Fue a principios de marzo de 1973 que pasé mi primera y única noche en la cárcel, y la experiencia fue tan surrealista que todavía hoy, cincuenta años después, me habla elocuentemente.
Con un grupo de compañeros de izquierda habíamos salido a las calles nocturnas de nuestra ciudad, Santiago, para salpicar muros con consignas en apoyo del presidente Salvador Allende, en el marco de las elecciones para renovar el Congreso. La oposición derechista al gobierno popular había proclamado que, si recibían una supermayoría parlamentaria, le harían un juicio político a Allende, destituyéndolo y poniendo fin a su revolución pacífica, el primer intento en la historia de crear una sociedad socialista sin recurrir a la violencia. Las palabras que habíamos estado pintarrajeando con entusiasmo en una pared cerca del Estadio Nacional fueron apropiadamente, ¡A DEFENDER LA DEMOCRACIA!
Porque, en efecto, nuestra democracia estaba bajo asedio. Las fuerzas conservadoras dentro y fuera de Chile conspiraban para frustrar la voluntad de la ciudadanía, creando el caos que les permitiera dar un golpe institucional (del tipo que, décadas más tarde, se llevaría a cabo en Brasil y en Honduras) o, si no fuera posible esa intentona, una asonada militar más sangrienta.
Nunca llegamos a completar aquellas vibrantes palabras en esa muralla otrora blanca. El joven que era, supuestamente, nuestro centinela se había quedado dormido y no nos advirtió que una camioneta de la policía se dirigía en nuestra dirección. A los pocos instantes, un sargento corpulento descendió del vehículo blindado, seguido por varios carabineros desalentadoramente fornidos.
Era como para tener miedo. En mis años de estudiante había luchado contra hombres como estos en batallas callejeras, me habían asfixiado sus gases lacrimógenos, e incluso había logrado eludir una camioneta similar a esta que intentaba embestirme mientras huía con mi, entonces, novia Angélica durante una protesta por la invasión estadounidense de la República Dominicana en 1965. Y ahora mis amigos y yo estábamos a la merced de esos agentes armados del Estado.
Mis temores se desvanecieron cuando el sargento nos informó, en términos casi dóciles, que nos iba a detener, por vandalismo y por perturbar la paz de ese barrio. De hecho, parecía más bien paternal, como un profesor que ha pillado a un alumno favorito en alguna travesura, cuando nos hizo subirnos al carro que transportaría a nuestro grupo a la comisaría 33, donde, con la mayor cortesía, nos encerró en una inmensa celda que ya estaba repleta de miembros de otras brigadas muralistas capturados esa noche por hacer propaganda a favor de Allende y sus transformaciones revolucionarias.
Algunos de nuestros nuevos compañeros encarcelados habían caído presos antes y no se sorprendieron de que, en lugar de ser golpeados, nos trataran de esta manera tan gentil. Había sido así desde que Allende ganara la presidencia en 1970, acabándose la práctica de Carabineros de mutilar e incluso matar a activistas.
De manera que, en vez de lamentar nuestras contusiones y magulladuras, pasamos la noche discutiendo sobre las perspectivas y los problemas de nuestra revolución joven y no violenta, si íbamos muy lentos o demasiado rápidos, y cómo enfrentaríamos un golpe militar si llegara a producirse, una discusión que duró hasta bien pasado el amanecer, cuando nuestros imprevisibles anfitriones nos ofrecieron unos jarros de té caliente, excesivamente dulce, y un poco de pan duro, para luego liberarnos con una mera advertencia verbal: que no siguiéramos desfigurando la propiedad pública y privada.
En cuanto a la palabra DEMOCRACIA que habíamos estado escribiendo con tanto entusiasmo, permanecería triste, incompleta, interrumpida. Como nuestra propia democracia. A pesar de la grave situación económica causada por el bloqueo estadounidense de la ayuda internacional (Nixon había ordenado a la CIA “hacer gritar la economía”), la coalición de Allende recibió suficientes votos (44,23%) para evitar una acusación constitucional.
Seis meses después, el 11 de septiembre de 1973, el palacio presidencial fue bombardeado, Allende había muerto, y los militantes que pernoctaron en esa celda aquella noche y cientos de miles más, huían para salvar la vida en un país donde la democracia que habíamos querido defender dio paso a los diecisiete años de la dictadura del general Augusto Pinochet.
¿Y la comisaría 33? Lo que había sido un espacio utópico durante esa noche extraña y luminosa, un sitio donde los encarcelados podían discutir el futuro fraternal sin miedo, se convirtió en un centro más de terror, uno de tantos. A menudo me he preguntado cuántos prisioneros fueron humillados entre esos muros, con qué frecuencia se les aplicó electricidad en los genitales, si acaso por allá pasaron partidarios de Allende que terminarían en el cercano Estadio Nacional donde muchos fueron torturados y ejecutados en los días posteriores al golpe.
Recordé a menudo esas horas singulares en esa comisaría en los días que siguieron a la caída de Allende y también cuando, diez años después, regresé del exilio. Por cierto que, al retornar a un Chile rebelde, sufrí formas variadas de represión: palizas de soldados en la calle, gases lacrimógenos ingeridos durante las protestas contra el régimen de Pinochet, y que me deportaran de Chile por mis actividades “subversivas”…, pero nunca pasé otra noche en una cárcel.
Fue natural, entonces, que me quedara dando vueltas el recuerdo de esas escasas horas de serenidad en esa celda rebosante de militantes esperanzados y sus sueños de un futuro de liberación, imposible olvidar ese momento que parecía irrepetible. Puesto que, cuando se restauró la democracia en Chile en 1990, las comisarías siguieron siendo, especialmente para los jóvenes y los pobres, zonas de temor e injusticia.
Y lo peor estaba por venir: durante el estallido, las protestas masivas que sacudieron a Chile hasta la médula en 2019, se registró un enorme caudal de violaciones de derechos humanos por parte de la policía. Ojos cegados, mujeres violadas, manifestantes arrollados por furgonetas policiales, miles de inocentes golpeados, un arsenal de asaltos que perpetuaban los días más sombríos de la dictadura.
A lo largo de esas experiencias desoladoras me aferré a esa noche espectral de 1973 como una potencial alternativa a lo que nuestra humanidad contemporánea estaba viviendo, ofreciéndome una luz de esperanza en tiempos cada vez más crueles, la certeza y la promesa de que existen otros modos de comportamiento y relaciones entre los oficiales de la ley y las personas a las que se supone que deben servir. Ese breve interludio cuando la brutalidad policial desapareció milagrosamente, reemplazada por un trato civil en la oscuridad y un té excesivamente dulce por la mañana, persistió en mi mente como un modelo al que debería aspirar el mundo entero. El mundo entero, insisto, porque esta no es solo una historia sobre el lejano Chile. Día tras día tras día somos testigos de la violencia contra ciudadanos inermes, calle tras calle, ciudad tras ciudad, país tras país, dentro y fuera de comisarías incesantes e inmisericordes, ayer y hoy y, por desgracia, también mañana.
Este año marca el quincuagésimo aniversario del golpe que derrocó a Allende, un hombre que no quiso reprimir a su pueblo, un mandatario que emitió directivas que nos salvaron a mis amigos y a mí y a muchos otros para que pudiéramos entregarnos generosamente al porvenir. Lo que más me duele es el terrible desperdicio de recursos, talento y logros cuando la policía, en lugar de actuar como lo hizo esa noche en Chile, desata su furia contra sus compatriotas, me duele que se apaguen tantos futuros maravillosos.
Lo que mi experiencia de hace cincuenta años continúa murmurándome feroz y suavemente, como un fantasma que no acepta desvanecerse, es que no tiene por qué ser así.