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La Iglesia católica necesita cambios mayores II Opinión

La Iglesia católica necesita cambios mayores II

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Jorge Costadoat
Por : Jorge Costadoat Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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¿Quién tiene la culpa del colapso de la Iglesia católica en Chile? Los obispos y los curas en alguna medida. Los padres, madres y apoderados en alguna medida. Los y las catequistas en alguna medida. Pero estos evangelizadores, bajo otro respecto, son inocentes. Culpables en parte y en parte inocentes.

En buena parte del Occidente tradicionalmente cristiano, sea católico o sea protestante, la caída en la pertenencia religiosa se acelera. Las personas abandonan sus iglesias y comunidades. ¿Hasta dónde llegarán estos abandonos? ¿Cuántos seguirán aún adhiriendo a sus agrupaciones religiosas? Vayamos más lejos: bien parece que en los mismos pueblos indígenas tradicionales tiene lugar una erosión en sus culturas y espiritualidades.

Este desgaste muchas veces deja espacio a deshumanizaciones escalofriantes. Se disipan las creencias, pero las personas terminan creyendo en novedades peligrosas o acaban siendo devoradas por el individualismo. En materia de fe no hay espacios vacíos. Si no se cree en esto, se creerá en aquello.

El fenómeno que nos afecta se llama secularización. La cultura predominante no necesita de religiones para que las personas cambien significativamente sus vidas. También tiene lugar una situación de aculturación: los supuestos culturales que hacían inteligible el cristianismo se evaporan. El caso es que la versión católica actual del cristianismo se ha vuelto tan anacrónica como las máquinas de escribir, las locomotoras a carbón, los sombreros Coco Chanel o los libros en papiros. El catolicismo se ha ido convirtiendo poco a poco en algo ajeno a los tiempos, antiguo e incluso esotérico. Freak.

Pero ¿debe ser el cristianismo anacrónico por fuerza? Pienso que no. En las tradiciones culturales y religiosas centenarias o milenarias –pensemos en el hinduismo, budismo, sintoísmo, taoísmo, judaísmo, el Islam y culturas indígenas como las nuestras, mapuche o aimara– hay verdades muy profundas sobre el origen de la vida y del mal, sobre cómo vivir y qué esperar después de la muerte, que difícilmente pueden considerarse falsas. Aunque pasen los años, siempre tendrán algo muy importante que aportar.

Así, el cristianismo no es necesariamente anacrónico. Pueden subsistir versiones suyas que lo sean, es cierto. Pero es dable pensar que a futuro haya otras maneras de organizarse las iglesias, de replantearse sus creencias y de renovar sus símbolos, todo lo cual tendría que hacer atractivo a los contemporáneos el valor transcultural del amor que, para el cristianismo al menos, es decisivo. El amor es una exigencia antropológica universal. Si alguna cultura prescinde de él, ciertamente deshumaniza. El tradicionalismo es anacrónico, vive de reliquias, de fetiches; pero la Tradición de la Iglesia llega hasta hoy porque ha habido cristianos(as) que de un modo creativo han sabido probar su pertinencia histórica por dos mil años. 

Por de pronto, el cristianismo no tiene el monopolio del amor –es cosa de revisar la historia, pues en nombre de Cristo se han cometido barbaridades– y tampoco tiene el monopolio del concepto del amor –pues otras tradiciones y culturas, incluida la cultura actual, han transmitido a las siguientes generaciones una sabiduría acerca de cómo se ama auténticamente–. En el caso del cristianismo, la Iglesia católica está en crisis porque sus modos de expresar y representar su fe en el Dios del amor (“Dios es amor”: 1 Jn 4, 8) no son acordes con los tiempos, no son comprensibles o se han revelado deshumanizantes. La viabilidad histórica de la Iglesia, pienso, depende de que haya cristianos(as) que, por decirlo así, reinterpreten en las claves culturales actuales las parábolas del Hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y el Buen samaritano (Lc 10, 25-37). La primera habla de un padre que –como lo hace Dios– ama incondicionalmente a sus hijos. La segunda enseña que no se saca nada con declararse religioso si no se ama al prójimo. El amor desinteresado, libre, gratuito, radical, extremo como el de Jesús, en ambos casos, merece ser enseñado hasta el fin del mundo. Que haya evangelizadores que narren estos cuentos a los niños y niñas en el futuro y, sobre todo, que representen a aquel padre y a este samaritano con hechos más que con palabras, es fundamental.

¿Bastará con que la cultura actual consiga los mismos resultados con otros conceptos y prácticas? 

Es un hecho que lo hace, aunque no de un modo suficiente. El cristianismo contribuye a esta tarea y, por lo mismo, su decadencia debe considerarse una pérdida para la humanidad. Los cuentos son buenos para que los niños y las niñas pequeñas concilien el sueño. Las parábolas de Jesús sirven tanto para soñar como para despertar.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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