hay preparativos para nuevos choques a partir de la próxima primavera boreal, renovando unidades y armamento más sofisticado, que reemplace al obsoleto, y sobre todo sumando aliados en el exterior. Países como Turquía, Hungría e Israel también siguen jugado un papel en un conflicto que tiene contornos de conflicto por delegación (proxy) y que, conforme a la doctrina Guerásimov, es híbrida al combinar acciones convencionales, guerra irregular y de desgaste, con represalias económicas y operaciones psicológicas, que involucra campos mediáticos y del ciberespacio a través de las redes: en suma la primera gran Guerra del siglo XXI, cuyo final aún se ve lejos.