¿Se está observando escrupulosamente, esto es, como se debe, el principio de que nadie es legalmente responsable de un delito hasta que un juez lo declare así? ¿Se está sustituyendo la responsabilidad legal, ante la ley, por una responsabilidad mediática, ante los medios? Desde los espacios de radio y televisión, ¿no se está a veces sacando a la calle a sujetos que tal vez no son irreprochables, pero que vuelven de las manos del público más manchados de lo que estaban antes? Cada vez que se reclama justicia, ¿no se estará pidiendo venganza? Cuando pedimos y celebramos la condena anticipada de alguien, ¿pensamos que mañana un familiar o un amigo podrían estar ocupando su lugar? ¿Los delincuentes son siempre “otros” y nosotros seríamos inmunes a la posibilidad de cometer un delito? ¿No nos estaremos comportando como si existiera una clara e inequívoca línea divisoria entre buenos y malos?
Daniel Defoe fue una persona muy singular. Se le conoce por su famoso Robinson Crusoe y casi nada por su carácter polemista, trasgresor y pendenciero. Se le adjudican muchas obras anónimas de su tiempo (siglo XVII e inicios del XVIII), nada menos que 572, aunque no se tiene la más mínima seguridad de que todas hayan salido de su pluma. El personaje utilizó también cerca de 200 seudónimos, lo cual dificulta todavía más el trabajo de hacer las cuentas a su en cualquier caso prolífica obra. Sí que le pertenece el “Himno a la picota”, que siguió a “El camino más corto con los disidentes”, este último un panfleto profusamente distribuido por sus amigos y seguidores en París el día en que su autor debió sufrir aquella pena.
Estamos en una época en que los castigos penales eran crueles y degradantes. Con ellos se buscaba hacer sufrir a los infractores, humillarlos y desalentar la comisión de faltas, delitos y herejías por medio de un espectáculo que se consideraba ejemplificador. El público participaba activamente en la aplicación de los castigos que tenían lugar a la vista de todos, escupiendo y lanzando al condenado todo tipo de objetos e inmundicias. Hasta gatos y perros muertos podían ser lanzados sobre este.
La pena de azotes era de las más benignas y fue felizmente abolida con el tiempo, aunque –seamos francos– más de una vez tengamos que contenernos para no pedir su reposición en algunos casos tan calificados como frecuentes. En el caso de Defoe, el día que se le aplicó la picota fue abucheado y agredido por la mayor parte del público que se volcó en las calles, pero no faltaron los adeptos que trataron de contener a los más furiosos y que circularon entre estos llevando ramos de flores y rebosantes copas de vino.
Mucho más en broma que en serio, Defoe había publicado un panfleto contra los disidentes de la religión oficial de su tiempo. En su escrito, llamó directamente a “exterminar” a los disidentes, argumentando que se trataba del camino más corto para acabar con ellos, aunque la verdadera intención del autor fue ironizar a costa de los anglicanos extremistas que sí querían eliminar toda disidencia religiosa. Voltaire, contemporáneo de Defoe, captó la intención del panfleto, y con motivo de una visita a Londres escribió lo siguiente: “Si hubiera en Inglaterra una sola religión, el despotismo sería una amenaza: si hubiera dos, se estrangularían mutuamente… Pero hay treinta y todos están contentos”. Todos, claro, menos los anglicanos fanáticos de ese tiempo.
Encarcelado a causa del panfleto, Defoe fue visitado en su celda por un representante de la corona real que le propuso liberarlo a cambio de que empezara a espiar para el gobierno, oferta que el desaprensivo autor habría aceptado de buena gana, pensando tal vez en una frase de su propia autoría. “No es pecado engañar al diablo”.
¿Pero en qué consistía la picota’?
Se trataba de un castigo para delitos considerados menores. “La picota –leo– se componía de dos placas de metal o de madera cerradas con un candado y con tres orificios: uno para la cabeza del reo y dos para las manos”. El condenado era de ese modo paseado por las calles de la ciudad y el daño corporal que sufría provenía principalmente de las agresiones de la multitud.
Quiero decir ahora que, abolida y todo esa forma de aplicarla, la pena de la picota continúa existiendo, no más que a cargo de los medios que hacen costumbre de identificar culpables que ofrecer luego a ese reguero de pólvora que es el escarnio público.
¿Se está observando escrupulosamente, esto es, como se debe, el principio de que nadie es legalmente responsable de un delito hasta que un juez lo declare así? ¿Se está sustituyendo la responsabilidad legal, ante la ley, por una responsabilidad mediática, ante los medios? Desde los espacios de radio y televisión, ¿no se está a veces sacando a la calle a sujetos que tal vez no son irreprochables, pero que vuelven de las manos del público más manchados de lo que estaban antes? Cada vez que se reclama justicia, ¿no se estará pidiendo venganza? Cuando pedimos y celebramos la condena anticipada de alguien, ¿pensamos que mañana un familiar o un amigo podrían estar ocupando su lugar? ¿Los delincuentes son siempre “otros” y nosotros seríamos inmunes a la posibilidad de cometer un delito? ¿No nos estaremos comportando como si existiera una clara e inequívoca línea divisoria entre buenos y malos?
A todos nos falta una mayor reflexión sobre preguntas como esas –incluidos los medios–, sobre todo en momentos en los que se vive una mayor y más grave delincuencia que muestra los muy malos sentimientos de los delincuentes y que, a la vez, aviva muchas veces los peores sentimientos de quienes los reprueban y persiguen.