La geografía y el Derecho Internacional del siglo XXI parecen estar del lado chileno. Desde este ángulo, ambas disciplinas invitan a demostrar la continuidad del territorio chileno entre la terra firme antártica y los archipiélagos del cabo de Hornos y Diego Ramírez. Para ello, sin embargo, son necesarias visión de conjunto, voluntad y unidad política. Esto, porque más allá de cualquier duda, esta disputa impacta (e impactará) la relación bilateral, demandando un gran esfuerzo al conjunto de la sociedad chilena.
Mientras el canciller iniciaba su trabajo con el Congreso reiterando la importancia de las relaciones vecinales (y el Presidente de la República se aprestaba a asistir a la Cumbre Iberoamericana), el presidente argentino Alberto Fernández se permitía una nueva crítica a nuestros tribunales. Aunque luego morigeró sus dichos, en la práctica se trató de una nueva incursión en nuestros asuntos.
Si hace pocas semanas el Presidente chileno solicitó a su par argentino abstenerse de emitir juicios sobre la idoneidad de nuestras instituciones, Fernández simplemente lo ignoró. Constatado esto, la pregunta es: ¿por qué el presidente argentino cree que puede criticar a nuestras instituciones todas y cada vez que lo desee?
¿Es posible es que aún le afecte la frustración causada por el rechazo del proyecto minero-marítimo Dominga (con su importancia para la economía del noroeste argentino)? O, simplemente, ¿que, como parte de su identidad irredentista peronista, le afecta un conocido sentimiento antichileno (que supera su amistad con el Presidente Boric)?
La nueva crítica del mandatario argentino ocurre días después de que, por cadena nacional, desde la Antártica reiterara la vocación austral y polar de su país. La opinión pública chilena está al tanto de que en esa alocución Fernández declaró que su país merecía ser grande. En un contexto geográfico, eso equivale a sostener que Argentina merece millones de km2 del Atlántico Sur, la Antártica Americana (Antártica Chilena) y el Mar Austral.
Ese propósito, sin embargo, encuentra dos obstáculos.
El primero es, obviamente, aquel de la soberanía británica sobre los archipiélagos de las Falkland/Malvinas, Georgia del Sur y Sandwich del Sur. En los hechos y en el derecho, esos territorios bloquean la proyección geolegal argentina hacia el Mar Austral y la Antártica (le impiden ser grande). Si bien el señor Fernández y su gobierno dan por hecho que el estatus jurídico-político de esos archipiélagos no es un obstáculo para su proyecto, en la realidad estos sí lo son.
Ocurre, además, que en 2009 el Reino Unido efectuó un reclamo de plataforma continental por esos territorios, por lo cual, constatada la sobreposición de reclamos, el organismo técnico-científico competente no validó ni el componente atlántico ni el antártico del reclamo argentino de plataforma continental (Puntos fijos RA-482 al RA-3457).
El segundo obstáculo al dibujo geopolítico del señor Fernández lo representa la proyección de las islas chilenas al sur del canal Beagle (especialmente cabo de Hornos y Diego Ramírez).
Importante es recordar que la delimitación marítima fijada por el Tratado de Paz y Amistad de 1984 constituía el confín definitivo e inconmovible entre las soberanías de la República Argentina y la República de Chile. Por este motivo, con ese tratado las Partes también se obligaron a no presentar reivindicaciones ni interpretaciones que sean incompatibles con lo establecido en este tratado.
Abstrayéndose de esa obligación –y sobrevolando el área delimitada– el reclamo argentino de plataforma continental de 2009 incluyó una medialuna proyectada desde la extremidad suroriental de Tierra del Fuego.
El resultado es un espacio submarino cercano a los 9 mil km2, cuyo punto más austral se ubica al sur del denominado Punto F, ergo, más allá del confín definitivo e inconmovible.
Así, invocando la CONVEMAR (suscrita 2 años antes que el TPA), Argentina unilateralmente extendió el límite internacional con Chile.
Al hacerlo, reafirmó su tesis de que la proyección austral chilena se detiene en el meridiano del cabo de Hornos, es decir, resucitó el llamado principio bioceánico (derivado de su interpretación del Protocolo de Límites de 1893). Se trata de un concepto contrario a la evidencia científica y a la práctica marinera, que, además, fue enteramente desestimado por el tribunal internacional del Laudo Arbitral.
Conforme con la interpretación argentina, en dicho meridiano automáticamente el océano Pacífico se divide del océano Atlántico, dando por sentado –gran detalle– que el Mar (Océano) Austral Circumpolar no existe. Esta es otra de las importancias de la medialuna de plataforma continental argentina.
No obstante lo anterior, sucesivos gobiernos chilenos se cobijaron bajo cierta tesis que un excanciller resumió con la expresión importancia ninguna: la extensión unilateral del límite submarino decretado por Argentina no tenía efecto ni sobre la relación bilateral, ni sobre la integridad territorial de Chile.
Lo anterior porque, en el análisis nacional, era suficiente una mención al artículo 77 de la CONVEMAR (contenida en una nota de 2009 dirigida al organismo técnico competente), respecto a que los derechos del Estado ribereño sobre la plataforma continental no dependen de su proclamación expresa.
Esto, no obstante, no disuadió a Argentina.
Durante años ese país sostuvo un ping pong diplomático-científico con la comisión competente en Nueva York, para, desde 2016, celebrar lo que consideró los límites definitivos de la Argentina con la humanidad. Hoy por ley, y además de los archipiélagos británicos del Atlántico Sur y la Antártica Chilena, esos límites definitivos incluyen la medialuna submarina ubicada más allá de lo pactado con Chile.
Transcurridos 14 años desde 2009, vistiendo a la causa de Malvinas con un manto del Derecho Internacional del Mar, ha resultado un concepto que –relevante– se ha convertido en un elemento de unidad nacional y parte del imaginario argentino.
En la imago geográfica y geopolítica de nuestros vecinos, cualquier intento de alterar dicho diseño será atribuido al expansionismo chileno.
Ocurre que hasta que en 2020 el Senado argentino discutió una ley para sancionar los límites exteriores de su plataforma continental (con su asociada cartografía oficial), Chile confió en que su invocación del citado artículo de la CONVEMAR era suficiente. Ese año Chile decidió asumir la complejidad del desafío, entre otras cosas, porque Argentina insistía en que, en esta materia, cierto plazo de 10 años para observar su reclamo había vencido.
Un primer elemento de la respuesta chilena consistió en la aprobación de un Estatuto Antártico (ley), que reiteró el concepto del Decreto Antártico de 1940, respecto a que la Antártica Chilena no tiene límite norte: nuestra Provincia Antártica se inicia en Tierra del Fuego y, por lo mismo, no existe ninguna barrera para nuestra proyección al oriente del llamado meridiano del cabo de Hornos.
Luego, en 2021, la Armada actualizó las líneas de base recta de las islas al sur del canal Beagle ilustrando el límite exterior de la plataforma continental de 200 millas al sur y al suroriente del citado Punto F (Carta SHOA 8B).
De ese modo, por si hacía falta, la citada carta marina ilustró que, más allá del último confín del TPA, Chile y Argentina se enfrentan en una nueva disputa territorial. Esta es, probablemente, la más importante de las razones de la actitud de Alberto Fernández hacia Chile.
También es probable que, antes que lo hiciera nuestra propia Cancillería, el cálculo geopolítico argentino haya mensurado el volumen del potencial argumento chileno. Las conclusiones de ese cálculo no favorecen al optimismo argentino. En realidad, el reclamo argentino plus ultra el Punto F constituye no solo una temeridad, sino un error tipo 1, pues al invocar la CONVEMAR para invadir el espacio más allá de lo pactado en 1984, Argentina invitó a Chile a hacer lo mismo.
La geografía y el Derecho Internacional del siglo XXI parecen estar del lado chileno. Desde este ángulo, ambas disciplinas invitan a demostrar la continuidad del territorio chileno entre la terra firme antártica y los archipiélagos del cabo de Hornos y Diego Ramírez. Para ello, sin embargo, son necesarias visión de conjunto, voluntad y unidad política. Esto, porque más allá de cualquier duda, esta disputa impacta (e impactará) la relación bilateral, demandando un gran esfuerzo al conjunto de la sociedad chilena.
Es probable que esto se hubiera evitado si el mismo mayo de 2009 (pocos meses antes del Tratado de Maipú suscrito por las señoras Bachelet y Fernández de Kirchner) las autoridades chilenas hubieran comprendido la magnitud del problema y, oportunamente, hubieran representado a la Parte argentina que su medialuna submarina al sur del Punto F alteraba el modus vivendi del TPA e, inevitablemente, nos adentraba en una nueva disputa territorial.
No se hizo, y ahora todos juntos debemos enfrentar las consecuencias.