Defiendo, muy convencido, que la filosofía no solo debe jugar con el ChatGPT, sino asociarse con la esfera del arte y producir juntas algún retrato de algún filósofo o fenómeno interesante a través de un sistema artístico que opere sobre la IA, cada parte extrayendo los beneficios particulares que pueden deducirse de esta alianza no endogámica. También deben usar las RRSS (como LinkedIn) para entrar en contacto con ingenieros informáticos o superejecutivos para entender mejor las dinámicas, plusvalías y maquiavelismos de las corporaciones del capitalismo avanzado, donde los herederos de la filosofía marxista tienen una verdadera mina de diamantes para capitalizar, sin contar que se pueden recoger las mejores prácticas empresariales para modernizar la gestión académica y, con ella, de la filosofía.
¿Qué novedades y grandiosos avances en el conocimiento nos traerá este 2023 la filosofía? En Chile, el 2022 habría sido otro año más en la indiferencia para el más profundo de los saberes, a no ser por las escandalosas tesis de corte pedófilo de la Universidad de Chile. Por cierto −e ignoro si alguien lo ha dicho ya−, ellas han constituido quizá el evento más noticioso del que ha sido capaz la filosofía criolla a lo largo de su historia. La filosofía sabe a barro todavía (y, como veremos, no solo la de estas latitudes).
Con el ChatGPT dando vueltas y siendo testeado en multitud de planos (la economía, la educación, la arquitectura, etc.), la filosofía, en cambio, se empecina en la retórica de siempre: “¡Cautela, seres inferiores del pensamiento!”, pareciera decirnos a través de los espacios de opinión de la prensa. Pues cada vez que alguien le parece extralimitado en su ilusión respecto a la bondad de los nuevos desarrollos tecnológicos, como si le invadiera una suerte de envidia secreta por no poder mirar la vida con más alegría y optimismo −si no por carecer de un papel más protagónico o porque debe justificar el sueldo−, hace un llamamiento tan insulso como arrogante a reflexionar más; a “desconectarse” de nuestros inventos, a no concebirlos como “perfectos” y a reconectarnos con nuestra “historia”. ¡Algo tan obvio en todo orden de cosas!
Con todo, lamentablemente es imposible desconectarnos de nuestros artefactos. Ya el solo hecho de pretender reconstruir el devenir de nuestra especie reclama de suyo echar mano a una lógica, procedimiento o modelo, es decir, una tecnología intangible de pensamiento. Una tecnología que en el camino puede irse ensamblando a otros dispositivos, tales como los libros físicos o virtuales, los papers, los documentales audiovisuales, etc., todos los cuales acaban componiendo o revelando una gran trama o sistema en cuyas redes mecánicas se ve de pronto inmerso el sujeto. El retiro o la distancia puede ser una opción, sí, pero jamás la desconexión. La tecnología es inseparable de nosotros. El que no sepa esto, ese sabe menos de tecnología de lo que presume.
Lo mejor sería que las personas que prescriben esas recetas antitecnológicas reconozcan humildemente que el profesional de la filosofía es también un técnico en su ámbito, que no vale más ni menos que otros técnicos, y que no tiene realmente un valor disuasivo aquella moralina en la que invoca a pensadores fundacionales como Martin Heidegger (omitiendo, por lo demás, el hecho de que la reflexión de Heidegger acerca de la tecnología paradójicamente puede entenderse como una mera tecnología de pensamiento, que se vuelve más tecnológica cuanto más la profundiza el propio filósofo o sus intérpretes).
Todo lo humano está condicionado por la tecnología y la filosofía no puede ser la excepción. Más aun, me atrevo a decir que esto no es algo que viene desde tiempos modernos, como suele decirse, sino posiblemente desde siempre. Se puede argumentar en favor de esta tesis recurriendo a las neurociencias cognitivas, específicamente al sesgo cognitivo denominado “fijación funcional”. Este refiere un bloqueo mental −de corto o largo plazo− que nos impide ver otra manera posible de operar un conjunto de artefactos, porque se nos ha enquistado la función original que le hemos asignado. Esto condiciona a su vez el desarrollo de otros artefactos y así.
Un buen ejemplo lo podríamos observar en un filósofo académico que pensara que sin el texto no es posible la verdadera filosofía, y que la IA y el marketing, en cambio, lejos de ser dispositivos posibles del filosofar, son cosas de los “villanos de las corporaciones” y sus esbirros informáticos; que las RRSS son cosa de los influencers, la prensa y de “toda esa gente ignorante y vendida que terminó de sepultar el proyecto de la ilustración y que tanto daño le causa al mundo”, etc.
La filosofía contemporánea, de hecho, es un gran complejo tecnológico, hecho de determinados materiales (muy anticuados en relación con sus posibilidades, en mi opinión), que se atiene a determinados procedimientos, estándares operativos y jerarquías, que tiene una idiosincrasia y unas muletillas características, así como su propio gobierno corporativo, burocracia, filiales, inercia y poder. En fin, es un gran y atemorizante “Leviatán”, como nos diría el gran Thomas Hobbes, uno de los padres del pensamiento político moderno, aunque su poder es más hacia dentro (la academia) que hacia el exterior (donde casi no tiene influencia). Perdemos de vista, sin embargo, que el Leviatán no es un dios, sino un gran monstruo artificial creado por los humanos y, por lo mismo, susceptible de reconfigurar, desmontar o sabotear.
Por todas estas razones que he dado, me parece un disparate que algunos crean que la filosofía está bien como está, o bien, que haya algunos que defiendan el retorno al ensayo o que incluso una presentación en PowerPoint supone una amenaza o afección negativa del pensamiento, y que insistan en hacer de sus cátedras unas lecturas soporíferas o recitaciones religiosas de obras arcaicas, donde los ejemplos y puentes con la tecnología de última generación brillan por su ausencia.
Montaigne, el inventor del ensayo, dijo: “Las almas más hermosas son aquellas que están provistas de mayor variedad y flexibilidad”. Más recientemente, otro colega mío que proviene del mundo de la ingeniería, el japonés Hiroshi Ishiguro −el llamado Quijote de la robótica− sostuvo hace unos años: “Al crear un robot muy parecido a los seres humanos y otro con un diseño minimalista, estamos estudiando qué quiere decir ser humano [ergo qué somos nosotros]”. Ningún filósofo occidental contemporáneo ha sido capaz de exponer, mirando sus propias herramientas, el poder epistemológico, gnoseológico o de conocimiento de la tecnología con la asertividad de este asiático.
Los más jóvenes deben hacer que la filosofía tome impulso y salte de una buena vez al siglo XXI. Deben darse cuenta que en su espalda cargan con la responsabilidad de una crítica y giro tecnológico de la filosofía. Un giro gracias al cual las inteligencias artificiales podrán dialogar con ellos y los desafiarán en sus interpretaciones, y con el cual podrán también criticar estos mismos sistemas, para hacerse con nuevas performances tecnológicas que los lleven a inducir nuevas intuiciones y nuevas críticas de la tecnología, y así sucesivamente en un proceso de alternancia o alteridad de la base tecnológica del que ya la filosofía no podrá prescindir más sin pagar un severo costo moral.
Defiendo, muy convencido, que la filosofía no solo debe jugar con el ChatGPT, sino asociarse con la esfera del arte y producir juntas algún retrato de algún filósofo o fenómeno interesante a través de un sistema artístico que opere sobre la IA, cada parte extrayendo los beneficios particulares que pueden deducirse de esta alianza no endogámica. También deben usar las RRSS (como LinkedIn) para entrar en contacto con ingenieros informáticos o superejecutivos para entender mejor las dinámicas, plusvalías y maquiavelismos de las corporaciones del capitalismo avanzado, donde los herederos de la filosofía marxista tienen una verdadera mina de diamantes para capitalizar, sin contar que se pueden recoger las mejores prácticas empresariales para modernizar la gestión académica y, con ella, de la filosofía.
Los más jóvenes, en suma, deben demostrar a sus autoridades académicas (claustros, jefes de departamento, decanos, etc.) que pueden ser mejores que ellos, es decir, como se dice en la jerga corporativa, “agentes de cambio” o “líderes líquidos”, esa clase de gerentes o managers de nueva generación con gran carácter y ambición, creatividad y resiliencia, que tutean a sus profesores sin por ello ser irrespetuosos, que ponen los pies en la calle para conocer de primera mano la opinión de sus clientes, y que revisan permanentemente sus dispositivos y estrategias en aras de mejorar la efectividad de su quehacer sin tanta burocracia y rito solemne que los amarre a una forma secularizada de hacer las cosas.
Para concluir, creo que los verdaderos enemigos de la filosofía están entre sus filas y se encuentran representados por esa clase de académicos que tienen una concepción miserable de su oficio. Este tipo de personas, que hemos podido leer, por ejemplo, a través de este medio, consideran la filosofía como algo “inútil” y que tiene que ser “agresivo”, “mordaz” o “rabioso”, o bien, que debe tratar de estúpido a todo aquel que, filosofando, no se entristece como ellos. Se empeñan en interpretar el mundo nuevo con las categorías de su mundo obsoleto y se extrañan cuando las piezas no encajan, además de pedirles a los demás que participen de ese extrañamiento, si bien afortunadamente su éxito no trasciende el aula filosófica.
Algo hay que hacer en todo caso para impedir los intentos de envenenamiento de nuestros jóvenes y potenciales filósofos con la ponzoña del resentimiento, a fin de que no se les arrebate la sonrisa, la esperanza de un futuro para la humanidad, ni se les amargue y llene el vacío producido con una vanidad o ego intelectual inconducente que los lleve a encerrarse y tratar solo con los de su misma especie. Eso no lo podemos permitir. La vida continúa, aun cuando hubo filósofos que, en este diminuto rincón del universo, apenas vistiendo un taparrabos y provistos de un mazo, osaron anticipar la muerte prematura de la historia (Hegel) y la filosofía (Heidegger). Hay mucho saber escondido aún en las profundidades del océano y en el espacio sideral, solo por citar un par de nichos inexplorados. Ahora mismo nuevos pensamientos filosóficos se nos insinúan de la mano de la high-tech.