La última cifra de estimación de niños y niñas de 8 años que han sido diagnosticados con trastorno del espectro autista (TEA), es de 1 en cada 36, según los datos entregados por el centro de prevención y control de enfermedades de EE.UU. (CDC, por sus siglas en inglés). Esta cifra puede ser aún mayor si consideramos que la población femenina suele ser diagnosticada mucho más tarde que los hombres (4 años más tarde en promedio), dadas las características en las que se manifiesta en ellas esta condición, mostrando menos conductas repetitivas, un juego de mejor calidad, camuflando los síntomas, y presentando intereses restringidos de índole más social, como por ejemplo la moda, grupos musicales, etc.
Con estos datos podemos inferir que, en el sistema educativo chileno, podríamos encontrar en cada sala de clases una o más personas con TEA, de igual manera, y como sugiere la guía práctica de ESCAP para el autismo, por cada niño o niña con esta condición, al menos habrá tres personas en su hogar (madre, padre, hermanos) que verán sus vidas directamente afectadas, asumiendo altos costos por las intervenciones terapéuticas y farmacológicas, debiendo postular a muchos más colegios que en el caso de un niño neurotípico o, incluso, siendo necesario que se deban trasladar a otras comunas para poder acceder a la educación.
El sistema sanitario y educativo de nuestro país en general no cuenta con los recursos físicos, profesionales y técnicos específicos para el manejo e intervención de las personas con TEA.
Las características nucleares del autismo no siempre son fáciles de comprender, ni mucho menos de abordar. Se recomiendan las intervenciones en prácticas basadas en la evidencia, demostrando su alta eficacia en los síntomas nucleares del autismo, pero el acceso a estas terapias se encuentra relacionado con el nivel socioeconómico y educacional de las familias, acceso a servicios de salud y región del mundo donde se encuentre, siendo los países desarrollados los que más acceso ofrecen.
Suelen confundirse las intervenciones basadas en la evidencia con aquellas enfocadas en estimular aspectos más generales del desarrollo psicomotor, sin que sea de conocimiento general –incluso dentro de los mismos profesionales de la salud– cuál es la diferencia entre unas y otras. Es común ver deambular a las familias por distintos centros de intervención o equipos de trabajo, en busca de respuestas e intervenciones específicas.
El 10 de marzo de este año, se publicó la Ley 21.545, del Ministerio de Salud, y que apunta a asegurar el derecho a la igualdad de oportunidades y que resguarde la inclusión social de las personas con TEA y promover el abordaje integral en los ámbitos educativos, sanitarios y sociales. Esta establece dentro de las obligaciones del Estado el proveer atenciones específicas de salud para esta población y, podemos desprender de esto, el acceso a intervenciones específicas y basadas en la evidencia, que son en general de alto costo, ya que requieren de alta especialización de los terapeutas, un alto número de sesiones y, en promedio, dos o más años de intervención.
Esperemos que la implementación de esta ley ampare el derecho a acceder a intervenciones basadas en la evidencia.