Para un país como Chile –y específicamente para su Presidente y su canciller– es clave entender esos tránsitos y hacen bien en asumir esa ruta. Ello debiera inspirar la forma de hablar con uno o con otro país y con sus líderes según sea el devenir de su identidad. Ver esa diversidad desde todos los intereses de Chile y su gente, sin prejuicios ni alineamientos sofocantes. Construir con cada cual el diálogo pertinente. Desde esa perspectiva, la afirmación del canciller Van Klaveren se torna esclarecedora y determinante para una buena política de Estado en la relación de Chile con el mundo contemporáneo.
Siendo varias las afirmaciones importantes hechas por el canciller Alberto van Klaveren en su entrevista en CNN, hay un concepto que llama a una reflexión mayor por todos los alcances que implica: “diversificación”. Es una afirmación contundente en medio de un tiempo internacional complejo, donde muchos hablan ya de una nueva Guerra Fría. Es en ese escenario donde el país debe saber relacionarse con muchos otros, sin prejuicios o determinantes valóricas, a partir del análisis de “todos los intereses que están en juego”.
Como ya afirmaba el brasileño Helio Jaguaribe en sus escritos a mediados de 1979, “la diversificación es un modelo de inserción internacional que permite incrementar la autonomía y superar la condición de dependencia”. Al mismo tiempo, señalaba que esa no era tarea fácil y requería de un Estado con principios fuertes, claridad en sus objetivos y práctica de transversalidad. Van Klaveren remarca cuáles son los recursos institucionales para la tarea: “Nosotros, en términos de nuestra relación con el resto del mundo, optamos por la diversificación, es lo que nos interesa”, señaló el canciller. Y agregó, como dato de referencia, que son mucho más de 100 países aquellos con los cuales Chile tiene relaciones diplomáticas y 74 donde hay representación diplomática residente. A eso se agregan sobre 60 países con los cuales existen vínculos de concurrencia.
En otros términos, el panorama es amplio, diverso y de interacciones donde el diálogo va configurando coincidencias y también diferencias. ¿En torno a qué? De una agenda que avanza hacia el 2030 y los Objetivos del Desarrollo Sostenible urgida por el cambio climático, el resguardo de los océanos, el papel igualitario de la mujer, los derechos de los pueblos indígenas, el manejo de los recursos naturales, los derechos humanos, el trabajo decente, la transferencia tecnológica, la seguridad alimentaria, la lucha contra el terrorismo, el desarme, la seguridad humana, la promoción de los valores democráticos, la reducción de la pobreza, los derechos determinados por los avances digitales crecientes. Todo ello desde la configuración de un diálogo intergeneracional dentro del país.
Hay que abrir los ojos con mirada larga para ir al encuentro de visiones culturales diversas, de modelos políticos distintos, de adhesiones a ciertos principios universales desde ópticas heterogéneas. El texto de la Declaración Universal de Derechos Humanos es uno, pero la interpretación y definición de prioridades sobre ellos tiene distintas lecturas. Es obvio que, en países como Arabia Saudita, Noruega, Vietnam, Grecia o Pakistán, por señalar algunos, no se siente ni se asume de igual manera un texto como el artículo 2 de esa Declaración: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Hay países donde no es lo mismo nacer hombre o mujer, hay países donde la religiosidad cuenta mucho más como dato de los derechos de cada cual, hay países donde la escuela o la universidad no está abierta para todos. Pero es lo que hay y estamos en el siglo XXI. Y nadie puede tomar a su país y decir nos vamos a otro planeta. Hay que saber convivir con esta realidad.
En ese contexto, el escenario de la diversidad no es estático. Las relaciones de poder y las condiciones de afinidad o diferencias derivan de distintos factores internos y externos, de la evolución política y del desarrollo de los países. Ahí está el ejemplo de Estados Unidos y China: en 1972 Nixon y Mao Tse-Tung abren con entusiasmo el gran diálogo entre Washington y Beijing, mientras China sentía que la Unión Soviética era su enemigo principal; en 2022, Biden y Xi Jinping se encontraron en Bali desde veredas opuestas y tensiones crecientes, comprometiéndose apenas a mantener abiertos los canales de comunicación entre los dos gobiernos.
En solo cinco décadas el mundo cambio profundamente: se acabó la Unión Soviética, cayó el muro de Berlín, China se convirtió en potencia clave para la economía mundial, las redes digitales y el poder de Internet sobrepasan las fronteras, y a la vez la hegemonía unipolar de Estados Unidos proclamada hace tres décadas se diluyó por el camino. En un foro en Atenas del New York Times, en octubre pasado, se preguntaban: ¿cómo se entenderán Aristóteles y Confucio en el siglo XXI? Y en Chile, en cinco décadas pasamos de la larga dictadura (con repudios por todas partes) a una etapa política que, desde los fundamentos de la democracia como mérito, extendió su presencia por todos los continentes. En cierta forma, logramos ser un país pequeño con mapa grande.
Henry Kissinger, ya en la proximidad de cumplir 100 años, dice algo pertinente a este análisis: “Cualquier sociedad, sea cual sea su sistema político, está en permanente tránsito entre el pasado, creador de su memoria, y una visión del futuro que inspira su evolución. A lo largo de esta ruta, el liderazgo es indispensable”. Para un país como Chile –y específicamente para su Presidente y su canciller– es clave entender esos tránsitos y hacen bien en asumir esa ruta. Ello debiera inspirar la forma de hablar con uno o con otro país y con sus líderes según sea el devenir de su identidad. Ver esa diversidad desde todos los intereses de Chile y su gente, sin prejuicios ni alineamientos sofocantes. Construir con cada cual el diálogo pertinente. Desde esa perspectiva, la afirmación del canciller Van Klaveren se torna esclarecedora y determinante para una buena política de Estado en la relación de Chile con el mundo contemporáneo.