El acuerdo permitirá poner en marcha áreas marinas protegidas en aguas internacionales y proteger la biodiversidad marina, cumpliendo el objetivo de protección de al menos el 30 % del océano para el año 2030. Esto, según la comunidad científica, es el mínimo para revertir la dramática pérdida de biodiversidad marina. En efecto, los recursos vivos marinos llevan años sobreexplotados y las medidas de protección implementadas por los Estados costeros sirven de poco o nada en relación con ciertas especies, cuando estas son pescadas indiscriminadamente fuera de las 200 millas por flotas inmensas que arrasan con todo. En esto llevamos años destacando, especialmente por su efecto predatorio pasado o presente, las flotas pesqueras española, japonesa y china.
En un contexto global de fragmentación y con un sistema multilateral en regresión y enfrentando una crisis de legitimidad, la reciente aprobación en Naciones Unidas del Acuerdo sobre la Conservación y Uso Sostenible de la Biodiversidad Marina más allá de las Jurisdicciones Nacionales (BBNJ, por sus siglas en inglés), más conocido informalmente como “Acuerdo de Alta Mar”, viene a revitalizar a la Organización de Naciones Unidas y el multilateralismo en un momento crítico.
Se trata de un acuerdo que fue antecedido por 17 largos años de negociaciones de los países de Naciones Unidas, precisamente una de las críticas que se hace al sistema multilateral, de empantanarse en interminables negociaciones y que no siempre responden a las necesidades concretas de las personas. Aunque en este caso el tema sí es muy relevante y llegó a buen puerto.
En efecto, este acuerdo buscaba regular el 60% de la superficie oceánica mundial, que constituye alta mar y que, como tal, no está sujeta a ninguna soberanía nacional y representa casi la mitad del planeta. Como sabemos, la evolución del Derecho del Mar pasó de asegurar la libertad de navegación tempranamente, a regular distintos tipos de jurisdicción estatal a partir de las costas. Es así que se distinguen las aguas interiores, las aguas territoriales, la zona contigua y la zona económica exclusiva, a lo que se suma la plataforma continental. Todas esas áreas y otros temas se encuentran regidos por la Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar.
Pero en relación con la alta mar, las regulaciones son pocas y parciales, y se ha vuelto crecientemente indispensable lograr un régimen común que aborde su protección, en momentos en que el planeta está en una crisis climática con graves consecuencias en ciernes y donde los océanos cumplen un rol fundamental como moderadores del clima, como oxigenadores y captadores de carbono y como una gran fuente de alimentos.
El acuerdo permitirá poner en marcha áreas marinas protegidas en aguas internacionales y proteger la biodiversidad marina, cumpliendo el objetivo de protección de al menos el 30% del océano para el año 2030. Esto, según la comunidad científica, es el mínimo para revertir la dramática pérdida de biodiversidad marina. En efecto, los recursos vivos marinos llevan años sobreexplotados y las medidas de protección implementadas por los Estados costeros sirven de poco o nada en relación con ciertas especies, cuando estas son pescadas indiscriminadamente fuera de las 200 millas por flotas inmensas que arrasan con todo. En esto llevamos años destacando, especialmente por su efecto predatorio pasado o presente, las flotas pesqueras española, japonesa y china.
Además de establecer mecanismos para la creación de áreas marinas protegidas, el acuerdo introduce la regulación de los recursos genéticos marinos; la distribución equitativa de sus beneficios; la implementación de evaluaciones de impacto ambiental; y la creación de capacidades y la transferencia de tecnología hacia países en desarrollo.
Los de los recursos genéticos y la transferencia de tecnología fueron quizá los temas más difíciles de consensuar y que estuvieron a punto de hacer naufragar todo en estos primeros días de marzo. Por un lado, los países más desarrollados querían mantener el principio de la máxima libertad posible, favoreciendo el statu quo, donde cada cual usufructuaba de sus iniciativas en forma individual (aprovechando sus ventajas tecnológicas y de recursos) y, por otro, estaban los países menos desarrollados que buscaban conferir a la alta mar la condición de patrimonio común, forzando así la distribución de beneficios.
Como en toda negociación de esta naturaleza y donde convergieron más de 200 Estados, se trató de acomodar a elementos de ambas posturas. Desde el punto de vista de los beneficios, se garantiza que los signatarios compartirán los derivados de cualquier producto comercializado originado en alta mar. Hasta la fecha, solo uno de esos productos –una crema para la piel a base de extractos microbianos– ha sido rastreado definitivamente hasta aguas internacionales. En la práctica, demostrar que proviene de alta mar no será fácil, pero fue lo que permitió consagrar la obligatoriedad de compartir los beneficios.
También han recibido especial atención los mecanismos para la realización de evaluaciones ambientales con el fin de realizar un uso sostenible de los recursos de las áreas de alta mar, fuera de la jurisdicción de los países. Otras cuestiones sobre soberanía nacional y modalidades de votación también han sido puntos debatidos hasta el final.
Este acuerdo se inserta plenamente en las prioridades indiscutibles de nuestra política exterior (hago énfasis en lo de indiscutible como excepción a una agenda cada vez menos compartida y que, como he expresado en numerosas columnas, requiere abrir un debate para recomponer una política exterior de Estado) y en cuya exitosa negociación nuestro país participó activamente.
Chile tiene una condición oceánica única, con una línea costera que se extiende por más de 4.000 km, y cuenta con más de 3,5 millones de km2 de superficie marina que constituyen una de las zonas económicas exclusivas (ZEE) más grandes del mundo. Esta condición ha marcado nuestra política exterior desde el inicio de la República, impulsándonos a tener un rol destacado en la adopción de las 200 millas de ZEE (fuimos pioneros en 1947 con Perú y Ecuador) y la negociación de lo que terminó en la Convención de Derecho del Mar que rige, como se dijo, las distintas categorías de zonas marítimas.
El tema de las 200 millas tuvo como causa inmediata la protección del recurso marino ante flotas pesqueras y balleneras extranjeras. Un paso adicional en esa dirección fue la creación en 1952 de la Comisión Permanente del Pacífico Sur (CPPS), un organismo intergubernamental por acuerdo entre Chile, Ecuador y Perú, al que se adhirió posteriormente Colombia en 1979. La misión de la CPPS es “facilitar, fortalecer y articular entre sus Estados miembros, la cooperación y coordinación política, técnica y científica para la conservación y uso sostenible del océano y sus recursos, en beneficio de sus pueblos.”
La costa continental de Chile alberga dos grandes ecosistemas marinos de relevancia mundial: la Corriente de Humboldt, uno de los ecosistemas más productivos del planeta, y la corriente del Cabo de Hornos, en el extremo sur. Además, el país posee islas oceánicas con ecorregiones mundialmente destacadas por la abundancia de algunas especies y un alto nivel de endemismos.
Durante los últimos años, Chile ha demostrado un firme compromiso con la conservación y el uso sostenible de los ecosistemas marinos. Esto se ha traducido en la creación de Áreas Marinas Protegidas, aumentando su cobertura del 4% al 42% de la ZEE a través de 9 Parques Marinos (PM), 5 Reservas Marinas (RM), 13 Áreas Marinas Costeras Protegidas de Múltiples Usos (AMCP-MU) y 10 Santuarios de la Naturaleza (marinos y costeros).
¿Qué viene ahora?
El próximo paso es su suscripción, seguido de los procesos ratificatorios por parte de los Estados. Una vez que se alcance cierto número, entrará en vigor.
Chile, en línea con su histórica posición en favor de la gobernanza del océano y su activo rol, busca ser sede de la Secretaría del Tratado. Esta postulación es muy importante y es algo a destacar en un año “horribilis” para nuestra política exterior.
A pesar de que el tratado está lejos de lo que muchos científicos y la sociedad civil hubieran deseado, se da un paso en la dirección correcta para la conservación y uso sostenible de la naturaleza marina. Además, y como se mencionó al principio, ha dejado en evidencia, al menos en materia ambiental, la validez y eficacia de una aproximación multilateral.
Ahora que se cambiaron las principales autoridades de nuestra Cancillería, sería oportuno impulsar un proceso de diálogo para revisar nuestra política exterior, sus objetivos y medios, incluyendo cómo nos adaptamos a un multilateralismo cambiante, privilegiando las dimensiones directamente vinculadas con nuestro interés nacional y desistiendo de otras o reorientando nuestra acción.